ESCENAS DESNUDAS
Por Roger Koza
Empecemos con una voz ajena pero cercana, sabia y en esta ocasión precisa y decisiva. Dice: “¿A quién llamas malo? Al que siempre quiere avergonzar”. Un aforismo después, este clarividente inesperado enuncia otra pregunta con su respuesta inmediata: “¿Qué es para ti lo más humano? Ahorrarle a alguien la vergüenza”. En la máxima siguiente de La gaya ciencia, Friedrich Nietzsche remata con una verdad pragmática que no admite siquiera una refutación indecente e insidiosa: “¿Cuál es el sello de la libertad alcanzada? Ya no avergonzarse más ante sí mismo”. Tres sentencias breves y consecutivas que sintetizan toda una ética y una política.
Tema vasto e incluso hermoso, incidente de cualquier relación que uno establezca consigo mismo y con los otros, la vergüenza es el sentimiento que despliega en segundos todo un sistema de valores y el lugar de uno y los otros frente a ese sistema no necesariamente compartido. Alguien se descubre mentiroso, porque otros han detectado la inconsistencia de una acción y el discurso que la desmiente, y frente a ese desnudo ontológico apenas consigue sostenerse ante la mirada del otro. Él o ella no son como se creía, y en la escena compartida la vergüenza se apodera de toda la dimensión emotiva de ese individuo. Sentimiento poderoso, inclemente si todavía se tiene escrúpulos, la sustancia del yo es casi táctil cuando se siente vergüenza.
No siempre la vergüenza se activa en la falta. En ocasiones, el ocultamiento de alguna virtud que se posee, pero de la que se descree por motivos ajenos a esta, se descubre ante los otros, y ese sentimiento ingobernable vuelve a dominar la inmediatez de la experiencia. Un tímido escritor –por ejemplo– viene resguardando las páginas que escribe durante mucho tiempo, horas de trabajo que celosamente fueron aisladas de la opinión de los otros. Un día cualquiera ese texto adquiere una audiencia y ese mundo protegido en la intimidad queda a la intemperie y a la consideración ajena. Así funciona la vergüenza: es el sentimiento que une la intimidad con lo público, el deseo con los valores. En la ruptura involuntaria entre lo que se enmudece por pudor y temor, y aquello que la fuerza del mundo reclama, la vergüenza es tan solo la viscosidad simbólica que recubre algo que se quiere o en cierta forma lo que define sigilosamente la experiencia; una cualidad, a veces afirmativa, a veces negativa, íntimamente ligada a eso que se denomina persona.
Hay otra dimensión de la vergüenza. Es un sentido mayor que le compete al vocablo, en el que la vergüenza ya ni siquiera es ajena. Sabemos muy bien reconocer esos instantes en el que un hombre o una mujer demuestra su desvergonzada vileza o incurre en una acción que menoscaba los valores mínimos que se comparten en una comunidad cualquiera. A nadie se le escapan los esfuerzos de un hombre mediocre por ascender en la escala social y acopiar poder para imponerse frente a otros y deponer su insignificancia. Pero acá estamos hablando de una vergüenza mayor, una de especie, de una índole que embarga a la humanidad en su conjunto. Nuestro ejemplo más a mano, por su cercanía e inexcusable evidencia, podría ser el Holocausto. En verdad, todos los genocidios convocan esa dimensión impersonal de la vergüenza. Es la vergüenza que descubre Primo Levi en los campos, o la que todavía persiste en nuestra memoria cuando en una manifestación pública, tras la huida en helicóptero de un presidente inepto, veíamos cuerpos ensangrentados que yacían en el medio de una plaza. Esa vergüenza excede al yo, pues se trata de una vergüenza de especie, desatada por acciones que ponen en duda el esfuerzo remoto, en el que se ha insistido colectivamente desde hace milenios, por progresar a través de signos para superar lentamente la mera animalidad y alcanzar así un estadio abierto pero en desarrollo. Estadio en el que el hombre pueda ser definido por otros fines aparte del de la mera supervivencia.
¿Cómo filmar entonces la vergüenza en sus diferentes manifestaciones? La vergüenza que se siente en el fuero íntimo, vieja expresión, por cierto, suele visibilizarse en escenas que se refieren a la sexualidad y el dinero. Algo que no debería constituir un problema, como la voluptuosidad, ha sido una constante dramática en la forma en que un hombre o una mujer regulan sus deseos y creencias y los contrasta a su vez con las demandas del otro. Ese otro puede llamárselo, como dicen los psicoanalistas, el gran Otro. En una escena genial, en el inicio de La sonrisa de mi madre (2002), magnifica película de Marco Bellocchio en la que un hombre incrédulo descubre que su madre puede ser beatificada por el Vaticano, su hijo pequeño llega a entrever que si Dios es una entidad omnipresente y lo ve todo, él jamás podrá pensar en soledad y ser libre. Lo que intuye el niño es que el Altísimo opera como un panóptico, quien además cuenta con un oído absoluto capaz de escuchar nuestros deseos inconfesables. De lo que se predica un vínculo conceptual entre la experiencia de la vergüenza y su condición teatral: la estructura de la conducta despunta en esa relación imaginaria. La vergüenza necesita a otro en el teatro de la consciencia.
El título ya denota su relevante posición como película acerca del tema. En efecto, La calle de la vergüenza (1956), la última película del maestro Kenji Mizoguchi, es prácticamente ideal para pensar a fondo el sentido y la forma de esa experiencia demasiado humana. La obra maestra del maestro japonés se sitúa en tiempos de la posguerra. Japón viene de salir de una devastación económica y simbólica. Desde el inicio, Mizoguchi ofrece las coordenadas de una crisis económica colectiva, lo que también suscita una revisión generalizada de la moral de una nación. La radio suena en el prostíbulo ubicado en el distrito rojo de Yoshiwara, y ya en el informativo se anuncia el posible cierre de las casas de placer en un clima social de descontento general. La economía libidinal y la economía tal cual la entendemos, como sucede en cualquier película relacionada con la prostitución, están yuxtapuestas. Eso, en Mizoguchi, es más que una intuición; es la clarividencia con la que él mira el conjunto de relaciones que se establece entre sus personajes, el organizador simbólico de todos los actos de sus criaturas.
La calle de la vergüenza cuenta en zigzags las distintas situaciones de las mujeres que trabajan en el lupanar en cuestión. No tiene una protagonista excluyente, más bien es el colectivo femenino su principal estrella. Una de las prostitutas sostiene a su marido desempleado y a su hijo recién nacido; otra también trabaja en esta profesión antiquísima para mantener a su hijo que vive en un pueblo lejano; la furcia más joven y hermosa, que parece enteramente interesada en juntar dinero, en verdad necesita una cuantiosa suma de yenes para salvar a su padre de una desgracia. El plantel, en general, proviene de las periferias, y casi todas las mujeres sin excepción han elegido este destino laboral como una forma de conjura de su indigencia en una sociedad empobrecida por los recientes acontecimientos históricos. Mizoguchi tiene la suficiente inteligencia para separar la necesidad material del placer, y en ningún momento le confiere al placer sexual un costado pecaminoso. De lo que se trata, en todo caso, es de la imposibilidad de elegir un camino laboral. De allí que en cierto momento un personaje exprese con total claridad la legitimidad de haber elegido vender su cuerpo.
Hay una escena inolvidable en La calle de la vergüenza, en la que el hijo de una de las prostitutas va a visitar a su madre sin aviso. Los planos medios y generales de Mizoguchi, siempre obstinadamente geométricos en sus respectivas composiciones, duplican la distancia entre los personajes en la propia mirada del público. En ese registro distanciado se ve entonces el momento en el que el hijo descubre a su madre como trabajadora sexual. La ve de lejos, y nosotros vemos cómo la ve él, a la distancia. En ese modo de aproximación a la experiencia del otro avergonzado, sucede algo único: la vergüenza del hijo por ver a su madre como un sujeto de deseo que se vende como objeto de deseo es atravesada por una perspectiva desprovista de toda moral. El dolor del hijo es ostensible, no menos que la dignidad de la madre cuando se entera posteriormente que su hijo la visitó. El encuentro tardío entre ellos, en las inmediaciones de una fábrica, es otra postal de la desolación. El hijo corriendo y alejándose de su madre, ella tratando de alcanzarlo, en un plano general exento de todo sentimentalismo, superficialmente frío, aunque legítimamente conmovedor, tiene una eficacia inolvidable en la ejecución de la escena. Así se filma un desencuentro y un hiato afectivo que proviene de la vergüenza sentida por un hombre al corroborar que su madre vive de vender su cuerpo.
Hasta aquí, la vergüenza del yo.
Volvamos a esa otra dimensión de la vergüenza, cuando esta ya ha perdido su impacto sobre el narcisismo herido. No hace falta invocar la vergüenza que provoca verificar en imágenes del pasado el entusiasmo de un pueblo alentando el delirio de su líder. Cada vez que vemos a Hitler gritando sus consignas y gesticulando como un imbécil lo más preocupante no es tanto el monigote adorado, sino la masa enardecida que festeja sus histéricos ademanes de clown. La vergüenza frente a ese espectáculo de masas, siempre listo para que se repita, es inmediato, como el desdén que se revela en el flujo de nuestros pensamientos. Lo mismo sucede cuando se comprueba la crueldad sistemática de aquel régimen y sus efectos. Si se quiere saber qué es la vergüenza en esta dimensión de especie, un plano de Noche y niebla (1955) es suficiente, y acaso intolerable.
Pero no es necesario acudir al mal hiperbólico del nazismo para identificar la vergüenza mayor que puede sentir un ser humano. En ocasiones, en actos imperceptibles y homeopáticos, también asoma esa versión abyecta de la vergüenza. Bajo ciertas condiciones de intercambio económico, como suele suceder a menudo, somos puestos a prueba, o simplemente llegamos a ser testigos de esa ignominia. En ciertas tareas laborales se nos incita incluso a ser cómplices de bajezas que desmantelan cualquier respeto por la dignidad humana. Es lo que finalmente siente el personaje que interpreta el gran Vincent Lindon en El precio de un hombre (2015). El obrero de la construcción al que le da vida el gran actor galo ha pasado por todas las humillaciones a las que nos tiene acostumbrado nuestra sistema económico global y vigente cuando un hombre mayor de 50 años tiene que reinsertarse en el mercado laboral. Finalmente recalará como guardia de un supermercado y tendrá que lidiar con los pequeños robos de los clientes. Al confrontarse con varios casos consecutivos, el personaje de Lindon no podrá seguir adelante. Obliterar la dignidad ajena, algo consustancial al trabajo elegido, le resultará imposible. Sentirá la vergüenza de ser un ser humano. Devenir canalla por el mero cumplimiento de una orden y una función no le parecerá una opción aceptable. Nietzsche tenía razón: la bondad reside en evitar la gratuidad de la vergüenza.
Este texto fue publicado por la revista Quid en la edición de febrero de 2016
Roger Koza / Copyleft 2016
Hermoso texto, el ante último párrafo me hizo acordar a un danzarín presidencial actual. Saludos!