ENTERRADOS
Por Nicolás Prividera
“Nadie esperaba esta escena”, dice José Nun en TN. (Al menos eso es lo que leo en el zócalo, ya que el TV del bar está mudo, como los comensales que miran sin oir.) Pero hace meses que venimos viendo la paciente construcción de esta esperada escena: retroexcavadoras, jueces y periodistas buscando bóvedas enterradas. Lo inesperado sea acaso la escena de la detención, y su escenario gótico. Pero el ladrón acarreando billetes estaba presente en el imaginario incluso desde antes que una famosa serie lo pusiera en escena: se trata, por supuesto, de una escena “cinematográfica” que acompaña al cine desde sus inicios (baste recordar The Great Train Robbery de Porter).
El cine, pródigo en escenas de robo, no lo es menos en acarreos de botín. Incluso son esas escenas (generalmente finales) las que definen el subgénero de “asalto frustrado”: el dinero ocupa lugar (como excrecencia impúdica de la avaricia) y es su arrastre lo que lleva al criminal a la muerte, a la cárcel, o simplemente al fracaso (como en The Killing, donde a los billetes literalmente se los lleva el viento). Es por eso que el cine prefiere, también, a los ladrones de medio pelo antes que los de guante blanco: es más “cinematográfica” la montaña de dólares que la acumulación virtual. Por eso el capitalismo financiero encuentra tantas dificultades en ser trasladado a la escena (véanse por ejemplo los ingentes esfuerzos de The Big Short, en su esmerada traducción brechtiana: “¿Qué es robar un banco, comparado con fundarlo?”). Nadie lo sabe mejor que Scorsese, en el tránsito de Goodfellas a The Wolf of Wall Street (con esa parada intermedia llamada Casino).
He ahí también el por qué, en un país que apuesta a “la patria financiera” hace décadas, esta no encuentre nunca su imagen final: planteada desde sus orígenes como comedia costumbrista (Plata dulce) y anticipado su fin de ciclo como comedia negra (Nueve reinas), nunca tuvo su gran película (trágica). Como el menemismo, el cine hizo el retrato de sus evidentes consecuencias pero no de sus complejas causas. No es de extrañar que la última película que roza ambos extremos (Mauro) sea una tragedia mínima, atemporal, soterrada, tan lejos del verdadero centro de la escena como un ex funcionario sin protección enterrando su pequeña fortuna mal habida en un monasterio. Por eso un crítico complacido pudo señalar con sorna que es como “El lobo de Wall Street filmada por Hugo Sofovich”. Habría que preguntarse por qué no hay mejor director que se anime, en primer lugar a encontrar a ese personaje, que nunca encontraremos con las manos sucias en una pala.
El enterrador es un personaje sin grandeza (en ningún sentido), así como no hay ninguna grandeza en la escena ni en su puesta. Tal vez por eso es un suceso popular. Todo se asimila a la película de Ayala y Olivera, así como al papel protagónico de Luppi más que el “secundario” de Arteche (interpretado por Gianni Lunadei, eximio representante de garcas argentinos) que le ponía el dinero en la mano para luego hacerlo desaparecer en su financiera: ese era el verdadero héroe secreto del film, y acaso el agente también de su éxito (en un país que suele glorificar al que “la hizo bien”, en curiosa conjunción de ética y estética). Tal vez por eso un film como La parte del león haya sido su perfecta contracara: una película que nadie quiso ver, acaso porque el hombrecito gris que soñaba con salvarse mientas todo se derrumbaba a su alrededor era una figura demasiado cercana.
El mismo Aristarain vuelve sobre el personaje para invertir su signo en Tiempo de revancha (con Luppi contra otro Arteche), pero es La parte del león (filmada en el corazón de la dictadura) la que expresa sin misericordia la corrosión que el neoliberalismo produjo en la subjetividad. La misma que asoma hoy bajo el mismo sintagma que acuñó entonces Thatcher para imponer sus políticas: “no hay alternativa” (es decir: nosotros no somos buenos, pero es lo que hay…). Porque lo que la escena misma (televisada hasta el cansancio) pretende enterrar es la idea de que hay política por fuera de la corrupción (y del mero discurso anticorrupción): como en los monótonos años 90, lo que esa escena quiere significar es que solo nos queda la resignación, la complicidad o el cinismo. Habrá que ver si esta vez otra escena posible encuentra su representación, en la política o en el cine.
Nicolás Prividera / Copyleft 2016
Qué análisis profundo. Me dejó pensando mucho en esas secuencias de películas y sus mensajes de fondo. Muchas gracias.