¡ESTA ES VIDA! (THAT’S LIFE): OTRA LECTURA SOBRE EL CAMBIO DE GUARDIA Y UNA RESPUESTA A PRIVIDERA
No pensaba escribir sobre El cambio de guardia por dos razones: porque trabajé haciendo sonido directo para algunos planos de la película y porque soy amigo de su director, Martín Farina. Si ahora escribo es por otras dos razones: porque un comentario que escribí sobre El cambio de guardia en Letterboxd fue citado para atacar injustamente a la película y porque, ante todo, soy crítico de cine.
Asistir a un rodaje de Farina sirve para confirmar algunas nociones que aparecen de manera indeleble en sus películas. La cercanía y calidez que viene emanando su obra, y que es palpable tanto en el retrato de una concentración de jugadores del ascenso en Fulboy, como en el fresco poético rural de El fulgor, pasando por su película más directamente influenciada por la filosofía como lo es Mujer nómade, resulta coherente con la forma de filmar de Farina: siempre es él y su cámara de frente y cerca de las cosas y las personas. Camarógrafos y sonidistas ocasionales pueden acompañarlo en distintas jornadas dependiendo de la complejidad del asunto (si es que no está Mercedes Arias, su productora y técnica todo terreno). Pero casi siempre es él sólo quien filma ahí, durante años, meses o el tiempo que haga falta, donde sospecha que puede haber una película. El año pasado entrevisté a Farina para este sitioa propósito de Los convencidos y ahí se reconoció como un cineasta de archivo, pero de un archivo generado por sí mismo. Farina filmó durante años al grupo de amigos ex colimbas de su padre porque intuía que en esas figuras y en sus ritos había algo, una poesía o un pensamiento que sólo se develaría finalmente en su sala de montaje casera. De esa acumulación de registros salieron materiales para uno de los segmentos de Los convencidos y la totalidad de El cambio de guardia.
La película sigue los encuentros de este grupo de amigos que parecen tener dos ritos sagrados: los asados y reunirse todos los años en la ceremonia de relevo de la Guardia de Honor del Cabildo a cargo del Regimiento de Infantería 1 Patricios. El origen de su amistad se retrotrae a su época de colimbas dentro de esta formación que, junto con el Regimiento de Artillería 1 Iriarte y el Regimiento de Granaderos a Caballo, es uno de los “regimientos históricos” del ejército que cumplen roles mayormente ceremoniales en la actualidad. La tautología y el lenguaje de las fuerzas a las que pertenecieron en su juventud parecen permear la rigurosidad ceremonial de los asados de la “tropa” de Farina padre. Encuentros que, sin embargo, al principio de la película están fisurados: uno de los ex colimbas hace años que no aparece por las reuniones de asado, alcohol y griterío. Desde el primer momento El cambio de guardia es clara: lo importante está en el fuera de campo.
Farina se sirve de algunos flashbacks y flashforwards para darle forma cinematográfica a los hábitos de los cinco amigos y mostrar la solidez de sus rituales. El montaje le extrae chistes a la reiteración viciosa de las mismas anécdotas y construye el vacío que genera el sexto personaje ausente. Por la cercanía y la calidez de la mirada del cineasta, la identificación con los humores de los hombres es inmediata. Y por eso, cuando de pronto reaparece el amigo distanciado en un plano que cifra la belleza del azar, la película inaugura una nueva etapa ahora con seis amigos a la mesa. El nuevo comensal, junto a Farina padre, ocupa rápidamente el rol de vocero del ala más derechista del grupo, la cual se opone en discusiones políticas que no tardan en surgir a otra porción de corte kirchnerista/progresista representada mayormente por uno de los amigos apodado “zurdito” por el otro lado de la mesa. Entre ellos, de cerca y de frente, la cámara de Farina va de uno a otro registrando sus debates. Charlas que caen en simplificaciones y flojas argumentaciones que parecen destinadas a rebotar en sus destinatarios y morir en la nada. Pero la discordia nunca apaga las brasas de su amistad, principalmente porque sus riñas políticas no son el núcleo ni de su amistad, ni de la película.
En su crítica negativa de El cambio de guardia, Nicolás Prividera critica la aparición lateral de un dato: que estos amigos hicieron la conscripción en 1977, uno de los peores años de la represión. Y dice: “Farina dispone como clímax una conversación que sobrevuela el tema, en la que queda claro que los amigos comparten una mirada sobre aquella época (salvo el “zurdito”, claro): “no pueden ser buenos los 30.000 e hijos de puta los otros”, dice uno. Y si bien todos los diálogos tienen el mismo nivel de superficialidad, la pregunta es si ese cualunquismo (que pasa de ahí a justificar el gatillo fácil) representa algo. Es decir: si lo (no) dicho es una dimensión consciente de la puesta en escena de esa fractura (¿social?)”. Además de simplificar el film a conveniencia de su crítica, unificando las miradas del grupo y ubicando únicamente al personaje del “zurdito” como opositor tajante de lo que fuera el terrorismo de estado en Argentina, Prividera confunde el clímax de la película. Este no se ubica en el momento de tono más elevado de los debates: la estructura de la película no está guiada por las discusiones, ni por su ruido ni por su contenido, sino por los movimientos internos del grupo de amigos.
Así como la primera parte de la película está marcada por la vuelta del amigo distanciado, el clímax de El cambio de guardia está dispuesto en el regreso de otro amigo que vive en Estados Unidos y que permanece a lo largo de la película entre el fuera de campo y a veces presente gracias a algunas apariciones virtuosas que reflexionan acerca de la unión de los muchachos. El séptimo comensal, ese que rompe el número par del grupo, es la clave.
Luego de una escena donde el ala derecha del grupo le desea en un brindis a los otros que Alberto Fernández pueda sacar al país de su larga crisis, Farina introduce una secuencia de montaje con fotos que muestran el recorrido de su amistad, desde colimbas hasta ahora. Ahí, desde la voz en off, el amigo que vive en Estados Unidos se pregunta: “¿Qué carajo pudo haber sido la sustancia amalgatoria para esta amistad? Siete de nosotros tuvimos algo…». Un “algo” resbaladizo que después arriesga a adivinar: «quizás uno de los ingredientes de esa sustancia fue el miedo». Sin cerrarse ante esa conjetura, esa interpretación, El cambio de guardia hace centro justamente ahí, en la pesquisa de aquello misterioso que reúne al grupo de amigos a pesar de todo. Quizás por no haber indagado con mayor profundidad en la propuesta de la película, Prividera observa que la “la forzada participación directa de jóvenes civiles en las fuerzas armadas durante la dictadura” es poco o nada tratada en el film, cuando este pasado es una realidad que late constantemente en el fuera de campo de la amistad y es una noción interpretada directamente como un “daño irreparable” por el séptimo amigo que, quizás por la distancia física que lo aleja del grupo, se permite reflexionar sobre ellos a viva voz. En El cambio de guardia lo dicho en las discusiones políticas de los asados, con los carajeos y algunos comentarios lisa y llanamente fascistas, son la radiografía de una época. Por su parte, en lo no dicho aparecen las reverberaciones microscópicas de algunos destellos de la Historia.
En el centro de su crítica, Nicolás Prividera ataca la presunta ambigüedad política de la película y achaca cierto discurso “conciliatorio” ya que, según dice, “la fraternidad tiene sus límites” y “una “política de la amistad” (para decirlo en palabras de Derrida, aunque acaso contra su concepción) exigiría elegir entre lo propio y lo extraño”. Según Prividera, al no elegir entre lo uno y lo otro Farina cae en una tibia complacencia, o en zonas aun peores. Para definir su postura, el crítico invoca un dicho popular alemán: “Cuando alguien se sienta a la mesa con un nazi, hay dos nazis”. Una frase de un esencialismo intelectual que sólo podría ser concebida por una cultura como la alemana de la posguerra, tan culpógena como negada a reinventar herramientas para debatir las continuidades del nazismo y el fascismo al interior de su idiosincrasia. En Argentina se ha discutido la posibilidad de replicar algunas de las leyes alemanas que prohíben cualquier tipo de expresión a favor del nazismo o de negacionismo con respecto al Holocausto. Un método que, a la luz de sus resultados, es algo parecido a tapar la mugre de una mesa con un mantel. Es complejo conjeturar cómo hubiera funcionado en Argentina (en épocas en las que era verosímil que algo así pase por al congreso) una ley que prohíba manifestaciones en favor de la junta genocida o expresiones públicas de negacionismo, como el mentadísimo “no fueron 30.000”. Lo cierto es que debajo de cualquier mantel, mientras las buenas conciencias miran para otro lado, la mugre duerme o se reproduce. Si es verdad que “Cuando alguien se sienta a la mesa con un nazi, hay dos nazis”, entonces ahora en Alemania deben ser todos nazis y estan viviendo su Cuarto Reich al tener más de setenta parlamentarios nazi (disfrazados con otro nombre, claro) sentados en el Bundestag. Fórmulas de pensamiento simplonas como esta no dejan ver, por un lado, las particularidades de las salas de máquinas de los nuevos fascismos ni, por otro, la escala microscópica donde reverberan y se reproducen los sentidos comunes de una época. Sobre esto último se encarga Farina en su película.
Es incómodo pensar que se puede amar a alguien con ideas horribles. El cambio de guardia es, ante todo, una película que se deja atravesar por la emoción y por la líbido de sus personajes. Es indudable que hay algo muy profundo que une a estos tipos, algo indecible que deben sentir muy adentro y que los lleva a llamarse a lo largo de la película indistintamente como “hermanos” o “amigos”, algo que genera que cuando uno de ellos está ausente hablen de esa persona casi como si estuviese muerta. ¿Fraternidad, amistad, hermandad? Por momentos esas palabras parecen quedarse cortas con lo que les pasa a estos tipos. Amar a alguien con ideas inconcebibles para uno es una encrucijada moral y ética que viven las personas que no censuran sus emociones. Quien se entrega a esta película, se entrega a una complejidad similar.
Farina hace con el cine lo que en siglos pasados hacían los pintores: con pocos trazos ilustra una escena breve y coloquial pero de una intensidad tan profunda que termina por sintetizar una época. ¿Cuántas familias o grupos de amigos de clase media hemos vivido la extinción del rito tradicional del asado del fin de semana no sólo por el infierno inflacionario, sino por peleas irrenunciables entre partes de extremos opuestos de “la grieta”? Farina filma esa cotidianeidad devenida en un ritual frágil. En su texto, Prividera fuerza una comparación con Dar la cara para criticar que la pertenencia de clase apenas aparece en El cambio de guardia. Algo lisa y llanamente equivocado. Acá los personajes se reconocen de clase media, se echan en cara los difusos matices que separan a unos que son profesionales, de otros pequeños burgueses o empleados, y además comentan el acceso diferenciado a la jubilación que tuvieron algunos de ellos. Si en el futuro alguien quiere saber cómo discutía de política en el día a día una generación de la ciudadanía argentina, podrá recurrir a El cambio de guardia. Con esta película, Farina es un retratista de una parte del segmento social conurbanense cuya pendulación frente a las urnas viene definiendo los cambios de gobierno del último tiempo.
Si bien el film puede, en términos propositivos o declamativos, “no sugerir nada” políticamente según Prividera, no es cierto que implique “una suerte de superación del conflicto a través de la amistad”. El retrato de esta hermandad entre personas con posturas políticas irreconciliables surge de la propia forma con la que Farina viene observando a sus personajes hace años: esta película no imagina al sujeto de la Argentina actual, sino que está ahí al lado de algunos sujetos comunes del país. Si nos valemos de un breve excursus y nos acercamos a la televisión, El cambio de guardiaestá más cerca de lo que representa editorialmente Crónica que de lo que es C5N o LN+. El canal fundado por Héctor Ricardo García puede ser el bastión del amarillismo, pero siempre fue fiel a su eslogan permaneciendo firme junto al pueblo. Facundo Pedrini, actual gerente de noticias del canal, dijo en una entrevista en el programa de streaming rosarino Cabaret Voltaire que “cuando toda la televisión habla de cosas, Crónica habla de caras”, una pretensión poética (editorial, si se quiere) idéntica a la de Farina en El cambio de guardia: Farina cuenta microscópicamente el país que pasa, no el que la derecha pro empresarial ni el salón literario de izquierda quisieran que pase.
Hay experiencias del día a día que son prácticamente inenarrables, pero que el acto de mostrar “un país en primeros planos”, como dice Pedrini, puede ayudar a transmitir. Desde distintas particularidades es posible narrar una imagen general. Así como Crónica intenta darles un retrato a las capas bajas, llevando móviles a las villas donde la gente viene viviendo en la miseria indistintamente de quien gobierne hace décadas, películas como El cambio de guardia pueden hacerlo, finalmente, con las capas medias. La ausencia de maquillajes en este retrato cinematográfico tiene un potencial político muy necesario para pensar nuestra época. Asimismo, querer leer El cambio de guardia por izquierda o derecha es tan infructuoso como intentar leer actualmente al país con esas coordenadas. Farina no editorializa, va por otro andarivel: es un biógrafo del desvaneciente eslabón intermedio que separa lo alto de lo bajo. En el último tiempo la derecha simplificó y ganó, la izquierda intentó argumentar y no llegó a la gente. Y quizás no llegó porque estaba completamente aislada del espectro de pasiones de su propia gente.
Prividera cita, de manera incompleta, este segmento de mi reseña en Letterboxd: “La maravilla de El cambio de guardiaradica en que transforma la mentadísima frase cualunque “es todo un tema…” en una declaración política de primer orden. Sí… la persona que dice que hay que matar de un tiro al que roba puede ser un buen tipo”. El crítico identifica ahí un dilema propio de la película que, además de ser subrayado, se saludaría con el extendido concepto de “gente de bien” que utiliza el gobierno de Milei para ilustrar su sujeto de representación social. Prividera no sólo mezcla a conveniencia una frase aislada de una reseña de un foro con el punto de vista del film, sino que cree poder saltar la distancia entre ese dicho y las herramientas discursivas del mileísmo con un sólo paso. El cambio de guardia es una película mucho más compleja que eso. En efecto, Farina logra generar una profunda empatía y emoción con personajes que dicen cosas terribles como esa o peores, pero no por eso acompaña sus opiniones y sus frases armadas. Mas bien lo contrario: al situarse con la cámara literalmente en el centro del fuego cruzado de la discusión frustrada de seres humanos complejos, la película pone a respirar emociones dentro de incómodos dilemas humanos.
En una entrevista con Ernesto Tenenbaum en Radio Mitre del año 2009, Luis Alberto Spinetta fue consultado acerca de su posicionamiento acerca de la pena de muerte. Dijo en ese entonces que se trataba de “una pregunta en lo profundo del ser” y que reconocía que expresiones fundamentalistas del tipo “mátenlos a estos guachos de un tiro” eran genuinas dentro de la realidad nacional. Luis Alberto Spinetta, insospechado de conservador reaccionario tira tiros, entendía que había algo “justo” en esa parte del ser, sabía que esa expresión de bronca, esa “tanada” que aparece y clama por sangre es una consecuencia de una acumulación de causas. Y aunque suene brutal para el puritanismo de izquierda, tiene razón. Esos pensamientos son humanos, terrible e incómodamente humanos. Pero el problema no son las personas de turno que pronuncian esa bronca, sino las preguntas en lo profundo del ser que el mismo Spinetta menciona. Preguntas que, creo, pueden palparse gracias a retratos cristalinos como el que propone Farina, que no juzga ni prejuzga a sujetos que pueden verbalizar tanto los eslóganes cualunques del fascismo como las porquerías reaccionarias del ser humano, para luego abrazarse y llorar de emoción todos juntos. Es simple, Farina no tapa la mugre con el mantel.
Ahora bien, más allá de cualquier rencilla crítica: ¿qué proyecto de patria puede imaginar una intelectualidad que ve al enemigo en las personas de clase trabajadora o pequeña burguesa que regurgitan como odio al prójimo los síntomas de una época? Ese encono es tan improductivo como pensarse enemistado a un votante de Milei, sólo por el hecho de haber votado a Milei ¿Cuáles son los verdaderos enemigos de quienes desean el bien para las partes menos favorecidas? ¿Qué país puede pensarse y discutirse si no se incluye dentro lo colectivo a un otro que es distinto? Estas ausencias y purismos son un tiro en el pie si se quiere dilucidar una salida del berenjenal de nuestro presente (y más aun, un pelotazo en contra de una salida peronista). Cuando Charly García cantaba “si ellos son patria yo soy extranjero” se lo decía a los jerarcas militares aliados de los garcas de turno que están arriba, no a los vecinos de abajo (es decir, al conjunto entero que el peronismo debería tenderle siempre una mano, como su escudo lo indica). Con películas como El cambio de guardia el cine argentino finalmente está mirando a los ojos y mostrando el habla de la vecindad. Por eso, Farina es un cineasta contemporáneo, un cineasta nacional y con una mirada mucho más popular de lo que un vistazo superficial puede dilucidar. Su obra es para celebrar y pensar.
Tomás Guarnaccia / Copyleft 2024
Muy bueno. Lo peor de la cita del dicho alemán del otro artículo es que hace exactamente lo mismo y en la misma lógica, aunque de signo cambiado, que esa clases de expresiones populares como «Quien mal anda mal acaba» o «Algo habrán hecho» con las que se pretendió y pretende seguir justificando la represión en todos sus niveles. Películas como «Dupa-amiaza unui tortionar» o «The act of Killing» demuestran la falacia que postula. Tristísimo esa manera de demostrar la falta de argumentos. Saludos
Hablando de falta de argumentos, no se entiende esta mezcla sin ton ni son (nada tiene que ver el dicho alemán con ese cualunquismo), ni que falacia demuestra The Act of Killing… Por lo demás, pronto viene una respuesta a esta nota. Wait for it.
Lo digo sencillamente porque por lo menos se podría haber usado la versión original o mas frecuente del dicho alemán que reza «Si en una mesa hay un nazi y diez personas que le respetan, en esa mesa hay once nazis» que obviamente es mucho mas específica y precisa que la citada en el artículo y dice otra cosa.
Para una reciente referencia: https://www.dailymotion.com/video/x8n4si7
Sencillamente, no se entiende por qué sería más «precisa» la «versión original o más frecuente» (eso sí es imprecisión) del dicho, y menos que diga «otra cosa». Tampoco lo que señalabas en tu primer comentario. Pero tranquilo, a nadie le importa (no sólo tu comentario, lamentáblemente).
En principio que usted no entienda algo no implica necesariamente que ese algo «no se entienda». Esa generalización oculta una evidente falacia, aunque podamos admitir que ciertas veces esconderse entre una multitud pueda resultar una estrategia eficaz.
Dije original o mas frecuente porque la frase que usted atribuye a los alemanes simplemente no existe ni se usa. Se la inventó, la soñó, se la contaron o la fraguó deformando la que si habitualmente forma parte del patrimonio del habla, incluso en la actualidad, y de la cual existen suficientes pruebas a poco de buscar.
Es mas precisa por 2 razones: una numérica que alude a un consenso mayoritario y otra que refiere a una particular actitud de esa mayoría, ambos aspectos verificables en la historia alemana en la que se inscribe el sentido de la frase. Aspectos que incluso la vuelvan mas pertinente para ilustrar lo que puede estar ocurriendo en la película criticada. Es justamente ese contexto el que desaparece en la frase que usted menciona y lo que la emparenta, tal vez involuntariamente, con el cualunquismo que paradójicamente denuncia.
Dice otra cosa sencillamente porque no basta con sentarse a la mesa con otro para transmutar o devenir en el otro. La demostración por el absurdo se alcanzaría invirtiendo el orden. Resultaría suficiente sentar a una mesa con 10 personas a un Nazi para obrar el milagro. También lo puede comprobar viendo la película rumana que cité y le recomiendo.
Resumiendo, la frase empleada no dice ni puede decir nada por mucho que se intente forzarla a hacerlo, solo puede remitir circularmente a la naturaleza ramplona de su fragua. La otra por el contrario, dice mucho y quizás por eso resulte inoportuno y estéril usarla descontextualizada.
Acerca del interés que otros puedan tener sobre mi comentario, evidentemente y pese a las dotes adivinatorias que usted autopercibe tener, se trata apenas de otra falacia, en este caso un poco mas infantil. Saludos
Repetir ad nauseam la palabra «falacia» (como nuestro presidente) no demuestra que haya ninguna. En su caso, lo que abunda es la contradicción y la insustancialidad.
Dijo «original o mas frecuente» y ahora supone que no hay variantes, o que la que alude a mayor número de comensales es «más precisa», como si eso cambiara lo único importante: no se trata de cuantos se sientan a la mesa con un nazi: 10 no implica un «consenso mayoritario», y 100 tampoco. La cuestión es en efecto la «actitud», y para eso basta un sólo comensal. Es un tema ético, no numérico.
En ese sentido, si el otro es un nazi «basta con sentarse a la mesa» con él. De eso va la frase: no se trata de lo que uno dice sino de lo que hace, como vemos actualmente en nuestro propio parlamento.
La inversión de «sentar a una mesa con 10 personas a un Nazi» es una estupidez: no se trata de lo que haga el nazi, sino los comensales. Si las personas lo consienten, la frase sigue teniendo el mismo sentido. Y si no, también… Así que es completamente pertinente. Lo impertinente (en todo sentido) es su comentario.