EL TIEMPO ROBADO
Por Roger Koza
Una cita angelical para el pasado y una afirmación delirante para el presente, quizás con razón. Dice el santo, uno de los primeros sospechados de herejía: “Hazte como un niño, / ¡hazte sordo y ciego! / Tu propio yo / ha de ser nonada, / ¡atraviesa todo ser y toda nada! / Abandona el lugar, abandona el tiempo / ¡y también la imagen! / Si vas sin camino / por la senda estrecha, / alcanzarás la huella del desierto”. Si la sentencia ascética no fuera del siglo XIII y de un teólogo alemán (el Maestro Eckhart), si fuera de un joven de hoy con melena larga, un tribunal de la razón psiquiátrica tendría elementos para dictaminar locura y un eventual encierro. Siglos atrás éramos otros, no menos crueles pero distintos a la hora de examinar nuestros vínculos con un presunto orden invisible: un alma feliz podía ver querubines y escuchar voces interiores sin temor al ridículo y sin riesgo de internación.
¿Es una cuestión de perspectiva y época? Probablemente no. Lo que nunca hay que olvidar al hablar de la locura, y menos aún al filmarla, es que quien la padece sufre en serio. El dicho popular “sufre como un loco” denota una sabiduría que nunca debiera perderse de vista en la representación cinematográfica de la locura. Lo insoportable es mirarla a los ojos y escuchar su discurso. Expurgarla del campo social, confinarla a una zona de invisibilidad es la respuesta inmediata: no es fácil absorber la sinrazón. La locura, para decirlo cinematográficamente, es el fuera de campo de la razón, su problema inmediato y correlativo. Por eso pocas veces se la filma como tal, como experiencia de un hueco de la razón, que no consigue dar con el silogismo que revele la falla y su genealogía. Se dirá que está en los genes, en algún circuito del órgano pensante, en la vida inconsciente. O se dirá con bastante razón que es una producción social que no puede explicarse solamente por un sucio secreto familiar o por una predisposición impredecible pero determinante a la psicosis en la estructura del psiquismo de un sujeto.
La genealogía de la demencia no determina la forma de filmarla. La explicación no ahorra el sufrimiento. ¿Cómo filmarla entonces? La imbecilidad más frecuente es tratar la locura como un pico de genialidad socialmente no reconocida. Un hombre o una mujer sensible y sumamente inteligente tiene la mala suerte de que su excelencia no encuentre reconocimiento social y por esa desavenencia entre una obsesión personal y una necesidad social el genio deviene en loco. Una mente brillante, de Ron Howard, es el modelo de esa mala lectura sobre la locura. En esa película ganadora del Oscar (un evento que siempre tiene algún apunte de demencia: ¿cómo interpretar si no el discurso delirante de Matthew McConaughey, premiado por su extraordinario papel en El club de los desahuciados, ante sus pares millonarios), la psicosis no sólo es el precio a pagar por haber vislumbrado el punto más alto de existencia: se insinúa que es un éxtasis (negativo). ¿Cuántas veces hemos visto la miserable vida de un genio musical incomprendido que pierde la razón y es condenado al anonimato? Los ejemplos abundan. Por otro lado, el correlato inmediato del loco genial es el loco maligno. Los psicópatas del cine hollywoodense suelen ser individuos aislados de un sistema, una anomalía que plantea una pregunta sociológica tan necesaria como lógica: ¿qué relación existe entre un psicópata y una sociedad? ¿El psicópata es solamente un inadaptado, un otro de nosotros que tuvo la mala suerte de nacer en un hogar violento? El señalamiento de Fritz Lang en M no fue nunca el modelo a seguir. El psicópata es una excepción del lógico malestar social y no una expresión acabada de cómo un sistema de producción general de valores espirituales y materiales determina la subjetividad.
En los versos de Eckhart, propios de un misticismo no desprovisto de enajenación psíquica, hay una pista para ahondar en cómo filmar la locura: “Abandona el lugar, abandona el tiempo”. Si se trata de buscar una cualidad específica de la locura, su singularidad como experiencia, el loco es quien pierde su propio ordenamiento y administración del tiempo. El que pierde la razón también ha perdido la proyección de sus actos en un devenir posible. El pragmatismo de los actos cotidianos suele estar subordinado a una planificación secreta y a veces consciente de una agenda trascendente que pretende desobedecer al automatismo de la mera supervivencia. Quien sufre demencia se ve impedido de proyectar y en la sustracción del deseo el orden mecanicista del mundo se le impone como medida de todas las cosas. Como si esto fuera poco, al loco se lo encierra y se lo regula con un no deseo como forma de vida. La “curación”, a veces, pasa por conquistar un grado cero de deseo, un involuntario budismo sórdido en el que el loco prácticamente se sostiene en actos reflejos. Sin lugar, sin tiempo, el yo quebrado del loco no está tan lejos de la descripción arrebatada de Eckhart.
Esta experiencia peculiar del tiempo robado al sujeto como experiencia fenomenológica de la locura es lo que se ve en Camille Claudel, 1915, de Bruno Dumont. ¿Por qué no se ha estrenado? Un misterio y, en otros términos, una locura de la distribución.
Un trabajo notable, probablemente el mejor de Juliette Binoche, aquí como la artista Camille Claudel, internada en el asilo de Montdevergues, no muy lejos de Aviñón, varios años después de su ruptura con el famoso pintor Rodin, aunque para ella la actualidad de su relación amorosa contradice la objetividad del paso del tiempo.
Como indica el título, el film transcurre en 1915; el tiempo del relato se limita a unos días. La vida de Camille al lado de pacientes psiquiátricos de todo tipo se redobla en la puesta en escena: los intérpretes secundarios son efectivamente personas que padecen alguna enfermedad mental, lo que implica un impacto directo sobre la propia Binoche como intérprete. En la mirada de Dumont, por otra parte, la cotidianidad de una vida signada por el encierro involuntario no dista mucho de la de aquellos que han elegido una reclusión religiosa (en cierta medida, Dumont, un director materialista obsesionado por el fenómeno religioso, sugiere que la religión es una forma de locura diferida). El clímax se construye en torno a la demorada visita de Paul, hermano de Camille, un católico devoto cuya fragilidad psíquica no parece estar muy lejos de la de su hermana.
Si bien la experiencia espacial del encierro no es menor en la concepción de puesta en escena, el tema del film es discretamente la experiencia del tiempo: para Camille, la espera por la visita de su hermano trastoca la repetición de su rutina diaria. El plano final, antes que nos enteremos que Camille vivió 29 años más en ese asilo (hasta su muerte, a los 78 años), transmite magistralmente la locura como una experiencia de sustracción del propio tiempo, una forma de negación radical de cualquier principio de deseo.
Si Dumont consigue detectar o más bien intuir la forma precisa de filmar la locura, Wang Bing en su monumental ‘Til Madness Do Us Part logra captar el tiempo de la locura percibido en sus propios términos: la experiencia de la duración no sólo se corresponde con el metraje (casi 4 horas de unas 250 registradas en casi 70 días) sino que mediante la duración de los actos mínimos de la cotidianidad de un psiquiátrico se muestra una lógica de insubordinación. Wang se detiene en un momento particular en la experiencia diaria de distintos pacientes. Lo que registra nunca tiene un orden de continuidad. La puesta en escena se organiza en torno a seguir un evento determinado (correr desnudo por los pasillos, orinar, dormir, ir a comer, lavarse los pies) como si cada acto estuviera disociado de cualquier otra acción anterior o posterior. El tiempo del registro y la forma de registro materializan la experiencia misma de la locura: no hay tiempo, sólo duración de un instante cuyo objetivo es de mínimas.
Wang elige un psiquiátrico en la provincia de Yunnan. El método del documentalista más importante de China y uno de los grandes maestros del cine contemporáneo consiste en registrar sin intervenir. El documental observacional alcanza aquí su mayor sofisticación. La cámara, literalmente, es un paciente más que divaga y camina alrededor de los reclusos. Wang y su director de fotografía (equipo de filmación completo) se pasean por los cuartos y los corredores como si también estuvieran internados. La única información que se da es el nombre de algunos pacientes y el tiempo que llevan en el lugar. A veces, resulta imposible saber dónde reside la locura de varios internos. Algunos hombres simplemente parecen desposeídos; otros sí actúan como dementes: la obsesión por matar insectos inexistentes o el deseo desenfrenado de desnudarse y correr por los pasillos no parecen acciones características de los hombres racionales.
Wang establece un campo de visión restringido: solamente se ven los cuartos, la sala de televisión y los pasillos con rejas que dan a un patio central. Todo el film transcurre en el pabellón de los varones. Como un recluso tiene una enamorada en el piso de abajo, en ciertos momentos puede verse la interacción entre ellos. Un plano geométrico perfecto permite seguir la conversación entre los enamorados de un piso a otro. Es una excepción a la regla espacial del film, pues la forma de mostrar el espacio es fundamental. La inteligencia de Wang reside en encontrar un equivalente perfecto para el tiempo vivido en la institución y la relación entre espacio y tiempo. Si en el tiempo del loco no hay proyecto, la percepción del espacio carece de horizonte. La locura implica un confinamiento irrespirable en un ahora absoluto sin resolución.
En un pasaje conmovedor, dos hombres se acuestan en una cama. Es el único momento en el que se formula un deseo directo. Uno de ellos dice: “Tan sólo porque la piel de un hombre esté arrugada y su barba canosa, no significa que la primavera se haya esfumado. Todavía hay flores que juntar y pájaros que atrapar”. El deseo insiste y la razón, poéticamente, se asoma cada tanto.
Este texto fue publicado por la revista Quid en el mes de abril 2014
Roger Koza / Copyleft 2014
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