ESTERTOR
INTRODUCCIÓN A UNA VIDA NEOFASCISTA
Punto de partida, una evidencia: un inesperado desorden ideológico define la vida en común. Evidencia microscópica: las palabras dejan de tener historia, los conceptos decisivos en ciertos campos del saber y sus consecuencias prácticas pierden sus referencias y respectivas relaciones de sentido junto a otros conceptos en solidaridad con su enunciación. Ejemplo palmario: la palabra “libertad”.
Advertencia: Estertor es la película argentina más incómoda de los últimos años. La razón es sencilla: sus responsables no tuvieron temor y quisieron filmar eso que hoy se ve como amenaza y nadie sabe muy bien cómo pudo suceder. Eso tiene un nombre: fascismo. El mero hecho de decirlo y nombrarlo resuena en la conciencia como un posible desvarío de la razón, un exabrupto intelectual que aún carga con una memoria excesiva de un pasado terrible. El siglo precedente sí lo fue y hasta los tuétanos. Karl Kraus lo sintetizó proféticamente con una metáfora escalofriante, porque dijo que a principios del siglo 20 el progreso “hace monederos con piel humana”. Hoy, ya no hay motivos para la esperanza. Pero aquel siglo no es el actual y el fascismo actual no es el de ayer. ¿No es demasiado atribuirle a un pequeño film independiente el mérito de haber podido retratar la psicología (neo)fascista de nuestro tiempo?
Estertor restringe su escenario a un departamento bastante pequeño. Hay una sola escena que tiene lugar en la calle. Es un momento de alivio, y de los más divertidos. De los 91 minutos que dura la película, el departamento se vuelve familiar: una pieza, un pasillo, un living, un balcón, la cocina, el baño. En ese típico inmueble de clase media vive un genocida. Padece alzhéimer. El hijo ha contratado a un equipo de enfermeros y cuidadores que lo atienden. Son cuatro, bastante inescrupulosos e indolentes, personas cuya relación con el mundo está definida por la inmediatez y la supervivencia diaria. Sofía Jallinsky y Basovih Marinaro se esmeran en atribuirles a esos personajes una cualidad reconocible, algo que los aqueja y atenúa moralmente la ferocidad y la vileza que son capaces de practicar; los cuatro son trabajadores precarizados, especímenes que encarnan la alienación en la que se vive y la insensibilidad concomitante que se predica de un estado de existencia embotado por la explotación naturalizada.
La película se concentra en las tareas cotidianas de los cuidadores y sus momentos libres. Le dan de comer, lo bañan, lo visten, lo acuestan, le cortan las uñas. Mientras vegeta o duerme, los empleados juegan. A veces también lo incluyen al genocida, quien seguramente, de ser un sujeto consciente y con memoria, no dudaría ni un segundo en disciplinar a los cuatro. Pero esto no es todo. Entre todos, un hombre y tres mujeres, la más grande en edad aprovecha sus turnos para hacer un negocio espurio: distintas personas visitan en la noche el departamento para darle un pequeño escarmiento a quien fue un asesino, como se lo nombra en una manifestación que transcurre en fuera de campo, de la que llegan los cánticos al interior del departamento. Es un momento paradójico no exento de comicidad, entre la irrealidad irrespirable que predomina ahí adentro y una realidad social que nunca se invoca pero que se presiente y se asume, como contrapunto semántico de la trama.
En las visitas, los extraños apenas hablan. Se los ve pellizcando o gritándole al genocida, como si en esos minutos otorgados por la enfermera pudieran transgredir la única vía legítima de reparación que es el juicio y la condena. La ficción permite trabajar sobre conjeturas de esa índole; es una decisión polémica por parte de los directores, pero no mancilla el minucioso trabajo sobre la subjetividad de sus personajes, cuya manifiesta inmoralidad es correlativa a la ahistoricidad y el desentendimiento respecto de todo lo que puede remitir a un sentido de lo común y social, o a una confrontación de la identidad propia con signos no solamente restringidos a intereses personales.
Hay secuencias tan graciosas como intolerables. Reírse es inevitable, porque el ritmo interior de las escenas es veloz, los diálogos son inteligentes y los intérpretes, prodigiosos. La crueldad obscena del personaje de Sebastián Romero Monachesi, el pragmatismo indolente del de Raquel Ameri, la inocencia perversa del de Cecilia Marani y el sadismo benevolente del de Verónica Gerez son expresiones anímicas perceptibles gracias a la ductilidad de las actrices y actores que regulan, a través de un tono apenas por encima de un realismo dramático, lo denostable de aquello que encarnan, formas de conductas exasperantes y expresiones de un fascismo casi por default, cuya expresión es más adecuada a nuestra época. No significa que Estertor sea una de esas películas que se sostiene en sus interpretaciones. Se nota en cada escena el contraplano de mucho tiempo de ensayo, pero hay virtudes de la puesta en escena que no están circunscriptas a la notable interacción de los personajes y a la composición laboriosa de sus criaturas infernales. El mobiliario, la prescindencia de música incidental y el sonido naturalista predominante, los momentos en que se opta por el plano secuencia, el primerísimo plano o el plano general denotan un concepto general. La joven pareja de realizadores sabe bastante bien lo que quiere.
La incomodidad de Estertor no es del todo localizable. Todo es molesto: el cinismo de los personajes, la sevicia como modelo de interacción, la nada psíquica del genocida en tanto que es una cáscara de un sujeto ausente, la opacidad de los clientes de la enfermera, las pequeñas venganzas y la violencia microscópica teñida de juego. El departamento es casi un laboratorio donde los personajes representan una forma de ser que dista de ser la invención lúdica de dos cineastas. En el tono casi paródico, extenuante, se refleja una posición subjetiva que tal vez esté en boga. Esa devolución irónica de lo real es irrespirable, porque la difusa política del resentimiento de nuestro tiempo no tiene en sí un signo preciso que aglutine su abyección. Ni siquiera hace falta el líder carismático, quizás sí las redes sociales en las que se experimenta la desinhibición que posteriormente posibilita la desmesura del desprecio y el odio. Lo que se pone en escena es la configuración de una forma de ser que es la que puede cobijar y abrazar una expresión política sin siquiera reconocer la ideología que lo representa. Lo que se revela lúdicamente en Estertor son las catexias fascistas que constituyen la condición de posibilidad de que algunos enunciados delirantes e intolerantes resulten asimilables. El fascismo en su dimensión microscópica no es otra cosa que una fascinación por el ejercicio del poder y un amor por él, como también la enigmática admiración por quien lo detenta, sin importar incluso el sometimiento implicado y el menoscabo de los propios intereses del subyugado, quien identifica en algún conveniente y denostado otro (por el líder) al enemigo de sus infortunios.
Estertor es incómoda, como lo fue en su momento Salò de Pasolini, o en otro registro y más reciente, Los idiotas de Lars von Trier, por nombrar algunas películas que tienen esa peculiar característica de mover el pensamiento en dirección a poder mirar de frente el abismo de la razón. Que eso pueda suceder mientras se escapan dos o tres carcajadas es constitutivo de la sagacidad de los jóvenes cineastas, quienes no temen que su película pueda ser leída como un film cómplice con su tema, que no es lo mismo que una película sobre el tema. El punto de vista es preciso, pero los malentendidos son casi inevitables.
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Estertor, Argentina, 2022.
Dirigida por Sofía Jallinsky, Basovih Marinaro.
Escrita por Sofía Basovih Marinaro.
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*Publicada por Revista Ñ con otro título en el mes de agosto.
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