ESCENAS FRENTE AL MAR: 55 FESTIVAL INTERNACIONAL DE CINE DE CARTAGENA: EL TRAVELLING HACIA ADELANTE O EL TRIUNFO DEL PASADO
Por Roger Koza
Desde la ceremonia inaugural se insistía en un mantra que intentaba ser la filosofía oficial de un festival de cine que tiene una larga y rica historia. Es cierto que 55 ediciones para cualquier festival no es un número menor. El Festival Internacional de Cine de Cartagena (FICCI) está entre los festivales más maduros que se han sostenido en la región y eso supone una tradición. El mantra polifónico tan lacónico como sintético decía así: “Somos lo que fuimos”. La insistencia era sorprendente y sistemática. En el material gráfico y visual, en las presentaciones de las películas y en cualquier ceremonia institucional alguien se encargaba de recordarlo y nadie parecía dudar de la veracidad de la sentencia. En su aplicación, esta pasión doctrinaria excedía al cine. Era un enunciado cultural.
Una primera reformulación crítica: todo pasado fue alguna vez presente y a su vez ese período acontecido tuvo que confrontarse con otro tiempo pretérito. Si se trata solamente de cine, el pasado de éste necesita ser vitalmente revisado una y otra vez, y es probable que si uno lo desconoce, por ejemplo, una película del presente como Cavalo Dinheiro, de Pedro Costa, resulte una anomalía inconmensurable para el gusto dogmático. Confieso cierta vergüenza por no haber premiado el último film de Costa, al que considero una obra maestra y una película clave para entender la transición del cine de su estadio analógico ya extinto a una nueva existencia digital. En Cavalo Dinheiro, la ya irreductible mutación ontológica de la imagen halla una misteriosa forma de continuidad. Véase el concepto lumínico general del film, el trabajo meticuloso con las sombras y la penumbra como una delimitación del campo visual. El gran Ventura, el personaje conceptual y real de las últimas películas de Costa, materialización viviente de la subjetividad del inmigrante sin raíces del siglo XX, bien podría haber transmigrado desde un film de Jacques Tourneur. Sin duda, se trata de un reenvío directo al pasado de una tradición, pero dicha operación, a su vez, actualiza ese pasado en nuestro tiempo con otras coordenadas estéticas y simbólicas.
Que el jurado oficial, conformado por tres miembros, dos de ellos cineastas, no le haya otorgado el premio a Mejor director al realizador lusitano es como mínimo escandaloso. ¿Quién puede filmar una secuencia como la que tiene lugar en el ascensor en el que transcurre el desenlace de Cavalo Dinheiro? La genialidad objetiva de esa secuencia tendría que despertar la admiración de cualquier colega de Costa o al menos la inquietud de pensar un poco en cómo se puede todavía inventar algo jamás visto. Espacio mínimo y acotado, dos personajes, un trabajo sonoro formidable para incursionar en los efectos de la historia política. ¿Cómo filmar la Historia sin ilustrarla o visitarla a través del flashback? He aquí una respuesta singular, una invención radical de una forma cinematográfica.
Pero el jurado eligió –en todo su derecho– premiar a un director joven, cuya ostensible prolijidad formal ordenaba y controlaba el malestar que el relato ponía en escena. Es cierto que Héctor Gálvez fue muy cuidadoso a la hora de representar lo irrepresentable: NN es un film sobre desaparecidos que aparecen tardíamente como osamenta dispersa acompañada de algunos rastros materiales que constituyen signos posibles del desciframiento de la identidad de los que han perdido su existencia. La película padece una secreta tensión entre atender la experiencia de los familiares, aquellos que han sobrevivido a sus muertos y siguen en la búsqueda de sus fantasmas, y el hecho de seguir narrativamente el sufrimiento interior que vive uno de los investigadores y científicos del Estado, esos hombres heroicos que trabajan dando todo de sí en la búsqueda de los desaparecidos. Gálvez es tan respetuoso con su tema elegido que por momentos momifica involuntariamente su propia película y desplaza en demasía su preocupación a los sentimientos ominosos que van apoderándose del alma del investigador, protagonista de este drama histórico que curiosamente no historiza del todo la desgracia de sus personajes. Los travellings laterales y otros tantos hacia delante, sumados a un par de panorámicas precisas, convencieron al jurado de que aquí estaba la prueba de una dirección sin ambages. En verdad, dócilmente, obedecieron la consigna omnipresente del festival; al legitimar una forma de dirección cinematográfica, reificaron el pasado del cine y vieron ahí el gesto de un autor.
Una segunda reformulación crítica: el pasado pertenece también al presente y siempre es susceptible de reinventarse. La traducción de este cruce de caminos entre pasado y presente tenía una objetivación identificable en el conjunto de películas elegidas para la competencia de ficción. La nueva directora del festival, Diana Bustamente, jugó sus cartas, apostó fuerte y en sus propios términos, quizás sin proponérselo, ponía en jaque el leitmotiv del festival y su llamada a resguardar la fuente del pasado.
Sucede que había varias películas que revisaban el pasado para desmarcarse dialécticamente de él y en nombre de un porvenir libre del cine. Olímpicamente ignoradas, Ragazzi, del veterano Raúl Perrone, y Jauja, de Lisandro Alonso, junto con Branco sai, preto fica, de Adirley Queirós (nuestra elegida como mejor película), y la ya mencionada película de Costa (incluso la fallida comedia teológica Lucifer, de Gust Van Den Berghe, una especie de excursión gnóstica a un mundo prístino y puro, representaba una búsqueda nueva), constituían la línea de programación subversiva de la competencia oficial de ficción, pues todas ellas rompían con la obediencia irrestricta al pasado y amenazaban la estabilidad de un canon vetusto, el cual fue refrendado por los premios oficiales.
En efecto, cuando los miembros de un jurado dejan de hacerse preguntas y solamente vienen a impartir una visión del cine y su concomitante justicia estética –en la medida en que ésta coincide con sus saberes no cuestionados–, el conservadurismo estético se impone. Ixcanul, de Jayro Bustamente, puede ser tanto una película útil para advertir algunas cuestiones relevantes y urgentes que viven los pobladores originarios de Guatemala, como una denuncia directa de la corrupción estructural de ese país, en el que vender criaturas recién nacidas parece una práctica institucionalizada. Pero más allá de la corrección política y estética del film, no hay en Ixcanul ninguna señal innovadora, y menos aún riesgo alguno. ¿Quién puede estar en contra de este film? Sin embargo, hasta la presunta frescura de sus protagonistas responde a un cálculo, acaso honesto, de delinear la benevolencia del núcleo familiar protagónico, campesinos indígenas que viven en condiciones austeras y abandonados por el Estado. Ilustrar una causa, poner en imágenes y sonidos una injusticia social, eso es Ixcanul.
Bustamante toma algunas decisiones formales que denotan un poco de atrevimiento. Por ejemplo, evita la música folklórica extradiegética, una tentación que sobrevolaba desde el plano inicial cuando se ve a la protagonista en un primerísimo plano arreglándose para un ritual. Hay que concederle a Bustamante que el desfloramiento de la heroína no es justamente el que indicaría el manual característico de este tipo de films, aunque la escena en cuestión transmite un erotismo demasiado doloroso y en total desavenencia con algún sentido de placer. Es una escena que responde más que nada a un imperativo de un guión que a un genuino trabajo sobre cómo introducir la sexualidad en el relato o eventualmente explorar los placeres corporales en una cultura específica. Más bien esa secuencia debe estar ahí porque determinará la denuncia posterior, pero no deja de ser notoriamente heterodoxa.
El jurado oficial le concedió una mención a Branco sai, preto fica, y nosotros, el jurado de Fipesci, le dimos nuestro premio a la extraordinaria película de Adirley Queirós, un cineasta que hasta hoy no le debe favores a nadie y cuya película no se parece a prácticamente nada del cine contemporáneo. Como solíamos decir en otro tiempo, el segundo film de Queirós es un verdadero OVNI.
¿En que reside su insolente creatividad? En principio, Queirós ha logrado ir más allá de ese concepto anodino y propio de la biología y agricultura moderna conocido como hibridez. La comodidad del ahora llamado cine híbrido implica evitar pensar cómo en ciertas ocasiones el orden de lo real deviene en ficción o cómo la ficción incorpora las marcas de lo real. El punto de partida es un hecho histórico: en la periferia de Brasilia, en una sala de baile en el año 1986, la policía irrumpió en el local en cuestión con la excusa de buscar drogas. El grito fue: “Los blancos afuera, los negros adentro”, cifra que excede la cuestión racial y apunta directamente a la pertenencia de clase. En ese episodio brutal de abuso de poder, dos hombres –amigos del director– experimentaron los efectos directos de la microfísica del poder en sus propios cuerpos. Uno de ellos quedó paralítico; el otro perdió una pierna.
Branco sai, preto fica parte de ese hecho histórico pero ubica su relato en tres tiempos reconocibles: presente, pasado y futuro. En nuestro tiempo vemos a los dos personajes principales llevando adelante sus vidas. Uno de ellos tiene una radio clandestina y cada tanto retoma los eventos de aquel marzo de 1986. Hay algo terapéutico en sus programas, en donde canta sus raps y expresa una tristeza articulada en poesía callejera. El otro sobreviviente reúne prótesis y se las vende a otros inválidos; en ciertas ocasiones, además, dibuja. El pasado, por otra parte, extiende su sombra sobre el presente, y en algunas secuencias el material fotográfico del club de baile se intercala en la cotidianidad de los personajes. Por último, Queirós incluye a un visitante que viene del futuro y viaja a través del tiempo en un container. El viajero puede ser confundido con un lunático, pero su estado de ánimo no interfiere con su misión política: contrarrestar la impunidad de las fuerzas del orden. Es probable que el viaje no sea otra cosa que la visualización de una historieta que uno de los sobrevivientes dibuja cada tanto, una forma de venganza poética imaginaria que culmina con un ataque directo al poder centralizado en Brasilia. Como se puede adivinar, la complejidad de Branco sai, preto fica no es menor, pero una mirada atenta podrá verificar cómo las tres capas históricas se articulan con fluidez y coherencia. He aquí una poética del cine que no responde a los códigos de representación hegemónicos y naturalizados.
Hay otra dimensión física en Branco sai, preto fica que tiene que ver con una política del espacio. El propio título ya sugiere un problema público del territorio, una división entre espacios negados y habilitados. A propósito de esto, a Queirós se le ocurre un breve chiste genial: los habitantes de Ceilândia, es decir, todos los ciudadanos de la periferia, necesitan visa para pasar al centro de Brasilia. Este concepto de centro y periferia es fundamental: aquí se le otorga una visibilidad constante y preferencial a los modos de habitar de la periferia, la cual se filma siempre al ras del piso; el poder central y su arquitectura se mantienen en fuera de campo, y eso implica una forma de cuestionamiento. Solamente habrá una imagen de la capital y sus edificios en un dibujo tardío, y como tal servirá como ilustración de una fantasía, un ataque imaginario a la capital. Si se quisiera ver aún el costado documental de Branco sai, preto fica habría que atender a ese segundo film secreto que se puede descubrir en la forma general de filmar el espacio mientras avanza la narrativa principal.
Última reformulación crítica: lo más interesante de cualquier vida no reside tal vez en mantener lo que ya se es porque se respeta lo que alguna vez se ha sido, como si hubiera algo más auténtico en el pasado, una pista más originaria de la identidad. A veces lo más interesante es seguir los signos que nos llevan a convertirnos en algo enteramente nuevo y diferente, es decir, en devenir algo impensado e impredecible, si se tiene en cuenta las coordenadas simbólicas del pasado. ¿Por qué no pensar entonces que películas como Branco sai, preto fica y Cavalo Dinheiro son formas de un devenir posible del cine?
El cine del siglo XXI experimenta una transformación. Por un lado, están las películas posfotográficas como Interestelar y Lucy; por el otro, hay indicios de que en ciertas películas, como Branco sai, preto fica y Cavalo Dinheiro, una tradición dura de la cinefilia persiste y deviene, sin traicionar su pasado, en algo esencialmente distinto. La mayor aventura de la identidad estriba en llegar a ser algo que jamás se imaginaba.
Este texto fue publicado en inglés en la página de FIPRESCI en el mes de marzo 2015
Roger Koza / Copyleft 2015
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