
EL OJO Y EL OÍDO TIENEN MEMORIA
Los ríos es la última incursión de Gustavo Fontán en un territorio estético que se delimitó con nitidez en La orilla que se abisma. Aquella película trabaja sobre la poesía de J. L. Ortiz sin citarla, apenas una cita aislada en algún pasaje, no más. La proeza de aquel film seminal para su obra consistía en traducir el verso en plano. Los malos cineastas ilustran la palabra poética con una imagen.
En las películas precedentes, ya existía ese intento por filmar la vida ordinaria como si se tratase de un acontecimiento, pero nunca había sido, hasta el film citado, el centro de su interés. La ambivalencia entre narrar y percibir persistió en lo que vino después. Basta nombrar La casa y La deuda para dar un ejemplo. No se trata de ninguna vacilación en el interior de su poética. Según el caso, Fontán se inclina más por una vía que otra. La combinación no tiene una regla. El desplazamiento responde a la necesidad del cineasta y su recepción del campo elegido para filmar. La terminal, por ejemplo, puede ser vista como una extensión conceptual del final de La deuda. En las dos el amor es un dilema, el dinero, un signo complejo y la soledad, un destino. Pero la absorción del desenlace de la primera es esencialmente el principio poético de la segunda.
Los ríos evoca escenas de El rostro, El limonero real y El día nuevo. Se dirá —con razón— que esta película propone una experiencia sensorial. Es una declaración indesmentible. Pero, tal vez, es también una descripción un poco perezosa. Los ríos es algo más que un conjunto de planos destinados a embriagar. Hay signos tenues que acompañan. Hay una historia de un hombre con miedo, como también frases intermitentes que tiñen la percepción en dirección a un entendimiento de la experiencia material del mundo. Aunque lo importante no reside en las palabras: los planos las cobijan como corresponde, pero no dependen de la precisión lingüística.
A esta altura, siempre se dice lo mismo: el cine de Fontán está cerca de la poesía. Pero ¿qué significa decir eso? Una vía de la palabra poética consiste en desentenderse de todo imperativo productivo. Constatar que las cosas existen porque sí es también entrever que todo lo que es puede ser visto sin ningún precio. En lo improductivo no existen las mercancías. Hay otras posibilidades para la palabra poética, pero la tradición de Fontán es aquella en la que legisla la materia antes de esta que pueda ser fagocitada por un sistema interpretativo de valores.
Es por eso que el trabajo de los ojos y los oídos en las películas de Fontán prepara un encuentro con un mundo que no es regido por la extracción y la conveniencia. En el empirismo encantado de Fontán la relación con los seres vivos, los objetos y los fenómenos naturales responde a una coreografía del estar y del estar junto con todo lo que acompaña. Es la rosa sin un porqué de Angelus Silesius, pero en una versión maximalista. Todo es porque sí.
¿No es una absoluta dicha abrir los ojos y ser encandilado por la luz? ¿No es un motivo mayor para seguir adelante el placer orgánico de que el oído pueda percibir el viento de vez en cuando? Los ríos es la memoria de esa experiencia posible. Habría que considerar estas películas y algunas otras del cineasta como una ejercitación orientada a la recuperación de la sensibilidad. La atrofia es de magnitud, porque tras un régimen atroz de sobreestimulación, los efectos perniciosos sobre la observación y la capacidad de atención frente al mundo no pueden ser tomados a la ligera.
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Roger Koza: En su cine hay dos vectores en constante tensión que podrían nombrarse del siguiente modo: un imperativo de indagación perceptivo sobre el mundo circundante y una voluntad narrativa posible que es una forma de respuesta al acto de observar y escuchar. La voluntad narrativa no necesariamente se formula como prosa. Puede encontrar una formulación intermedia asociada la poesía. Un buen ejemplo reciente fue La terminal, una película en donde los dos vectores están presentes de modo constante, aunque la palabra en sí está casi elidida. El tiempo ha pasado, existe un cuerpo de películas y quizás pueda describir mejor qué es lo que viene haciendo hasta acá.
Gustavo Fontán: Sí, son dos movimientos. El primero es de acecho sobre el mundo: un estar atento a las marcas que surgen de la experiencia. A veces eso que se inscribe en la sensibilidad parece azaroso, porque ocurre de pronto, pero hay una disponibilidad previa, un estado de vigilia. A veces es un pequeño suceso, a veces es algo vinculado a lo que la luz le hace a las cosas y a los cuerpos, a veces son algunas palabras que alguien dice al pasar. De todas esas experiencias hay algunas que encierran un enigma, un núcleo inexpugnable, y parecen reclamar un relato. A esas les presto atención porque me interpelan. El segundo movimiento surge de la idea de que con la experiencia no alcanza, que lo que importa son las operaciones de mediación, las decisiones sobre la forma, el cuerpo que inventamos para que viva esa experiencia. A veces ese cuerpo tiene más voluntad narrativa que otras porque intento, y eso me obsesiona, encontrar la forma que surja del corazón de la experiencia.
Vayamos a Los ríos. El título alude a una geografía y eventualmente a un ecosistema. Pero la película también podría haberse llamado “La luz”. ¿Por qué eligió ese nombre? Tampoco Los ríos se ciñe a una sola geografía. Hay varios planos que son de Buenos Aires, según entiendo de su casa, aunque la mayoría remite al Paraná.
En el origen de Los ríos hay una de esas situaciones que el mundo nos regala. Un hombre desconocido, en plena pandemia, golpeó la puerta de mi casa. Le pregunté qué precisaba, tres veces le dije si precisaba algo, y sólo me miró en silencio, con los ojos inmensos, hasta que se fue. Esos ojos y ese silencio me habitaron durante algunos años. ¿Quién era? ¿Qué le pasaba? ¿Qué quería decirme? La imagen se repetía, una y otra vez, sin futuro. Hasta que pasó lo que pasó en el fin del 2023 cuando la ultraderecha fue elegida por el voto popular y empezó poco después a arrasarnos con su voluntad destructiva. Entonces ese hombre que golpeó la puerta de mi casa se asoció a una voz, a la del pescador Daniel Godoy, que habíamos grabado cuando hicimos El rostro. No habíamos usado el testimonio en aquel entonces y de pronto, muchos años después, apareció su voz hablando de un tornado, el tornado de San Justo, que lo agarró en el medio del río: “negro venía, venía negro… me perdí en el tiempo”. En esa asociación, la del silencio del hombre que golpeó a mi puerta y la voz de Godoy, nace la película, Y el río, y los ríos, son aquellos de los cauces de agua, pero también son los de la memoria donde fui a buscar respuestas.
El registro se define por dos o tres operaciones de composición. La primera es permanente: la cámara siempre está en movimiento. No es veloz, pero sí invariable en su negación de inmovilidad. Esto aparece con mayor incidencia desde El rostro. En Los ríos es ostensible. ¿A qué se debe?
Tal vez, pienso ahora, porque la cámara se parece al ojo que intenta ver donde las cosas se desvanecen y se fugan. Tal vez, porque es una forma de latir con el mundo, acomodar nuestra respiración a lo viviente.
La segunda operación radica en una relación no del todo inteligible entre lo visto y lo no visto. En lo que se puede ver hay algo que interfiere amablemente. ¿Qué busca mediante esa interferencia?
Entre lo visto y lo no visto. Entre lo que aparece como una epifanía, pero desaparece pronto. Lo que aparece es incompleto, lo que aparece tiende a desaparecer. En ese flujo se mueven los ríos, en esa fragilidad pensamos la forma de la película.
La tercera operación podría pensarse estrictamente por la relación existente en la escala del plano y lo que aparece en él. Los árboles se suelen filmar en contrapicado o, en su defecto, en picado, pero atendiendo al reflejo en el agua de los ríos. Los rostros, cuando aparecen, en primerísimo plano. ¿Cómo piensa todo esto?
No hubo una decisión previa sobre el tamaño de los planos. Como te decía, siempre el principio fue ver lo que aparece, ver más allá de la apariencia, ver lo que se fuga. Es probable que durante el montaje se hayan seleccionado los planos que mejor respondían a estas intenciones y a los que se volvían disponibles para encontrase con otros planos.
Al pensar el montaje y su resultado como un todo, la impresión es que existen cinco series que se combinan y repiten en una cadencia, de donde nace un conjunto de secuencias que bien podría describirse como una modalidad cinematográfica parecida a la poesía: los animales, principalmente los pájaros y los perros; la luz del sol como fenómeno central de la experiencia vital; los árboles; los hombres, las mujeres y los niños en situaciones dispares; los ríos. De ser así: ¿es algo que decide antes o después de filmar? ¿Cuál sería el principio poético que subyace a todo esto y liga los fragmentos en un todo?
La estructura que me parecía adecuada tenía que ver con la reiteración de la aparición del hombre y su silencio. Con Mario Bocchicchio trabajamos en esto: la reiteración de esa aparición, cada tanto vuelve la placa que cuenta que un hombre golpeó la puerta de mi casa, y cada secuencia que le sigue como una conjetura afectiva en torno a ese silencio. Y como “venía negro, negro venía”, y fundamentalmente por eso, las conjeturas debían albergar a lo viviente. El principio poético para indagar en los archivos propios (varios planos, por ejemplo, provienen de materiales no usados en El rostro), y para filmar, fue el siguiente: lo que el hombre vino a decirme es que viene negro, muy negro, pero no te olvides de la belleza.
El sonido es clave en todo. Usted acopia sonidos del espacio filmado, pero también los yuxtapone con sonidos trabajados a posteriori, en algo que se asemeja más a una composición musical no melódica articulada con sonidos del mundo. No es el realismo sonoro lo que le interesa. Más bien se inclina a una reconstrucción poética musical de un paisaje y del mundo. ¿Puede explicar cómo piensa el sonido, que no parece ser un refuerzo sonoro para darle constatación auditiva a lo que emerge visualmente, sino algo que indica una experiencia que ya no se define por la visibilidad o por la estricta relación entre lo que se escucha y la referencia?
Andrés Perugini fue el responsable del sonido. Para nosotros el sonido nunca puede ser un refuerzo en el sentido al que nos acostumbra la industria, es decir, el ejercicio de una tiranía emocional. El sonido debe ampliar la experiencia, para eso debe rasgarla. Por otro lado, efectivamente tiene una voluntad musical, en cada parte, y en el todo. Había una cuestión principal a considerar, que Andrés resolvió con mucho talento, vinculado al lugar de la escucha. Están las secuencias del río, pero también las secuencias de mi casa en la ciudad. ¿Qué hacíamos? ¿Íbamos y veníamos sonoramente? La idea era que la escucha podía atender a algo de lo visible, por ejemplo, si el pájaro golpea contra la ventana había que escuchar esos golpes, pero que el acá y el ahora tenían que tener la fragilidad del sueño o de la memoria, y teníamos que estar más atentos al flujo que a la referencia.
Una digresión. Nombré a Mario, nombré a Andrés, y no quiero dejar de nombrar a Eva Cáceres que produjo la película, ni a Martín Sappia que se encargó de la posproducción en La isla bonita, en Córdoba. Es un momento muy particular para el cine argentino, y en esta comunidad pequeña que creamos para hacer Los ríos, cada uno de ellos depositó su talento, su rabia y su esperanza.
El relato de Godoy se contrapone a citas diversas de una literatura cercana a usted. Héctor Viel Temperley, J. L. Ortiz, entre otros. ¿Esas citas están antes de empezar a trabajar o llegan después? Sobre ellas sobrevuela un concepto de alusión intermitente y en ocasiones una idea de repetición que en su insistencia construye un misterio.
El relato de Godoy, el modo como lo atrapó el tornado en el río, su temor a caerse y que lo coman las palometas, o su relato del ahogado que quedó dando vueltas en el remanso, sin poder salir, el río como el territorio de lo ausente que habla, son la primera respuesta al silencio del hombre que golpeó mi puerta. Hay otras en algunas placas. Por ejemplo, “Me dice que el verde de las hojas es tentativo”. O “No estás, no estamos en este lugar”. Son respuestas a partir de versos de poetas amados. Y esas respuestas, múltiples, hablan como habla la poesía: no para resolver los enigmas sino para darle voz a su existencia.
A todo esto, usted escribe apuntes mientras filma, que luego toman forma de libro. ¿Cómo ve esta relación entre el libro y la película, o entre la palabra y el mundo de las imágenes en movimiento con sonido?
Las libretas que me acompañan durante la escritura o la realización de una película tienen siempre las características de lo merodeos. Cómo si intuyera que hay algo qué está más acá o más allá, adelante o detrás de lo escrito, que tiene las cualidades de lo esquivo y del silencio. Algo así como el alma de un texto, eso que da vida y verdad a las palabras -después a las imágenes-, a las escenas, a los personajes. Como es inalcanzable, despliego, para ir detrás de ese aliento, un conjunto de estrategias de rodeos y merodeos. Cada película tiene su libreta. Puede recoger un poema o una florcita o una idea lateral. Las llevo adelante como un acto de fe.
Por cierto: ¿ha finalizado su película sobre el Hospital Británico? ¿Y es verdad que viene filmando otra película, más cercana a La deuda o a El limonero real, por segunda vez con Marcelo Subiotto? ¿Puede anticiparnos algo?
Las dos cosas son ciertas. Hospital Británico, película que codirigimos con Gloria Peirano, está filmada, y en los meses próximos nos ocuparemos del montaje. Estamos muy felices con la cercanía de ese poeta tan amado, Héctor Viel Temperley, y ese libro maravilloso. Y agradecidos de que Hain Cine, haya tenido la decisión de acompañarnos en el proyecto. Con Marcelo Subiotto, efectivamente, estamos filmando una película de ficción que se llama Ramón Vázquez. Está bastante avanzada.
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