¿EN DÓNDE SE ESCONDE TU SONRISA?

¿EN DÓNDE SE ESCONDE TU SONRISA?

por - Ensayos
16 Dic, 2010 04:21 | comentarios

por Roger Koza

Una anécdota: un cineclubista piensa programar La sonrisa de mi madre, la maravillosa comedia anticlerical de Marco Bellocchio en donde un pintor ateo debe lidiar con la voluntad de su familia de convertir a su madre en santa. El cineclubista toma una decisión: mostrará en tres pueblos cercanos entre sí la película en cuestión.

Un miércoles presenta el film de Bellocchio en una localidad X. La película resulta un éxito. La gente se ríe en fragmentos inesperados, festejan algunas secuencias como si se tratara de chistes y el programador no siempre entiende el porqué de la carcajada colectiva. Como sea, está contento: no es fácil arrancar risa de una audiencia.

Tres semanas después, decide llevar la misma película a un pueblo en el que también tiene un cineclub. Una vez más, el cineclubista, ahora entusiasmado por su experiencia previa, introduce el film como una de las grandes comedias del año, incluso de la década. Y el éxito le sonríe, como suele decirse. Sí, el público se ríe muchísimo, más aún que en la función anterior. ¿Será por ese señor medio pelado que contagia con su risa al resto del público? Es un reconocido escritor, una persona culta, alguien que sabe perfectamente que el humor define secretamente la naturaleza de la identidad, acaso la especie: ¿no es él un admirador de Henri Bergson, el filósofo que le dedicó un libro a la risa? El calvo erudito y jovial funciona como un faro en la improvisada sala: él advierte la comicidad sutil y el resto lo sigue, se ríe con él, pues las comedias suscitan una inteligencia colectiva. En otras palabras, una comunidad efímera se revela ante el espíritu de seriedad que siempre pone en tela de juicio el poder simbólico de la risa. El relato delirante sobre la canonización de una mujer cualquiera, o mejor dicho, la invención de una santa, jamás irrespetuoso pero sí inclemente en manos de Bellocchio, constituye una prueba de libertad. La audiencia responde bien.

El cineclubista, feliz por su elección, vuelve a programar la película. La sonrisa de mi madre llega a una localidad intermedia, entre el lugar de la primera función y el pueblo de la segunda. Ha pasado tan sólo un mes. Envalentonado y exaltado, el cineclubista, a sala llena, habla de la película de Bellocchio como si se tratara de una obra maestra, una comedia singular en donde se puede apreciar la esencia del humor italiano, la inteligencia cómica de un director marxista y los ecos del psicoanálisis como discurso que disloca los saberes y los torna cómicos. El cineclubista, posiblemente, exagera, pero lo respaldan las carcajadas de las dos funciones anteriores.

Termina la función y en un silencio absoluto adviene el misterio. En esta ciudad X, en donde muchos esperan la llegada de seres celestiales (ET y Cristo en un navío espacial, o Alf bajo las órdenes de Siddharta Gautama), la película de Bellocchio resulta un drama. Nadie se ha reído, literalmente nadie. Les ha gustado la película, le informa un habitué al cineclubista perplejo, pero por otras razones: “es un film muy triste, en el que se notan las consecuencias de la falta de espiritualidad”. El cineclubista, entre cabizbajo y angustiado, aprende una lección: la comedia como género y lo humorístico como expresión de un estado de libertad constituyen un fascinante fenómeno sociológico cuya complejidad excede a su capacidad predictiva. Si bien las audiencias de sus cineclubes son parecidas (edad, clase social, educación), sin embargo, la cultura y la idiosincrasia de esos pueblos, a pesar de su cercanía, reúnen sujetos que viven y experimentan lo humorístico en coordenadas simbólicas disímiles. Así reflexiona, y está en lo cierto.

La anécdota artesanal del cineclubista se repite a gran escala en cualquier festival de cine. Los programadores, a la hora de elegir una comedia, detectan, conscientes o no, un problema central del que se predica la esencia de lo humorístico: las mejores comedias son aquellas que, a propósito de algo singular y específico, pueden localizar en algo concreto un rasgo universal. He aquí el secreto de Chaplin: su vagabundo es el hijo bastardo de la revolución industrial. Inglés o estadounidense, no importa: su errancia callejera era (y es) comprensible para alguien de París, Buenos Aires y Estambul, y ni siquiera deslegitima la figura del pordiosero la paradoja de que Chaplin hizo su fortuna interpretando a un sujeto que carece de bienes materiales.

Dice Milan Kundera en El telón: “No nos reímos porque alguien queda en ridículo, porque es motivo de burla o es incluso humillado, sino porque se descubre, súbitamente, una realidad en toda su ambigüedad, las cosas pierden su significado aparente, el hombre que está frente a nosotros no es lo que cree ser”. La premisa de Kundera es aplicable a toda comedia. ¿Hasta dónde alcanza una película a desnudar el orden simbólico que sostiene una práctica? ¿Hasta qué punto alcanza un director con su mirada a develar el carácter contingente de nuestras creencias? Las grandes comedias son aquellas que producen una rajadura sobre lo establecido, liberan la mirada e inducen a mirar las cosas con cierta piedad. Piedad de especie, piedad horizontal, pues la sabiduría de la comedia consiste en equiparar la precariedad en la que vivimos secretamente y la inconsistencia no reconocida propia de todo orden simbólico. En efecto, la justicia de lo cómico reside en corroborar el carácter abierto de lo real, o cómo un todo, investido por múltiples discursos que logran borronear la invención y su genealogía, es en última instancia una costura imperfecta. En este sentido, un film como Una pareja perfecta, de Ficarra y Requa, en donde Jim Carrey interpreta a Steve Russell, un mentiroso y estafador compulsivo, importa más por su desenmascaramiento de un orden social definido exclusivamente por el dinero como divisa excluyente de la naturaleza humana que por su política de la identidad (aunque incluso ahí es un film más radical que, por ejemplo, Mi familia, de Lisa Cholodenko, en el que se propone un modelo de familia liderado por lesbianas, apostando indirectamente a una estructura familiar clásica en la que no importa demasiado el deseo de sus miembros, por no hablar de los prejuicios de clase que el film trasluce).

Si bien las grandes comedias suelen ser subversivas, existen comedias conservadoras, quizás falsas comedias, que suturan el orden simbólico que en un primer momento prometen cuestionar o, como lo podría expresar Kundera, clausuran la ambigüedad. Es por eso que El hombre de al lado resulta paradigmática para pensar esta última categoría. Se trata de una comedia exitosa, alabada por la crítica y ganadora de varios premios en distintos festivales; nadie parece dudar de las virtudes del tercer film de Mariano Cohn y Gastón Duprat.

El plano inicial no permite dudas: dividido en dos, en un falso plano-contraplano, vemos una pared blanca y otra negra; en realidad, se trata del afuera y el adentro de una misma pared que está siendo martillada. Es un dualismo conceptual omnipresente en la totalidad del film: blanco-negro, grasa-snob, luz-oscuridad, voluptuosidad inconsciente-ascetismo involuntario, antagonismos al servicio de una tesis: existe una guerra de clases sin concesiones, amparada y sostenida aquí en una misantropía supuestamente humorística. En todo el film, a ningún personaje se le otorga un estándar mínimo de clemencia, y en la totalidad del relato sobrevuela un tono perverso jamás cuestionado (los dedos de Aráoz convertidos en dos piernas femeninas de cabaret bailando, rodeados de fetas de embutidos, bananas y otras especies, ofreciendo un numerito pseudo erótico a una preadolescente en un heterodoxo teatro de títeres, es la exposición inconsciente de un concepto de perversión aplicado a una clase).

La historia es sencilla: un famoso diseñador, Leonardo (Rafael Spregelburd), que vive con su hija y su mujer (y su mucama) en la única casa diseñada por Le Corbusier en América Latina, se sentirá intimidado por la presencia de un vecino que se ha mudado al lado de su casa y con quien comparte una medianera. Víctor (Aráoz) sólo pide un poco de luz, y considera que abrir una ventana es un derecho casi indiscutible, al menos hasta que se enfrenta con Leonardo, que reclama su derecho a la privacidad.

El hombre de al lado, a quien el film nunca le otorga el estatuto de vecino, es ostensiblemente miembro de otra tribu. Hay una escena autoconsciente cuyo propósito pareciera ser establecer una distancia respecto de los personajes snobs. Leonardo le cuenta a unos amigos una anécdota que vivió con Víctor. Su descripción es siempre peyorativa, aunque el diseñador encuentra cierta vitalidad en el grasa de su vecino que le llama la atención (o quizás lo envidia). Después, Leonardo, junto con otro amigo, escuchará música, el único instante en el que se cuestiona a Leonardo y a la gente de su clase, descontando, lógicamente, la decisión que el personaje tomará en el desenlace y que los realizadores desaprueban.

En una escena ideológicamente crucial, Leonardo espía, junto con su mujer, a Víctor teniendo sexo con una mujer más joven, un contraste esquemático entre los placeres obscenos y primitivos de Víctor y el deseo sublimado en creatividad del culto Leonardo. Cohn y Duprat subrayan todas las diferencias posibles, y a lo largo del film aumentarán la fricción entre los personajes hasta encontrar una resolución diferida y cobarde de este retrato de clases enfrentadas. Pero la perspectiva del film no es imparcial. Es por eso que en muchos enfrentamientos entre Víctor y Leonardo, sobre todo aquellos que tienen lugar en sus respectivas ventanas, la posición de la cámara adopta la mirada de Leonardo. La concepción formal de esas escenas explicita una perspectiva. El plano es la conciencia de los jóvenes directores. Así, nunca vemos cómo mira Víctor, y por eso todos los elementos humorísticos recaen sobre su conducta, excentricidades, giros idiomáticos, ocurrencias.

No hay comedia que no sea ideológica; por eso, en donde se esconde nuestra sonrisa también se descifra nuestra (in)consciencia de clase, nuestros (pre)juicios y nuestro modo de estar en el mundo. Las grandes comedias nos cuestionan; las otras, simplemente, refuerzan lo que creemos ser, y lo que suponemos son los otros.

Foto: El hombre de al lado

Este artículo fue publicado en el número de diciembre-enero 2010-11, de la revista Quid.

Roger Alan Koza / Copyleft 2010