ESCRIBIR Y PROGRAMAR DESDE LATINOAMÉRICA
“No se olvide que vengo de los trópicos”. El título de un bronce de 1945 de la escultora brasileña Maria Martins era una manera de reaccionar frente a la captura de su arte por una crítica universalista que solía decir que su trabajo se había desprendido de sus raíces tropicales, y que, por lo tanto, ahora, después de esa conversión, podría finalmente ser considerada en el mismo nivel jerárquico que los grandes nombres de la escultura del siglo veinte. La provocación de Martins nos ayuda a reevaluar hoy, en tiempos de transnacionalización, las ideas de un importante texto de Beatriz Sarlo publicado en 1997. En aquel ensayo, Sarlo reflexionaba sobre su participación en comisiones de evaluación de películas al lado de colegas europeos y norteamericanos: “Todo parece indicar que los latinoamericanos debemos producir objetos adecuados al análisis cultural, mientras que Otros (básicamente los europeos) tienen el derecho de producir objetos adecuados a la crítica de arte”. Aparentemente, las dos autoras apuntan hacia caminos opuestos: Martins resiste a la universalización forzada de su arte reivindicando su lugar de latinoamericana; Sarlo resiste a la exotización y a la sociologización del arte latinoamericano reivindicando la participación en un terreno común para la evaluación del arte en general. ¿Cómo pensar esas dos posiciones como una tensión dialéctica productiva frente a la circulación europea del cine latinoamericano hoy? ¿Cómo resistir a la sociologización y a la exotización del cine latinoamericano aún hoy practicada por los festivales europeos, sin recorrer necesariamente a un vocabulario universalista de la crítica de arte? Por otra parte, ¿cómo apuntar hacia una perspectiva latinoamericanista, sin transformarla en una reivindicación por fuera del arte, como si se tratara meramente de una cuestión de estudios culturales? Por fin, ¿cómo reivindicar las tradiciones de análisis formal particulares del cine latinoamericano para evaluar el cine contemporáneo en general?
Este ensayo se basa en parte de mi producción crítica de los últimos años y en algunas experiencias personales como programador y jurado en festivales internacionales. Una primera versión del argumento se presentó como conferencia en abril de este año en el coloquio “Festivals et dynamiques cinématographiques transnationales”, realizado en Toulouse, Francia. La reescritura del texto tuvo en cuenta las respuestas de otras investigadoras e investigadores a la conferencia impartida en la ciudad francesa (agradezco especialmente a Gloria Pineda Moncada, Amanda Rueda, Aida Vallejo y María Paz Peirano), así como mi experiencia en Toulouse como jurado en la competencia de documentales del festival Cinélatino, que tuvo lugar en paralelo con el coloquio.
Empezemos por Sarlo. Su texto de 1997, escrito a las vísperas del nuevo milenio, era una manera de reaccionar frente a un exceso de sociologización del arte, provocado por la ascensión de los estudios culturales en las últimas décadas del siglo XX. Para Sarlo, “los estudios culturales no resuelven los problemas que la crítica literaria enfrenta”. El problema de los valores literarios de un texto es específico, y no puede ser resuelto por una crítica que omita la discusión formal.
Parecería que esta discusión está agotada hoy, que huele a viejas distinciones entre estética y política, pero basta leer uno de los textos más influentes de la crítica de cine de los últimos años, el manifiesto “Por una nueva cinefilia” de Girish Shambu, para ver que la cuestión vuelve hoy con una fuerza renovada. Shambu dice:
“En la cultura cinematográfica, el valor se deriva del placer, y, considerando que la vieja cinefilia le da un lugar privilegiado al placer estético, este ha sido el criterio clave para la valoración de las películas. Para la nueva cinefilia, con su noción expansiva del placer y de lo que es valioso, las películas que se centran en las vidas, subjetividades, experiencias y mundos de las personas marginadas se convierten automáticamente en algo preciado”.
En primer lugar, bastaría volver al texto de Sarlo para encontrar una respuesta poderosa –y con veinte años de anticipación– al texto de Shambu. Dice Sarlo: “Para entrar en este debate libres de una mala fe moralizante, deberíamos reconocer abiertamente que la literatura es valiosa no porque todos los textos sean iguales y todos puedan ser culturalmente explicados. (…) Algo siempre queda cuando explicamos socialmente los textos literarios y ese algo es crucial. (…) Para frasearlo de otro modo: los hombres y las mujeres son iguales; los textos no lo son. La igualdad de las personas es un presupuesto necesario (es la base conceptual del liberalismo democrático). La igualdad de los textos equivale a la supresión de las cualidades que hacen que sean valiosos”.
No hay automatismo en la crítica. Si lo hubiera, sería imposible distinguir entre una película como Marte Um de Gabriel Martins –que estuvo en la competencia de ficciones del Cinélatino de este año– y una publicidad de un banco con una familia negra como protagonista. En cierto momento de su texto, Sarlo hacía una serie de comparaciones –entre un crudo film político y el cine de Raúl Ruiz y Hugo Santiago, entre un clip brasileño para MTV y Caetano Veloso– para decir que, si no percibimos las distinciones entre los dos polos de la comparación, nos equivocaremos. Escribe: “Si no percibimos una diferencia entre Silvina Ocampo y Laura Esquivel, nos equivocaremos: en todos los casos, hay una diferencia formal y semántica que debe discernirse a través de perspectivas que no siempre son las de los estudios culturales”. En la comparación entre las dos escritoras, Sarlo recuerda que, en las ideas de Esquivel sobre la mujer, por ejemplo, hay una serie de posiciones “políticamente correctas”, pero que hay un “plus” en Ocampo que está completamente ausente en Laura Esquivel. “El arte tiene que ver con este plus. Y la significación social de una obra de arte, en una perspectiva histórica, depende de este plus”. Ese plus, ese “algo” es el valor estético del arte, que no puede ser automático, que no deriva simplemente de las experiencias sociales retratadas o de los sujetos sociales que aparecen en la obra, ni se basa en la corrección política de sus autores. Este “algo” –que Sarlo se empeña en definir de manera vaga e imprecisa, pues no habría manera de definirlo de otra manera sin correr el riesgo de asumir una posición totalizadora y canónica– es el corazón del trabajo crítico.
Pero hay un problema más grave hoy. En muchos de los festivales europeos, esa idea de Shambu sobre el automatismo ha dado paso –y se ha convertido en un álibi– a la programación masiva de películas latinoamericanas que hablan muy bien la lengua europea contemporánea, películas que retratan experiencias y mundos marginados, pero según un lenguaje totalmente apetecible para las audiencias burguesas europeas. Con rarísimas excepciones, no hay el menor resquicio de una violencia, de un equívoco, de un incómodo en la relación entre las películas latinoamericanas más celebradas en los festivales europeos, las audiencias de esos festivales y la crítica europea hegemónica.
Recupero aquí algo que escribí sobre Gabriel y la montaña, película de Fellipe Gamarano Barbosa que ganó dos premios en la Semana de la Crítica de Cannes en el 2017 y que fue muy celebrada en Francia. La historia es la de un muchacho blanco y rico que decide hacer un largo viaje por África antes de dedicarse a un doctorado en Estados Unidos, y termina muerto al intentar subir una montaña contrariando las indicaciones de los guías locales. Lo que podría ser un buceo verdaderamente perturbador en la autoficción de este muchacho que se cree una suerte de héroe del pueblo africano por transferir unos dólares a sus anfitriones locales mientras hace safaris y escala montañas y termina muerto estúpidamente, es en realidad un homenaje ameno hecho por su amigo querido (el director de la película), que no deja que las contradicciones del protagonista puedan contrariar la dulzura imperturbable del relato.
El engranaje liberal de la película –con sus checks and balances, su aparente justicia distributiva, su equilibrio bien pensado entre documental y ficción–, si no es capaz de embarcarse –por un pudor excesivo– en la obstinación autodestructiva del protagonista, tampoco puede disimular lo que es, por desvergüenza mal disimulada, el otro nombre de la empresa de Gabriel: una versión sofisticada y autoindulgente de la empresa colonial. En el recuerdo constante de los personajes africanos que ocasionalmente llenan la banda sonora, el autoelogio de Gabriel se convierte en la notable autoindulgencia de la película: en un momento dado, uno de los hombres que se había cruzado en el camino del muchacho en África comienza a repetir el discurso de la convivencia amistosa y finaliza agradeciendo la película, diciendo que la presencia del equipo allí es muy importante, porque es “como si Gabriel hubiera vuelto”. Es entonces cuando toda la construcción de los personajes secundarios en las locuciones de la voz over –que siempre apuntan a una relación totalmente libre de contradicciones– revela su doble función: endulzar forzadamente la trayectoria del personaje (rechazando los conflictos en la escena) y, por otro lado, dotar a la película de credenciales de legitimidad.
Los problemas de Gabriel y la montaña no son obvios. El sólido cordón protector que se formó en torno a la película en la crítica francesa es prueba suficiente de su triunfo. Cito a Ariel Schweitzer en los Cahiers du Cinéma 735: “un hommage perturbant et sincère à l’ami disparu” (“un homenaje perturbador y sincero al amigo desaparecido”). O Jacques Mandelbaum en Le Monde: “revisite amère du film classique d’explorateur [où le] dispositif ménage une rencontre fertile entre la fiction et le documentaire” (“amarga revisión del clásico film de explorador [donde el] dispositivo proporciona un fértil encuentro entre ficción y documental”). El trabajo de reconstrucción de los últimos días de Gabriel Buchmann es minucioso, desde la preparación de los actores hasta el vestuario. El guion está bien elaborado, es complejo y redondo. Los personajes y actores africanos tienen nombre y apellido…
La enumeración aquí es intencionada. Un crítico que está cada vez más acostumbrado a las listas de verificación de corrección política puede no darse cuenta de que, en la mayoría de los casos, solamente el choque efectivo con la escena puede revelar el engaño. De nada sirve poner nombres y apellidos a los personajes africanos si los niños siguen siendo filmados como un montón de bichos saltadores que componen la escena. Y cuando uno de estos niños ocupa el cuadro solo, es para mear en la calle, en uno de esos planos que tan bien ha sabido hacer la pornomiseria latinoamericana, durante tanto tiempo, y que sería destrozado por la avalancha de Agarrando pueblo (de Carlos Mayolo y Luis Ospina) aún en 1977. Con la diferencia de que, cuatro décadas después, el zoom agresivo sobre el cuerpo del pobre niño ya no funciona. Solamente un buen plano general, de paso, para componer el ambiente, como una postal más olvidada en el montaje.
Mi texto del 2017 terminaba así: “No hay duda: Gabriel y la montaña apunta a un escenario que resulta muy claro: un cine brasileño que ha vuelto a aprender a hablar muy bien el idioma de las nuevas potencias del cine mundial; que ejerció su propia domesticación hasta el punto en que se volvió perfectamente apetecible para las audiencias europeas; un cine que ha renunciado a toda opacidad, a toda intransigencia, y avanza a grandes pasos hacia una reencarnación de los supuestos de éxito de la Retomada de los años 1990 prestando atención a las actuales exigencias de corrección política”.
De alguna manera, esa tendencia –una especie de revival de la Retomada de los años 1990– se vería confirmada dos años después con el triunfo de La vida invisible de Karim Aïnouz en el certamen Un Certain Regard de Cannes en el 2019. Sobre esta película ya escribí aquí mismo en este espacio, así que invito a leer aquel texto. Pero de todos modos es interesante percibir cómo esa suerte de retomada de la Retomada sigue asombrando al cine brasileño, como si ese esfuerzo monumental para hablar la lengua colonial del cine arthouse internacional fuera una inspiración para muchos cineastas.
Pero quizás el síntoma más claro de la celebración europea de un cine brasileño agradable, correcto y bien acomodado a las expectativas de los festivales es la gran retrospectiva dedicada a la historia del cine brasileño en la Cinemateca Francesa en 2015, especialmente en lo que se refiere a la programación de películas contemporáneas. Si tomamos la lista de películas recientes programadas, veremos cómo hay un cierto tipo de cine brasileño –muy característico– que interesa a los europeos y que es totalmente diferente de lo que la mejor crítica brasileña considera como lo más destacado e inventivo de los últimos años. Si alguien desprevenido recorre el programa de películas recientes de la retrospectiva, seguramente pensará que Leonardo Lacca, Gregorio Graziozi, Fábio Baldo, Cláudio Marques y Marília Hughes son cineastas decisivos para la primera mitad de la década de 2010 en el cine brasileño. No conozco un solo crítico o crítica de renombre en Brasil que ubique alguno de estos nombres entre los destacados del cine nacional de esos años. Un buen punto de comparación es quizás el programa de la muestra 10 Olhares, que trazó una cartografía del mismo período histórico (incluyendo también los años de 2015 a 2019) a través de las miradas de diez curadores y curadoras brasileños. Entre las 71 películas seleccionadas como representativas de la década de 2010 en el cine brasileño, no se menciona a ninguno de los cineastas elegidos por la Cinemateca Francesa.
Por otra parte, si uno mira la lista francesa, seguro sentirá el peso de la ausencia de Paula Gaitán, Adirley Queirós, André Novais Oliveira, Lincoln Péricles o Marcelo Pedroso entre los cineastas programados de la primera mitad de la década pasada. No hay duda –y basta con prestar atención a la crítica brasileña de los últimos años para darse cuenta– de que estos son algunos de los nombres más discutidos, valorados e influyentes entre nosotros en lo que se refiere a ese mismo período histórico. Hay una desconexión total entre lo que más se valora en Europa y lo que la crítica brasileña considera más valioso, algo que no sucede cuando analizamos la lista en términos del período de 1920 a 1990. Todo sucede como si los programadores europeos de una retrospectiva como esta supieran muy bien hacer las tareas de casa cuando se trata del cine del pasado –ya debidamente catalogado y canonizado en el país de origen, aunque muchas veces ignorado en su momento por los grandes festivales–, pero cuando tienen que mapear el pasado reciente, solamente pueden acceder a lo que ha pasado por los filtros de los festivales del viejo continente y, por lo tanto, por las miradas de otros programadores europeos.
Pero hay una razón más profunda, y no se trata solamente de la pereza intelectual o la autosuficiencia de los programadores europeos. Si Paula Gaitán, Adirley Queirós o Lincoln Péricles no interesan a Europa es porque son cineastas que inventan formas. Estas formas son indomables por la lengua mayoritaria. Y si los demás son los que les importan, es porque han hecho debidamente el trabajo imperativo de adaptarse a lo que se espera de los cineastas de acá.
Por una parte, el caso argentino es similar. Algunos de los más importantes cineastas argentinos contemporáneos según los mejores críticos argentinos –Raúl Perrone, Gustavo Fontán o José Celestino Campusano– no alcanzan protagonismo en los grandes festivales y no resuenan en la crítica europea. En general, hay una desconexión brutal entre lo que se aprecia en los festivales europeos y lo que dicen los críticos y curadores de los países latinoamericanos sobre sus cineastas.
Pero no ha sido siempre así. Cuando Dios y el diablo en la tierra del sol (Glauber Rocha) hizo ruido en Cannes en el 1964 o cuando Los fusiles (Ruy Guerra) ganó un premio importante en Berlín en el mismo año, no se trataba para estos cineastas de una adecuación a una lengua europea, sino a una formulación de una estética nueva, con valores nuevos. Como dice Glauber Rocha en la “Estética del hambre”, cuando ese nuevo cine adquirió importancia en los festivales internacionales en la primera mitad de los años 1960: “La diplomacia pide, los economistas piden, la política pide; el Cinema Novo, en el ámbito internacional, no pidió nada. Se impuso por la violencia de sus imágenes y sonidos en 22 festivales internacionales”. Incluso más tarde, en 1980, cuando La edad de la tierra de Glauber Rocha aparece como un huracán en Venecia, la crítica europea reacciona a la altura del acontecimiento y no puede ser indiferente, como se nota en una frase preciosa de Louis Marcorelles en Le Monde: “un film visionnaire, hors des catégories connues du cinéma occidental, qu’il soit européen ou nord-américain” (“una película visionaria, fuera de las categorías conocidas del cine occidental, ya sea europeo o norteamericano”).
Hoy en día, es cada vez más raro encontrar este tipo de gesto en los festivales y en la crítica europea. Lo que se busca de los países latinoamericanos no es lo que pueda huir de las categorías conocidas del cine contemporáneo, sino justamente lo que se adecúa más fácilmente a esas categorías. Para que un cineasta brasileño o argentino o colombiano sea aceptado en el club de los laureados por los grandes festivales o por la crítica europea, hay que pedir licencia y pagar un peaje muy caro: trabajar adentro de las categorías conocidas, hablar la lengua que se quiere escuchar. Se desean cada vez más películas de estos países para cumplir las cuotas de diversidad en los festivales, pero solamente aquellas que no amenacen la idea que estos mismos festivales hacen de lo que es el cine.
Un problema adicional se refiere al hecho de que los grandes festivales se han convertido, hoy en día, en industrias narcisistas, que retroalimentan cada vez más el cine que les interesa a través de laboratorios, encuentros de mercado y sistemas de coproducción. Es decir, no solamente valoran un determinado tipo de cine en el presente, sino que prefiguran películas futuras, que tienden a reflejar fórmulas de éxito. Como dice Campusano en una entrevista a la revista chilena La Fuga: “los festivales del llamado Primer Mundo, como Toronto, Cannes, Venecia, Berlín son organismos de control del audiovisual porque facultan clínicas de guion, espacios de coproducción, etc, pero solamente para quienes atienden a sus principios”.
Beatriz Sarlo ya advertía para eso en su texto, cuando cuenta una anécdota reveladora. Cito a ella: “Siempre que formé parte de comisiones, junto con colegas europeos y estadounidenses, cuya tarea consistía en juzgar videos y films, encontramos dificultades para establecer un piso común sobre el cual tomar decisiones: ellos (Ios no latinoamericanos) miraban los videos latinoamericanos con ojos sociológicos, subrayando sus méritos sociales o políticos y pasando por alto sus problemas discursivos. Yo me inclinaba a juzgarlos desde perspectivas estéticas, poniendo en un lugar subordinado su impacto social y político. Ellos se comportaban como analistas culturales (y, en ocasiones, como antropólogos), mientras que yo adoptaba la perspectiva de la crítica de arte. Todo parece indicar que los latinoamericanos debemos producir objetos adecuados al análisis cultural, mientras que Otros (básicamente los europeos) tienen el derecho de producir objetos adecuados a la crítica de arte. Lo mismo podría decirse acerca de las mujeres o de los sectores populares: de ellos se esperan objetos culturales, y de los hombres blancos, arte. Esta es una perspectiva racista, aun cuando la adopte gente que se inscriba en la izquierda internacional. Pero ese racismo no es solamente algo que pueda imputárseles a ellos. También es nuestro. Nos corresponde a nosotros reclamar el derecho a la ‘teoría del arte’, a sus métodos de análisis”.
Como se ve, este no es un problema solamente europeo, sino que también es nuestro. Hoy en día, en muchas obras de artistas latinoamericanos, se trasluce un esfuerzo notable para pertenecer a los valores de lo que se aprecia en Europa. Pero la reivindicación de Sarlo –de que reclamemos el derecho a la teoría del arte–, aunque sumamente importante, parece insuficiente frente a los problemas que enfrentamos hoy. Hay que reivindicar nuestra pertenencia a los métodos de análisis de la teoría del arte, sí, y ese es un primer paso importante. Pero la teoría del arte en Latinoamérica no es la misma que en Europa.
Una perspectiva diferente es lo que encontramos en la trayectoria de Maria Martins. La escultora brasileña, en el auge de su apreciación por las instituciones de arte europeas y norteamericanas a mediados de los años cuarenta, después de ser aceptada como parte del canon modernista por las cualidades universales de su obra, esculpe un bronce antropomórfico, a la vez sensual y agresivo, sinuoso y violento, y lo titula provocativamente: “No te olvides de que vengo de los trópicos”. Por esa misma época, en 1946, escribe y graba en metal un poema manuscrito titulado “Explicación”, donde se lee: “Yo sé que mis diosas y sé que mis monstruos siempre te parecerán sensuales y bárbaros / Yo sé que a ti te gustaría ver reinar en mis manos la medida inmutable de los enlaces eternos / Tú te olvidas de que vengo de los trópicos, y de aún más lejos”.
Ese direccionamiento violento del discurso a las audiencias europeas y norteamericanas, tan semejante en tono y en argumento a lo que haría veinte años más tarde Glauber Rocha al pronunciar “La estética del hambre” en Pesaro, es muy valioso para nuestro argumento aquí. Lo que hace Maria Martins es reivindicar que la fuerza de su arte, los valores que la hacen grande no son los mismos de la modernidad europea. Cuando todos –incluso un crítico brasileño como Mário Pedrosa– esperan de ella un paso hacia una abstracción formal estoica y equilibrada, ella se sumerge en la Amazonia y reivindica ese lugar híbrido entre la abstracción y la figuratividad, y decide no abandonar –sino más bien afirmar– las raíces tropicales y mitológicas de su arte, que no son incompatibles con la modernidad. Si en los años 1940 el arte de los trópicos es visto como una suerte de exotismo alegre, y el arte moderno europeo, al contrario, avanza hacia una abstracción depurada, Martins reivindica su propio camino: moderna, sí, pero sensual y agresiva; tropical, sí, pero de una manera monstruosa y violenta.
Por un lado, hay que hacer el trabajo –como lo hace Beatriz Sarlo– de reivindicar que nosotros, los que venimos de Latinoamérica, también somos capaces de hacer obras que puedan figurar en el mismo panteón de los europeos. Hay que afirmar que la grandeza del cine de Raúl Ruiz o de Julio Bressane es plenamente comparable con la grandeza de un Manoel de Oliveira o un Jacques Rivette, así como la grandeza de la escritura de Clarice Lispector es comparable a la de Maria Gabriela Llansol. Pero, por otra parte, hay que avanzar en el camino teórico apuntado por Maria Martins, en el sentido de que el cine de Ruiz y Bressane es igualmente grande, pero no según las mismas categorías a partir de las cuales evaluamos el cine de Oliveira o Rivette. El afrancesamiento forzado del cine de Ruiz –hasta el punto de que, sintomáticamente, la Cinemateca Francesa estrene la restauración de una de sus primeras películas chilenas y nombre al cineasta con la “o” entre la “r” y la “u” (Raoul) por la cual la grafía de su nombre ha sido conocida en Francia, una “o” inexistente en los mismos créditos de la película–, esa sumisión del cine de Ruiz a los valores cinematográficos europeos no deja ver lo que hay de más poderoso en una película como El techo de la ballena (1982). Leer esta película desde Latinoamérica es ubicar su gesto en una de las batallas artísticas más importantes de la historia del cine latinoamericano. El valor de El techo de la ballena no reside solamente en la sofisticación de su laberinto narrativo o en la expresividad de sus texturas visuales, sino en una destrucción absoluta de la racionalidad colonial. Glauber Rocha ya había muerto cuando esa película vio la luz, pero seguramente reconocería en ella uno de los puntos más altos de su “estética del sueño”. Cito a Glauber: “La revolución debe ser una imposibilidad de comprensión para la razón dominadora, de tal forma que la misma se niegue y se devore delante de su imposibilidad de comprender”, dice Glauber, en lo que podría ser una bella sinopsis de la película de Ruiz.
Escribir desde Latinoamérica, programar desde Latinoamérica es volver a la escena de Diálogos de exiliados de Raúl Ruiz en la que el personaje del cineasta argentino Edgardo Cozarinsky se dirige inicialmente en francés a dos bienintencionadas burguesas que quieren ayudar a los exiliados latinoamericanos, para después sentarse y empezar a hablar en castellano:
“En primer lugar, las experiencias más típicas del hombre moderno, una cierta impermanencia, una cierta trasculturación, un cierto estar de paso por las cosas, fueron hechas por los latinoamericanos, no digo por todo el Tercer Mundo, pero por los latinoamericanos, mucho antes que por todos los europeos. Porque en el fondo somos todos mestizos. Y, en segundo lugar, todas aquellas cosas que los latinoamericanos más envidian en Europa son aquellas de las que Europa hoy mismo está tratando de desprenderse con una gran dificultad. Me refiero a ciertas formas del superdesarrollo, del adelanto tecnológico. Es una situación que podría compararse con la que quizás usted, señora, hace años, cuando era pobre, sintió al ver en la vidriera de Balenciaga un modelo que le gustaba y que no podía comprar. Y hoy, cuando puede comprarlo, se da cuenta de que ese modelo ha pasado de moda”.
Escribir desde Latinoamérica, programar desde Latinoamérica, para nosotros, es, por una parte, reconocer y recuperar nuestra antigua fuerza, que reside en haber inventado nuestra propia versión de la modernidad. Por otra parte, escribir desde Latinoamérica, programar desde Latinoamérica, es rechazar los espejismos de la vidriera de Balenciaga. Romper el vidrio, una vez más.
Escribir desde Latinoamérica es reivindicar, en contra de los valores decadentes de la crítica cinematográfica europea hegemónica –tan imitada en Latinoamérica– una vinculación a lo que hay de más vigoroso en nuestra teoría del cine. Eso significa vincular, por ejemplo, el trabajo sobre la precariedad del digital hecho por el portugués Pedro Costa a la teoría latinoamericana según la cual la fuerza de nuestro cine se afirmaría por la incorporación estética de la precariedad material como un valor artístico, lo que implicaría un ataque al tecnicismo colonial. Algo que comienza en el uso de película vencida y en la manutención de la banda sonora fallida en el Tire Dié del argentino Fernando Birri, continúa en el montaje hecho a mano por el uruguayo Mario Handler de Carlos, cine-retrato de un caminante en Montevideo y va a culminar teóricamente en la estética del hambre glauberiana y en el cine imperfecto del cubano Julio García Espinosa. Hay que reencontrar esos puentes clandestinos, como diría el maestro José Carlos Avellar. Hay que leer al cine –incluso el europeo– según los valores originales elaborados por la tradición cinematográfica latinoamericana.
Escribir desde Latinoamérica, programar desde Latinoamérica es batallar en contra de la consagración europea y norteamericana de una película como Roma, de Alfonso Cuarón, esa suerte de pornomiseria revisada. Porque nosotros vimos tantas veces Agarrando pueblo de Luis Ospina y Carlos Mayolo, porque nosotros leímos su manifiesto distribuido en París en la época del estreno de la película, no podemos aceptar que Roma sea considerada una de las mejores películas latinoamericanas de los últimos años. Si en 1977 Ospina y Mayolo denunciaban que “la miseria se estaba presentando como un espectáculo más, donde el espectador podía lavar su mala conciencia, conmoverse y tranquilizarse”, la crítica que acepta la consagración de Roma –incluso la crítica latinoamericana que imita a la europea– se ha olvidado de la lección y hay que despertarla una vez más.
No hay que olvidar el pasado y repetir los mismos errores en el presente, pero también hay que estar atentos a las invenciones que están ocurriendo ahora mismo. Mientras sigamos permitiendo que las categorías de análisis sean producidas por los europeos y los norteamericanos, mientras no escribamos y programemos desde acá, el cine del más importante cineasta brasileño de la actualidad, Adirley Queirós –que recién empieza a conocerse en Francia, síntoma de un retraso monumental de la crítica y de los festivales franceses que no ocurriría en los años 1960– seguirá siendo valorado (de serlo) solamente por su denuncia de la situación social brasileña y por su oposición política al gobierno de turno, y no por su intrincada elaboración formal, por su extraordinaria elaboración de un método y una poética en el umbral entre la ficción y el documental, o por su vigorosa y original formulación teórica de lo que él llama “la etnografía de la ficción”.
De cierta manera, la crítica argentina nos ofrece un camino posible. Si hoy cineastas como Lucrecia Martel, Lisandro Alonso o Mariano Llinás se han convertido en nombres ineludibles del cine contemporáneo –aunque otros igualmente importantes siguen siendo ignorados–, ello se debe también a que el trabajo crítico y curatorial realizado en la Argentina supo inventar criterios, forjar valores locales capaces de hacer frente a la ignorancia europea.
Hay una inmensa cantidad de trabajo por hacer para desarrollar defensas críticas y curatoriales que puedan influir en el campo internacional en la actualidad. Si el cine de un Rogério Sganzerla o el de un Ozualdo Candeias ocupa hoy un espacio importante en la cinefilia internacional –aunque los festivales europeos les hayan dedicado retrospectivas muy tardíamente– es porque el trabajo de críticos como Jairo Ferreira, Jean-Claude Bernardet o José Carlos Avellar se hizo tan enfático que los volvío ineludibles. Pero en relación a los cineastas de hoy, no podemos esperar la benevolencia europea para una futura reevaluación. El modus operandi de la mayoría de los programadores europeos es dedicar retrospectivas que “descubren” autores que ellos mismo han ignorado para sus festivales décadas atrás. Pero cuando el festival de Rotterdam del 2035 finalmente decida dedicar una retrospectiva a Paula Gaitán o a Lincoln Péricles, puede que sea demasiado tarde.
Como decían Solanas y Getino sobre el pasaje al Tercer Cine, es necesario no dejar de aprovechar ninguno de los resquicios que aún permiten los sistemas de valoración hegemónicos; lo que, en nuestro caso, desde el punto de vista de la programación, significa influenciar curadurías, disputar espacios en el ámbito internacional. Por otra parte, es necesario forjar alianzas latinoamericanas, locales, que sean capaces de hacer frente a las categorías privilegiadas por los grandes festivales europeos. Crear, aquí mismo, espacios críticos y curatoriales que nos permitan dar visibilidad a los gestos cinematográficos más intransigentes efectuados entre nosotros.
Un texto reciente de Fábio Andrade se mueve en la misma dirección. Examinando críticamente una supuesta “situación poscolonial” del cine brasileño –impulsada por la euforia por los premios a Bacurau y La Vida Invisible en Cannes–, Andrade nos invita al trabajo de forjar nuestros propios valores y elaborar criterios de apreciación para un cine brasileño que “vive un momento de gran inquietud estética y política” en los últimos años, pero que no encuentra resonancia en los circuitos hegemónicos internacionales. Dice: “Una historia colonial: cuando los criterios de apreciación se forjan a imagen de los cines extranjeros, las nuevas preguntas, formuladas en su propio léxico (que, por supuesto, no está aislado del mundo, pero trae consigo la inexorabilidad de su experiencia) caen en oídos sordos. Dadas las propias condiciones de circulación de películas pequeñas y medianas en la actualidad –que casi siempre se vuelven inaccesibles una vez que se cierran las ventanas de explotación comercial, saboteando su propio devenir histórico–, el cine hecho hoy tendrá aún mayores dificultades en la revalorización futura, lo que aumenta la responsabilidad de afirmaciones y reafirmaciones contundentes en el presente”.
Mientras esa situación colonial permanezca, cineastas como Ana Pi, Getúlio Ribeiro, Clara Chroma, Tavinho Teixeira o Glenda Nicácio y Ary Rosa, o colectivos como Surto & Deslumbramento, Anarca Filmes y Chorumex, seguirán siendo, para los europeos, ilustres desconocidos. Y de aquí a veinte años, los mismos programadores que hoy rechazan esas películas en los festivales donde trabajan harán retrospectivas para “revelarlas” al público europeo con veinte años de retraso.
Nuestro trabajo es afirmar, una y otra vez, de formas siempre renovadas e imaginativas, en todos los espacios donde sea posible, que hay Luz en los trópicos –una luz propia y nuestra–, para reivindicar el título de la monumental película de Paula Gaitán, una obra que trabaja en un campo altivamente ajeno a todas las categorías conocidas del cine contemporáneo, y cuya fuerza es comparable a lo que Marcorelles escribió sobre La edad de la Tierra en 1980, pero cuya trayectoria internacional es ínfima comparada con su grandeza. Estos son los cineastas que continúan con su trabajo silencioso, al margen de los valores apreciados en los grandes festivales. Estos son los que, parafraseando el título del bronce de Maria Martins, no han olvidado que vienen de los trópicos (o de aún más lejos).
Victor Guimarães / Copyeleft 2022
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