EL VENERABLE ANTÍN
Ha cambiado el modo en el que nos enteramos de la muerte de quienes admiramos. No mucho tiempo atrás, el aviso fúnebre resultaba el espacio obligado para enterarse del fin de las vidas ajenas. Los lectores consuetudinarios iban a las últimas páginas del diario para averiguar si alguien había pasado al fuera de campo radical del que nadie ha regresado. En poco tiempo, espacios tan anodinos como X, Instagram y otros se han transformado en los sitios en que se propaga la partida de los vivos hacia la nada. Sin embargo, hay un bienvenido cambio, un beneficio. En el pasado, nunca se llegaba a saber qué significaba colectivamente el final de la vida de una persona. Se transitaba la experiencia del duelo en soledad.
De inmediato, se supo de la muerte de Manuel Antín. Tenía 98 años, un acopio de tiempo que pocos consiguen experimentar, y más todavía del modo en el que este cineasta notable pudo hacerlo. El tiempo en su cuerpo era una evidencia, pero también la naturaleza de su espíritu. Hasta hace no muy poco se lo veía trabajar en la Universidad del Cine, más conocida como la FUC, que fundó unas décadas atrás y en la que se formaron dos o tres generaciones de cineastas que han escrito la reciente historia del cine argentino. A las pocas horas, las palabras de reconocimiento para el maestro se hicieron notar. Es evidente que no cosechó enemigos. Fue un hombre querido por sus colegas y por todos aquellos a los que influenció como cineastas. Como sucedió meses atrás, con la muerte de Edgardo Cozarinsky, el fallecimiento de Antín nos hizo saber que existían cientos de agradecidos. Debe ser la mejor forma de pasar al otro mundo, aunque es dudoso que exista una conciencia capaz de percibir ese cariño cuando el pacto con el oxígeno ha concluido.
Un hombre de los sesenta
La década de 1960 fue una gloria. Después de 1945, tras un poco más de diez años, se pudo pasar de un recogimiento y una meditación colectiva sobre lo irreparable y lo vergonzoso, a una nueva instancia de fervor. Pocas veces la libertad tuvo un sentido auténtico. Fueron años de mutación y emancipación. Y para la historia del cine, ese devenir no fue ajeno. Todo cambió, y el cine argentino no fue una excepción.
Cuando se repasan algunos nombres de esa década dorada, el asombro es inevitable: Leonardo Favio, Rodolfo Kuhn, David Kohon, Lautaro Murúa, Hugo Santiago empezaban a filmar. Manuel Antín, por supuesto, también hizo sus primeras películas, acaso las mejores. Filmaban distinto que sus predecesores; inventaban formas, forjaban poéticas. En Europa se hablaba de un nuevo estadio del cine. El clasicismo no era cosa del pasado, pero existía un deseo renovado de volver a cuestionar el lenguaje del cine y los modos de representación. El cine de prosa ya no era un camino obligatorio; el cine de poesía, como dijera Pasolini, era un sendero en posible y plena exploración. La modernidad del cine había comenzado en todos lados. En Buenos Aires se vibraba con esa nueva ola. Antín y sus camaradas de entonces fueron nuestros primeros modernos.
La marca de la modernidad es contundente en las primeras películas de Antín. La línea recta del relato clásico se desdibujaba desde el minuto uno en todas ellas. Se contaba una historia, pero su evolución era laberíntica, como si la sintaxis emulara la conexión libre en la que operan la memoria y el flujo de las percepciones. La intensidad sustituía a la inteligibilidad, la alusión, al argumento aristotélico y cartesiano, la discontinuidad, a la cadencia secuencial. Puede tomarse La cifra impar (1962), Circe (1964) e Intimidad de los parques (1965) para reconocer un estilo en el que travellling, el corte abrupto, el primerísimo plano repentino se combinaban bajo un régimen de asociación enteramente diferente al acostumbrado. En este sentido, Antín sintonizaba con una deriva similar en el corazón de la literatura. Que Intimidad de los parques y Circe estuvieran basadas en cuentos de Julio Cortázar no resultaba una sorpresa. Menos aún que el propio escritor argentino se comprometiera en la escritura de un guion, como sucedió con Circe.
La singularidad del venerable
La literatura no era un universo lejano para Antín. Su talento para escribir con luz en el plano y su deseo de completar la página en blanco con palabras conoció su amalgama feliz en la película más inhóspita llamada Los venerables todos(1962, basada en una novela propia de título homónimo). Ya el nombre resulta un signo a descifrar, ni qué decir de su trama y los cruces de tiempos en el relato, como también la concepción de montaje, cuya lógica remite en demasía a las operaciones conjuntivas del mundo onírico.
En este sentido, hay algo en esa primera etapa radical y sin concesiones de Antín que remite al cine de Alain Resnais, un cine cerebral, pero no por una presunta frialdad de ajedrecista sin sentimientos y sumido a una estrategia hundida en una lógica implacable. Los venerables todos despliega situaciones no exentas de emociones densas e intensas que tiñen cada plano de desesperación y desolación. Lo que sucede con el personaje de Walter Vidarte, siempre humillado por los compañeros de una organización de la que nunca se esclarece su intención y filiación, glosa otro interés menos discutido en el cine de Antín: la indagación sobre el micropoder que atraviesa la vida vincular y condiciona la experiencia afectiva.
La modernidad salvaje de Los venerables todos es contundente desde el principio hasta el final. Hay que ver para creer cómo Antín pasa de una escena en la que Lautaro Murúa humilla a Vidarte, en el salón asfixiante en el que transcurre gran parte de la película, para proseguir con una sucesión de primerísimos planos de los rostros de los miembros del grupo, en una aceleración frenética del montaje, que culmina con un fragmento de Beldades nocturnas, de René Clair, sin aviso alguno. Es una alucinación, un escándalo, una maravilla. Ya en sus inicios, Antín podía ejercitar su libertad de autor sin pedir permiso en París.
Los últimos años
Las películas posteriores a la primera década de esplendor son menos insolentes que las primeras, pero conservan un legítimo interés: Don Segundo Sombra (1969) y Juan Manuel de Rosas (1972), denotan un repentino interés por filmar otros períodos históricos, viaje al pasado que nunca es solamente una curiosidad histórica. Basta anotar la fecha de sus respectivos estrenos para pensar el sentido de aquellas películas. En un mismo sentido, su última y misteriosa película, La invitación (1982), resulta una rareza en toda su filmografía, pero la visita del personaje que encarna Rodolfo Bebán a una estancia para cazar no deja de evocar algo siniestro que es propio de la época de su realización. El último período puede ser menos intenso y moderno, pero siempre interesante y elocuente.
A los 58 años, Antín dejó de filmar, pero no se alejó del cine. A pedido de Raúl Alfonsín, dirigió durante su presidencia el Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales, en esa época INC. ¿Qué pasaría si un cineasta como él presentara hoy un guion para pedir financiación para filmar Los venerables todos? Su época en el INCAA fue una etapa de reordenamiento y comprensión de un camino a seguir.
Al finalizar el mandato del presidente radical, en 1991, Antín fundó la FUC. En ese momento, sintió que la docencia era su lugar indicado y abandonó el deseo de filmar por otro no menos noble: el deseo de que otros sepan por qué querían filmar y pudieran saber cómo hacerlo. Lo que pasó en la FUC le dio la razón, más allá de que ningún cineasta de hoy se le parezca. Su ausencia ya empieza a sentirse entre quienes amamos el cine.
*Publicado con otro título y en otra versión por Revista Ñ en el mes de septiembre.
Roger Koza / Copyleft 2024
AntinManuel todo un simbolo de aquella generacion de los jovenes viejos de la decada del 60, cuando la cinematografia mundial, daba un golpe revolucionario a las nuevas formas esteticas y porque no, tematicas de narrar una historia.