ESA COSITA LOCA LLAMADA SHARON TATE. PIRUETAS EN LOS SESENTAS.
Tan cuidadoso como lo exige el afecto por los mitos que se escinde de la cinefilia cuando ésta se ajusta a la noción de que no se trata sólo – elijan ustedes el reduccionismo – de una re(contra)colección de datos enciclopédicos apilables o de una congestión gélida de análisis teóricos (por supuesto que es todo esto pero quiero decir que también representa las siguientes cosas, y me voy a quedar corto como Maltés: hermandad sin camisetas subjetivas, integración genuinamente pluralista, paganismo idólatra audiovisual [y/o: rendición incondicional a la deificación], laborismo pobremente asalariado, dedicación ricamente ad honorem, devoción come-agendas y [no: acá va “e”], insisto, otras cosas), me encontré durante todo un día revisando cronológicamente las seis películas (las nueve: trabajó de extra en Barrabás, de Richard Fleischer [= alimento balanceado para los leones], y en The Americanization of Emily, de Arthur Hiller [= mera “chica linda” a la vista de unos militares borrachos y no de los espectadores], + un cameo de regalo en El bebé de Rosemary, de su Roman Polanski) en las que actuó la fragilidad pelirroja de esa texana diminuta forjada en algún Jabón Lux Actors Studio nombrada Sharon y apellidada Tate llamada Sharon Tate.
Permítanme aclarar primero que esta nota sería errónea por redundantemente amarillenta si cayera en el cliché abisal sumamente desagradable de vincular a Tate, una-vez-más, con su muerte trágica a manos de ya-sabemos-quién. En otras palabras, lo que me impulsó a ver sus películas fue la llegada de Había una vez en Hollywood (la novena película) de Quentin Tarantino pero, también, la indigencia de historicismo en torno a su filmografía diminuta –no texana sino hollywoodense–, resultado, clarísimo está, de vincular a Tate, una-vez-más, con su muerte trágica a manos de ya-sabemos-quién en perversa e insistente exclusividad. Para ser sinceros, la precariedad de información sobre la filmografía de Tate podría deberse también a que tampoco fue una actriz talentosa (no sabremos si hubo podido serlo, gracias a ya-sabemos-quién). Con esta categorización no estamos siendo maliciosos porque ella era la primera en afirmarlo. Consta en actas virtuales de www.imdb.com que uno de sus compañeros en la comedia italiana 12 + 1 (en el tano original: Una su 13), el gran comediante de dientes frontales separados Terry-Thomas (sus otros compañeros de 14 quilates fueron los 140 kilos de Orson Welles en la piel de un circense Markau y “… la partecipazione straordinaria di Vittorio De Sica”) dijo que Tate le dijo al presentarse ante él en su primera jornada de rodaje, luego del Hola, Terry:
No soy buena actriz pero soy buena para que nadie lo note.
Sinceramente, Sharon.
Dijo, decíamos. En esta película, de 1969 –su última, la póstuma porque fue estrenada en Estados Unidos el 1 de mayo de 1970 (distribuidores con “badTa(s)te”, qué mal gusto)– ella es Pat y enloquece al personaje de Vittorio Gassman a tal punto que éste se olvida de que Cladia Cardinale lo está esperando en la cama del hotel vestida con unas gotas de Campari. Es la película más desorganizada pero con más presencia en pantalla de T
ate y en la que pareciera confirmar que la comedia le sentaba casi de forma innata y que en este género a lo mejor pudo haber desarrollado una veta histriónica menos indigna ante los machos-alfa que le ponían de compañeros de reparto para que hiciera de comic u ornamental relief. Pero las hipótesis contrafácticas tienen posibilidades infinitas, como infimitas fuero las chances temporales que tuvo Tate para intentar que nuestras hipótesis hoy sean tesis.
¡Sharon Tate vs. Nancy Kwan!
Árbitro: Bruce Lee
Pasemos a otra cosa. ¿A The Wrecking Crew –o La mansión de los siete placeres–, dirigida por el gran Phil “grosso-grosso de los años 40 y 50 devenido en jubilado autoral en actividad claramente bancaria” Karlson? Sí, a esa. En esta historia de aventuras roco-pop Tate es la side kick slapstick (según la Real Locademia Española: “ladera del héroe que anda a los tropezones y a las caídas de culo”) de Dean Martin, un agente al servicio de su majestad Johnny Walker que intenta cobrar las rentas audiovisuales de James Bond, llamado en los libros y en sus adaptaciones al cine Matt Helm, mujeriego a más no poder (…estar de pie por efecto de sorbos continuos de su majestad).
A los bifes: tener en cuenta, hoy, el dato de que la pelea de Tate contra una pre-exploitation-‘70s Nancy Kwan, de China con fulgor, fue coreografiada por un Bruce Lee pre-estrellato-‘70s contribuye a embriagar de leyenda la evocación de esta escena (gracias a YouTube podemos verla completa las veces que queramos verla completa). Lee, que es el asesor de artes marciales en la que fue la última película sobre Helm, dirigió los movimientos de Tate en persona. Lo imaginamos (le gustaban las blondas occidentales sin defectos dentales) haciendo cucharita con Tate envuelto en ese jogging amarillo con raya negra al costado que el departamento de vestuario de Kill Bill confeccionó en 2003 para Uma Thurman y alguien en el de I-Sat, para Alfredo Casero poco tiempo después.
No todo es marcial o hilarante en The Wrecking Crew. También hay planos de ojetes a rolete. Los swinging sixties no se privaban de “close-ass-ups”, los muy “sexist sixties”. Un travelling que acompaña en primer plano la cola embutida en minifalda blanca de Tate es ensamblado, por libidinoso raccord, con la toma de otra maxicola en minifalda. (Pl)ano y contra(pl)ano, y no cambien de canal que ya llegan Las paquitas de Tinto Brass.
No hagan (c)olas
Para ir ganando tiempo, omitamos la posibilidad de hablar de El ojo del diablo (Eye of the Devil, 1967), producción inglesa de J. Lee Thompson inmediata, insensatamente pos-Los cañones de Navarone en la que David Niven deambula como un fantasma hereditario por el castillo ancestral de su familia a la espera de un destino aciago mientras David Hemmings practica el tiro al pichón con arco y flecha, Donald Pleasence oficia de sacerdote sacrificial y la Tate nuestra de cada párrafo esgrime una mirada siniestra de bruja medieval cuyo única devolución cinematográfica gentil es la escena en la que hipnotiza a Deborah Kerr para que se tire desde el techo del castillo, o aquella otra en la que convierte un sapo en una paloma en un estanque de la propiedad.
No es misión fácil evaluar la filmografía de Tate porque hay un par de películas en las que su presencia no supera la profundidad estética de un anaquel de Barbie…
¡Ah! Hablando de Barbie: No hagan olas (Don’t Make Waves, 1967), última película de Alexander Mackendrick (autor de al menos dos cúpulas sagradas de la comedia británica con Alec Guinness, El hombre del traje blanco y El quinteto de la muerte), le vino como anillo al dedo a Tate porque su personaje, una chica playera de novio ultramusculoso, superlampiño y cuasi albino llamada Malibu, se la pasa caminando en bikini sobre la arena dejando una estela maris de sex-appeal que Tony Curtis sigue como Hansel sin Gretel hidratado por su propia baba. Escuchamos la canción homónima de los títulos por The Byrds y, acto seguido, chicas y chicos bronceados estructuran la geografía estética de esta comedia a pleno sol por debajo de la cual no hay mucho más que eso ni por encima tampoco. La participación de Tate es ornamental en doble sentido: Tony Curtis, como dijimos, se obnubila con ella cuando la ve practicar piruetas sobre una cama elástica empotrada en la playa a la vista de los bañistas. Su bikini sirvió de húmedo molde de fábrica para la “Barbie Malibu”, una versión de la muñeca oblonga más famosa del mundo que lanzaron en los poco nudistas sesentas. Pero, ,¿quién es Malibu por dentro de Tate? Una oxigenada e inocentemente lúbrica post-Marilyn Monroe proto-Sarah Fawcett antes de Majors del cine major (o Mayer: No hagan olas es producida por la Metro-Goldwyn-etcétera) que no habla sino que más bien suspira al pronunciar sus pocas tontas frases, la característica manera sensual de exha(b)lar que emplea en toda la película. La sustancia dialogal revela asombrosos paralelismos literales con producciones argentinas como Los bañeros más locos del mundo, y esto no es un chiste aunque lo parezca. Hay exactitud: Malibu se planta en bikini ante Curtis en el íntimo interior de una casa rodante:
¿Usted me encuentra atractiva? Mi novio dice que no debemos hacer más el amor.
Shockeado, Curtis hace mutis…
Tate recarga:
¿Usted qué opina, dígame?
Con gesto exasperado de hormonal proto-Emilio Disi noventoso símil pos-Olmedo ochentoso, Curtis responde como tartamudo:
Yo…yo cre-creo que no… no se-sería sa-saludable para una jo-joven tan s-s-sa-sa-s-s-sa-sana y hermosa co-c-como-como usted…
Mis dientes en su cuello
Pudo ser un caso distinto el de La danza de los vampiros (The Fearless Vampires Killers aka The Dance of the Vampires aka Your Teeth are in My Neck, 1967) pero a la postre y café incluido terminó resultando afín a la cosificación de la efigie sensual de esa cosita loca llamada Sharon Tate: la sabrosa Sarah Shagal, la vampira que hace Tate en la película de su Polanski aspira a no ser mordida por un conde vampírico mientras el mudo que interpreta su Polanski le mira el escote transilvano boquiabierto y patitieso. No hay ADN intencional del cineasta polaco para elevar el estatus de la presencia de Tate en pantalla a estatuto cualitativo. Sin proceder a una condena plenaria, la verdad es que hay poca diferencia entre esta comedia chupasangre y Don’t Make Waves. Retrotrayéndonos piadosamente a la época tampoco sirve demasiado. Por esos años Paul Mazursky ya estaba escribiendo su opera prima, exitosa en boleterías y en cosecha crítica, Bob & Carol & Ted & Alice (1969), una comedia sobre el sexo con sexo prístino pero incómodo y menos gracia de la que simulan las risas nerviosas (bah, Elliot Gould siempre te hace reír) que interpeló a una generación de hipócritas sexuales de normativas solemnes sobre sus modus operandi bajo las sábanas a la vista de nadie. A fines de los sesentas –puntualmente podemos hablar de 1969– el cine adulto vino a desplazar el ridículo de las playas a lo Hawaiian Tropic y el vóley con música surf (menos mal que al menos había buena música surf), que retornaría en los ochentas con el logo de Rob Lowe en los flyers de promoción.
Coda nudie
Momento, no nos vayamos sin mencionar Valley of the Dolls (1967), un musical de reflujo ácido lisérgico involuntario estrenado en Argentina en 1968 como El valle de las muñecas que alcanza un Everest psicotrónico cuando ambienta un número de canto y baile en las instalaciones de una institución psiquiátrica en el que la protagonista, que no es Tate, le canta a su novio, un pobre convaleciente en silla de ruedas. Tan candente venía el paulatino ascenso de la temperatura publicitaria en torno a Tate, que fue una de las tres que subieron al podio ganador para interpretar el papel que al final hizo ella. Primero lo rechaza la semidiosa nórdica Ursula Andress y luego se toma el palo Raquel “Very” Welch. Ingresa Tate al final de un ta-te-ti. Papel, papel, el que lo espera es para él, ¡para ella!
Aquí, Tate es la actriz de películas “nudies” (= de desnudos) (y “cuties” = de ¿pellizcones?) y (dice “and”) “uncensored” (= sin censurar) Jennifer North, un detalle de cine (de culto) dentro de cine (“bubblegum”, la escisión pasatista como chicle del cine de la cultura pop) más propio de Quentin Tarantino. Mediante una secuencia con varios travellings callejeros, con algunos inserts en interiores de locales sórdidos de la noche, podemos apreciar la marquesina de un cine que anuncia en la vereda The Flame of Montmartre. Starring Jennifer North”, ilustrada con afiches de Tate en plan North en topless a go go interpretando a una musa lúbrica francoparlante llamada Gabrielle. Un rol no desafiante, pero sí positivamente impúdico.
En la cama le habla a su esposo en francés subtitulado:
Si no fueras mi marido estaría locamente enamorada de ti.
Foto y fotogramas: Bruce Lee y Sharon Tate; 2) The Wrecking Crew; 3) Eye of th Devil; 4) Valley of the Dolls.
Miguel Peirotti / Copyright 2019
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