ENCUENTRO CON UN CINEASTA NOTABLE: PETER BROOK (1925-2022)
Desde los primeros tiempos, quienes se dedicaron al cine reconocieron un peligro, entre otros, en una tradición añeja en materia de representación: el teatro. Paulatinamente, el cine estableció diferencias sustantivas: la interpretación se definía por la discontinuidad, el espacio por su heterogeneidad y el tiempo era esencialmente otro. El concepto de puesta en escena, incluso, el cual parece vinculado al teatro, tuvo otra acepción en el cine, acaso inconmensurable. Pero la gran diferencia entre el cine y el teatro es básicamente otra: el plano. En el teatro no existe, y en el cine es la mínima unidad que lo define.
Peter Brook fue un hombre de teatro, una eminencia, un creador. Como cineasta se lo suele recordar como el responsable de Encuentros con hombres notables, un relato biográfico del fundador de la escuela del “cuarto camino”, que si bien puede suscitar la atención de quienes sienten atracción por el esoterismo, no deja de ser una hermosa película de aventuras. Más allá de que se trate de George Ivánovich Gurdjieff, el entusiasmo que transmite la película por el conocimiento religioso y científico no está ceñido a santificar al maestro armenio; más bien, la película univesaliza el deseo por saber y al hacerlo se inclina a contar el viaje del buscador como si se tratase de una expedición en territorios secretos y lejanos en los que se resguardan tesoros y enigmas. Las danzas derviches de los últimos quince minutos en un monasterio perdido son secuencias preciosas; ostentan una geometría en la composición que habla materialmente de un cineasta, no de un director de teatro con una cámara.
El inicio cinematográfico de Peter Brook es sorpresivo. El plano secuencia que atraviesa la superficie casi completa de una cárcel del siglo XVIII en The Beggar’s Opera luce como una declaración de principios: “He aquí un cineasta”, porque la proeza del movimiento de cámara es indesmentible. En efecto, el debut de Brook es un libidinoso musical interpretado por Laurence Olivier. El célebre actor británico encarna a un mujeriego y aventurero que anda en su caballo de aquí para allá asaltando carretas hasta que va preso. En el epílogo el capitán MacHeath (Olivier) llega hasta el caldaso como si fuera una estrella de rock: el pueblo aplaude y dos de sus mujeres lo besan casi al mismo tiempo antes de que pierda la cabeza. Acá se anticipa la gracia y la fueza de Marat/Sade; también se entrevé la seguridad de Brook para trabajar con muchos intérpretes en escena y el dominio del espacio como una categoría estética.
La indagación filosófica y la inquietud política impregnan muchas de sus películas. El señor de las moscas es un ejemplo de transposición cinematográfica. La notable novela de William Golding sobre el lazo social en circunstancias extraordinarias resplandece en su versión cinematográfica. Lo que sucede con un grupo de chicos ingleses que sobreviven a un naufragio en una isla solitaria es la representación en miniatura de una contienda dialéctica entre quienes apuestan a la razón para organizarse y quienes prefieren el ejercicio de la fuerza para garantizar la coacción social y su concomitante orden impuesto. Golding imaginó el escenario, Brook lo plasmó con la elocuencia necesaria para sustituir los silogismos del escritor por secuencias capaces de hacer oír y ver una disputa filosófica con consecuencias vitales. Lo mismo sucede con Marat/Sade, cuyo escenario se limita al interior de un manicomio en el que se pone en escena el asesinato de Jean-Paul Marat por Charlotte Corday. Las escenas se intercalan con canciones y son interrumpidas de vez en cuando por el Marques de Sade, que discute a fondo con Marat sobre los motivos inconfesables de la Revolución francesa destilando un deletéreo nihilismo en el corazón de la argumentación de su oponente. El gran protagonista es el Logos.
En la misma línea dialéctica, y con procedimientos no muy lejanos a los de Marat/Sade, aun cuando se trata de un documental, Tell me Lies cuestiona las representaciones y los lugares comunes con los que la sociedad inglesa de fines de los ´60 miraba a la distancia la guerra en Vietnam. La modernidad de Brook es absoluta: el empleo incómodo y reiterado de una foto (que luego se revela como un fotograma congelado) en la que se ve a una mujer vietnamita y su hijo completamente vendado pone en funcionamiento una especulación sobre cómo hacerle sentir indigación al pueblo inglés. La acumulación de procedimientos estéticos y modos de persuasión parece finalmente estéril. Ni un monje budsita en llamas ni la recreación de la inmolación de Norman Morrison alcanzan. Brook no dimite, pero es consciente del dilema.
Brook podría no haberse dedicado jamás al teatro, y su sola obra cinematográfica merecería admiración y respeto. Las películas ya mencionadas, u otras como Moderato Cantabile, donde se ocupa de una relación amorosa, o El Mahabharata, en torno al poema épico y mitológico del hinduismo, bastan para confirmar la inmensa curiosidad que orientó la obra cinematográfica del cineasta inglés. Fue un cineasta de alto calibre, un cineasta a secas, como bien lo demuestra la extraordinaria comedia titulada Ride of Valkyrie, la cual, prescindiendo casi de palabras, sostiene su comicidad en la eficacia de planos que se limitan a seguir las peripecias de un cantante de ópera que debe atravesar toda una ciudad para llegar a tiempo al escenario y cantar su parte. Este cortometraje feliz es suficiente para decir que el señor Brook fue un hombre de cine.
*Publicado en el mes de julio en Revista Ñ.
Roger Koza / Copyleft 2022
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