EL PLANETA DE LOS VICIOS
Por Roger Koza
Un día viernes de primavera, un día como cualquier otro, después de un calor insoportable, llueve a cántaros. Nada, absolutamente nada, lleva a pensar que, tras unas horas en las que toda la ciudad debe adaptarse a esa presunta inclemencia del tiempo, ocurrirán los imperfectos indeseables que semejante fenómeno atmosférico suele propiciar. En ciertos casos, el efecto es materialmente devastador. Por cada lluvia copiosa llega la noticia de rigor sobre los inundados. La improvisación del urbanismo y la contingencia de la civilización se evidencian: la infraestructura general de las ciudades no conjuran la vulnerabilidad de la especie. Por cada lluvia, una panorámica devuelve la dimensión del desastre. La ciudad no protege.
Un día cualquiera, ese viernes, como tantos otros. Y sin embargo será distinto. En esta ocasión, por suerte, no hubo damnificados en la ciudad. Es decir: no hubo una panorámica para entender el desastre, pero sí un primer plano (imaginario). En ese día, los desagües no dieron abasto y alguna cloaca se destapó. En pleno centro de la ciudad, en su avenida emblemática, allí en donde viven los aristócratas de antaño y los nuevos ricos de las décadas recientes, las aguas hervidas brotaban en el medio de la calle, como si se tratara de un manantial concebido por el demonio. El sol volvió rápido y secó con la efectividad que lo caracteriza las calles aledañas, pero el astro no pudo con esa cuadra: seguía empapada, y cierta fragancia se apoderaba del olfato de los hombres. Los transeúntes olían e intentaban mirar para otro lado. Pero la disociación a través de un sentido dogmático como el de la vista no alcanzaba. La nariz vencía al ojo y, por más que se intentara dejar de oler, la persistencia del hedor se imponía como un decreto de la naturaleza. La mayoría, lógicamente, aceleraba la marcha para dejar rápido ese paraje inmundo que destituía maléficamente la eficacia de un procedimiento característico de nuestro orden civilizatorio, a saber: toda nuestra mierda se debe depositar y enviar a un mundo invisible.
Los abscesos hablan siempre de lo reprimido, como los deshechos y la basura, excesos improductivos que comportan siempre el inconsciente de cualquier sistema productivo. Ya volveremos cinematográficamente a ese paraje inicial que tanto incomodaba. Es como la mugre bajo la uña que, como lo recordaba Foucault, impedía a Platón, el sabio de los griegos, explicar con qué idea sempiterna se correspondía esa suciedad microscópica tan imperceptible al tacto como visualmente molesta en las extremidades superiores.
Al decir exceso y al pensar en vicios empiezan a sonar las trompetas puritanas de la moral, siempre matizada por nuestras representaciones torpes y automáticas acerca de los placeres de una vida licenciosa y las consecuencias negativas que inevitablemente provienen de los excesos. A toda borrachera le sigue una resaca, a todo viaje con drogas le prosigue el indeseado bajón. Se dirá con razón que los vicios deterioran, y de allí se predicará que la virtud consistirá en permanecer lejos de esas tentaciones hedonistas que tanto mal hacen al alma. En verdad, más que una moral que satanice una práctica o que eleve la abstención de ella a una práctica virtuosa, se necesita antes pensar políticamente los excesos. Para eso, la película paradigmática del año, por cómo se adentra en la economía política de los excesos, no puede ser otra que El lobo de Wall Street (2013), de Martin Scorsese.
A esta altura, probablemente, no habrá muchos lectores que no la hayan visto. Como se sabe, Leonardo Di Caprio interpreta a Jordan Belfort, un típico ciudadano de clase media baja de Estados Unidos que hizo una fortuna en la década del ’90 como corredor de valores en Wall Street. Su carrera ascendente desde la nada misma hasta dominar el panorama de las finanzas no estuvo exenta de engaños y formas de evitar la legalidad. Más allá de la historia en sí y su verosimilitud, lo que importa es el lugar que se le atribuye a las drogas en el film. En efecto, si hay algo esencialmente rutilante en el film de Scorsese es justamente el carácter determinante del exceso tanto de la puesta en escena como en las conductas de los personajes. El lobo de Wall Street es una película cuya forma reproduce una física de los excesos químicos.
La primera vez que Belfort prueba una droga blanda es un pasaje particularmente destacable: él y un nuevo amigo, y próxima mano derecha en su futuro empresarial, se encierran en una cabina y fuman. Lo que sucede con Di Caprio poco tiene que ver con lo que sucederá luego, cuando literalmente se convierta en un adicto las 24 horas del día. En ese primer momento, tomar una sustancia tiene un sentido improductivo, en el que la experiencia se define solamente por una alteración de la percepción. Se trata del placer en tanto que forma de mirar y estar en el mundo descentrado respecto del sentido común. Esta opción ociosa de la ingesta de sustancia, lógicamente, no goza de buena publicidad entre los pastores de la moral. Hay aquí una preocupación en sintonía con los placeres corporales. Tanto el sexo como esta modalidad de experiencia suelen caer bajo sospecha debido a que en ciertas dosis y éxtasis el centro de la identidad se destituye momentáneamente, como si se tratara de una constatación de que un accidente químico pudiera modificar el núcleo fuerte de la identidad. Es una reacción frecuente frente a la plasticidad de la identidad, tal vez llevada por una intuición metafísica según la cual ese tipo de experimentos se ve como una amenaza, ya que pondría en juego viejas creencias que sostienen el edificio conceptual de lo que entendemos como persona. Es hora de decirlo: en el tema de los excesos y los vicios es siempre fundamental establecer un giro anti-copernicano. El problema nunca está del lado de las sustancias elegidas, ni siquiera de las más bravas y adictivas, sino del sujeto. Ninguna sustancia, ninguna acrobacia sexual están mancilladas por naturaleza. Por alguna razón es más sencillo ordenar interdicciones y preceptos que enseñar al sujeto a producir en él un hábito de regulación de sus placeres, en donde justamente se trabajaría respecto del exceso entendiéndolo como una forma de pérdida de la libertad o agresión directa a su autonomía. Dicho llanamente: no importa qué, sino cuánto.
No es esto, de todos modos, lo que le importa a Scorsese en El lobo de Wall Street. Lo más interesante de su película se cifra en su velocidad narrativa, que parece estar dictaminada por las ondas cerebrales de Belfort. El movimiento veloz del relato se explica por una suerte de mimesis perversa con la perspectiva de los personajes. Esto desempolva una conexión ontológica entre la cocaína y otras drogas fuertes y la subjetividad capitalista. Es que la cuestión no estriba solo en ver cómo se vitaliza químicamente una exigencia de productividad permanente de riquezas en la timba del mercado financiero, sino en visualizar el correlato inmediato entre consumir y acumular. De lo que se trata en El lobo de Wall Street es de palpar bestialmente una constitución subjetiva estructurada en una pasión irrefrenable por consumir inmuebles, cuerpos, sustancias, de lo que se predica que el capitalismo como estilo de vida (y también como sistema económico) opera como un cocainómano. El personaje conceptual del capitalismo es el adicto.
Pero ¿cómo filmar a los viciosos? ¿Cómo filmar a los otros adictos, a ese ejército de sujetos olvidados, despojos excedentes de los excesos de un sistema? Una de las películas recientes más extrañas se titula Navajazo (2014), de Ricardo Silva. La película empezó a conocerse un poco en FICUNAM, el festival internacional de cine de la UNAM en México, y posteriormente ganó el premio más importante de la competencia denominada “Cineastas del presente” en el festival de Locarno.
Silva se instala en la zona fronteriza en Tijuana, territorio emblemático en materia migratoria. Es de allí en donde miles de mexicanos intentan infiltrase en los Estados Unidos. Pero a Silva no le interesa en lo más mínimo el flujo migratorio ilegal, sino más que nada captar a los hombres y mujeres de ambos países que quedan en un limbo, en una zona que no está en ningún lado. Así, adictos, pornógrafos, profetas satánicos, un coleccionista de juguetes, entre otros, pueblan las historias mínimas de Navajazo, que se concibe como un film apocalíptico. Sin duda, se trata de un documental heterodoxo en el que se introducen procedimientos de ficción, a tal punto que no se sabe exactamente en dónde se establecen los límites de esos dos modos de representación.
Silva, quien logra neutralizar el peligro de estetizar la miseria, compone un registro sucio y de poca resolución (lo que no implica que no exista un cuidado en el registro) y conjura la gran tentación (mexicana) de regocijarse en la sordidez, presenta a una amorosa comunidad de sobrevivientes que son el excedente indeseado de todo un sistema de consumo permanente que define el intercambio económico entre las dos naciones fronterizas. Ellos son, literalmente, el pus de un sistema de consumo infinito, los cuerpos expulsados por no entrar en el intercambio.
Si Navajazo es el contracampo de un sistema, Duro es ser un dios (2013), del recientemente fallecido Aleksei German, es directamente la representación del contraplano integral de nuestra civilización, la expresión aciaga de todas nuestras formas de vida. El plano general sobre una aldea nevada remite a un paisaje reconocible, lo que viene después —algo que una voz en off advierte con gentileza— es el ingreso a un planeta desconocido con 800 años de retraso respecto del nuestro, en el que 30 científicos de la Tierra están de incógnitos, observan y no pueden intervenir sobre el curso de los acontecimientos. Uno de ellos se llama Don Rumata, quien para los alienígenas de Arkanar quizás se trate del descendiente de un dios pagano. Mientras esta encarnación de superhombre busca a un sabio conocido como Dr. Budakh para salvarlo de las hordas que quemaron las universidades, se va develando un mundo devastado en el que predominan la voluntad de poder, la miseria y lo ominoso.
Basado en una novela de los hermanos Strugatski, este film póstumo de Aleksei German, que le llevó más de 14 años de rodaje y producción, es un prodigio sobre cómo filmar el espacio y contraerlo para expresar una forma de claustrofobia metafísica. El gran efecto especial reside en cómo entes y objetos proliferan en el campo visual, al tiempo que despunta un universo con otras reglas.
El gran rechazo que genera esta obra maestra de German se centra en la constante presencia de abscesos y los medios de supuración: los mocos del protagonista, la sangre de los combatientes y sirvientes, la exposición de todos los orificios del cuerpo humano, las vísceras y los órganos internos de los ajusticiados. Hay una sensación, gestionada por la puesta en escena, por la que este planeta atrasado parece haber surgido del barro y, en el mejor de los casos, de un chiquero cósmico. Es como si German hubiera filmado un planeta y toda una civilización cuya composición original proviniera de esas aguas hervidas que los caminantes de la ciudad preferían ignorar. Este film inmenso y molesto bien podría concebirse como el inconsciente expuesto de nuestra humanidad exangüe.
Este ensayo fue publicado por la revista Quid en la edición 54 del mes de diciembre
Roger Koza / Copyleft 2015
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