ESTRENOS EN DVD (6)

ESTRENOS EN DVD (6)

por - Estrenos en DVD
07 Dic, 2009 03:23 | Sin comentarios

**** Obra maestra  ***hay que verla  ** Válida de ver  * Tiene un rasgo redimible ° Sin valor

Por Roger Alan Koza

JCVD, de Mabrouk El Mechri, Bélgica, 2008 (***)

Menos sofisticado que aquel extraño filme de Spike Jonze ¿Quieres ser John Malkovich?, quizás su versión clase B (lo que justifica por tratarse de un ascendente karateca de los ’80 devenido en estrella de cine), el filme de Mabrouk El Mechri puede ser entendido como una parodia personal, una confesión, un ejercicio lúdico de psicoterapia, o un ensayo liviano sobre el carácter indiscernible de la división ficción-realidad. En efecto, es probable que el vendedor del videoclub ofrezca JCVD como un documental de quien posee el mérito de haber exportado de Oriente al maestro John Woo. ¿No fue Van Damme quien protagonizó Operación cacería, primer filme de Woo en Occidente?

JCVD empieza muy bien: un plano secuencia coreográfico organiza el primer acto. Van Damme parece el de siempre. Patadas por aquí y por allá, “el músculo de Bruselas” se deshace de sus enemigos, hasta que todo se detiene. El actor belga no sigue una marcación y la escena, nos damos cuenta, hay que volver a filmarla. Un director chino se queja y Van Damme responde: “Es muy difícil para mí hacerlo en una toma. Tengo 47 años”. Es un pasaje virtuoso, y un anuncio de que El Mechri es un director consciente de la forma cinematográfica y de las trampas de la representación. La escena denota un dominio sobre el espacio y una concepción compleja de la ficción.

A partir de ahí, a Van Damme se lo ve en la corte. Un abogado cuestiona la posible custodia de su hija por el grado de violencia de sus películas. Éste es uno de sus conflictos, ligado a su vida afectiva, que se combina con una crisis laboral. Cerca de los 50, rodar películas de karate no es precisamente ideal. Además, hay competidores de la misma generación dispuestos a todo: Steven Seagal, por ejemplo, es capaz de cortarse la colita y robarle un papel al belga.

El centro narrativo de JVCD pasa por una toma de rehenes en un correo. Van Damme va a buscar efectivo e insólitamente se involucra en el asalto, y a pesar de ser una víctima del secuestro se convertirá, a los ojos de la prensa mediática, en el supuesto autor del delito. El representante, los padres y la hija del astro aparecen en escena: ¿son ellos? ¿Van Damme está en bancarrota? Un misterioso monólogo hamletiano parece ser el único pasaje confiable: ser una estrella de cine no garantiza felicidad alguna, aunque JVCD sí confirma que el actor, además de su musculatura, posee un cerebro.

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La piel del deseo / The Human Stain, de Robert Benton, EE.UU., 2006. (**)

Este melodrama seco y honesto es quizás la mejor película del realizador Robert Benton (Kramer vs. Kramer); su eficacia narrativa y madurez conceptual se explican a partir del origen literario del mismo y una serie de interpretaciones que evitan el estereotipo, un mal casi endémico en este tipo de propuestas cinematográficas.

Basada en la novela La mancha humana del escritor estadounidense Philip Roth, La piel del deseo (un título vernáculo que resulta tramposo y reduccionista, pues la película excede la lógica íntima del deseo) se limita a recapitular la historia de un profesor de letras clásicas, un pretexto justificado para entender la dinámica y la dialéctica que existe entre la historia social y el psiquismo, aquí examinados a través de dos tópicos excluyentes, el racismo y la diferencia de clase.

Tras unas bellas panorámicas de un paisaje nevado, una voz en off nos introduce: “Ésta es la historia de la truculenta vida y del amargo final de Coleman Silk”. Es la voz del narrador, un tal Nathan Zuckerman, interpretado aquí por el dúctil Gary Sinise, y que en las novelas de Roth funciona como su álter ego. El mejor Anthony Hopkins es Coleman, un académico en su etapa crepuscular, con un pasado que nadie conoce y que él celosamente falsifica. Por azar, conoce a una mujer más joven (Nicole Kidman); es quizás su último amor, no exento de conflictos, pues el “fantasma” de su esposo (Ed Harris), un veterano de Vietnam, la persigue. La piel del deseo oscila entre el presente de Coleman y algunos flashbacks que van suministrando información sobre su vida pasada. Los secretos se revelan y con ellos se ven los contornos de la intolerancia norteamericana.

Sobria y meticulosa en su exposición narrativa, la gran virtud de La piel del deseo es evitar tanto la afectación condescendiente como el pesimismo vulgar a la hora de describir las penas y esperanzas de sus personajes. A diferencia del libro, en el que el affair Lewinsky y Clinton constituye un fondo político relevante, aquí es un dato de color, y es tal vez esta operación de despolitización una de las debilidades del filme (junto con una escena que involucra a un cuervo, que está a un paso del ridículo). Pero el clasicismo de Benton y la fuerza del libro, que alcanza a su versión cinematográfica, sostienen, junto con el elenco, la totalidad de la película, cuya solidez intelectual se detecta en líneas como ésta: “Eres blanco como la nieve, pero piensas como un esclavo”. En efecto, el saber académico no es una garantía a la hora de conjurar las categorías con las que se aprende a pensar.

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Te amo, hermano / I Love You, Man, de John Hamburg, EE.UU. (**)

Según la difusa lógica de la distribución, hacedora del gusto colectivo, las películas de vampiros y torturas son más seductoras y taquilleras que la comedia. Este año grandes comedias libertarias como Piña express y Mal ejemplo llegaron legalmente hasta nosotros en formato DVD; de casualidad se estrenaron Adventureland y ¿Qué paso ayer?, aunque la primera fue olímpicamente ignorada por el público y la segunda se benefició del éxito en su tierra natal.

Te amo, hermano no lleva la firma de Judd Apatow, el responsable de revitalizar la comedia norteamericana contemporánea, pero su espíritu merodea, pues su gente está presente. Paul Rudd interpreta a Peter Klaven, un hombre en sus treinta, a punto de casarse y con un desafío profesional no menos relevante: la venta de una mansión perteneciente a Lou Ferrigno, el increíble Hulk, quien aquí se interpreta a sí mismo. Como suele suceder con Rudd, su personaje vehiculiza un tipo de masculinidad proclive a la ambigüedad sexual o a un tipo de sensibilidad varonil incompatible con el modelo machista dominante.

El nudo dramático del filme se predica de esta indeterminación del personaje de Rudd. ¿Cómo puede ser –se preguntan la prometida y sus amigas íntimas– que un hombre no tenga amigos confidentes, amigos de toda la vida? La sospecha deviene en obstáculo, y Rudd sale a la búsqueda de amigos. Así conocerá, después de varias citas fallidas, a un tal Sydney (Jason Segel), un solterón bonachón y canchero cuyo narcisismo (todavía adolescente) se neutraliza por su simpatía. ¿Es amor a primera vista? Lo cierto es que la química entre ellos se confirma cuando ambos descubren que son fanáticos de Rush, la mítica banda de rock canadiense de los ’80, que además tiene un cameo glorioso en un pasaje del filme.

Te amo, hermano no presenta sofisticación alguna en su forma, pero está escrita con una inteligencia incuestionable. John Hamburg (Mi novia Polly) es un guionista celoso de su escritura. Su virtud como director pasa por el cuidado del timing de sus intérpretes y la fluidez de sus diálogos. A la vieja usanza del Hollywood pretérito, Hamburg concibe la comedia como un laboratorio lúdico en el que se explora el orden simbólico de una sociedad determinada. Aquí, se trata de entender cómo la seducción es una fuerza que atraviesa la vida de los hombres. Transformar una conquista en amistad o en erotismo son dos caminos posibles. La discreta lucidez de Te amo, hermano consiste en demostrar la legitimidad de cualquiera de los dos.

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Río congelado / Frozen River, de Courtney Hunt, EE.UU., 2008 (**)

“Como en Estados Unidos”. Célebre sentencia intoxicada de candor e ideología con la que se intenta establecer un patrón de perfección cívica que supone un modelo platónico e ideal de cómo las cosas deben ser hacia el cual habría que orientarse.

Pero Estados Unidos es otra cosa. Un país desigual, primitivo, proclive a la ignorancia y a la violencia, xenófobo y racista. La pretérita utopía de Jefferson y Emerson, o lo que Walt Whitman denominó “Perspectivas democráticas”, fue traicionada hace varias décadas. Lógicamente, los cuentos que provienen de Hollywood eluden o maquillan la vida de una mayoría silenciosa que vive en las sombras del sueño americano. No es el caso de Río helado, extraña película estadounidense que revela la precariedad del proletariado yanqui e indirectamente problematiza la obsesión de los extranjeros por radicarse en la “tierra de los sueños”.

Ray Eddy (Melissa Leo, quien estuvo nominada por este papel en la última edición de los Oscar) vive con sus dos hijos en una casa prefabricada en la frontera con Canadá, zona en la que todavía hay reservas iroqueses. Su esposo, jugador y adicto (que permanece fuera de campo en toda la película), los ha abandonado. La Navidad se acerca y la fantasía máxima es sustituir la vivienda.

Desesperada, Ray conocerá azarosamente a Lila, una joven de la tribu Mohawk, que se sostiene económicamente “contrabandeando” inmigrantes ilegales. Un lago congelado convertido en autopista es el camino de chinos, paquistaníes y latinos para ingresar a EE. UU. ¿Pymes de la desesperanza? Al menos, los blancos y los nativos desplazados de la economía oficial sobreviven con esta “industria”. 1200 dólares en un par de horas es una suma imposible para una mujer como Ray, cuyo trabajo part-time en un supermercado los fines de semana es su máxima aspiración laboral.

La privación instituye conductas vergonzosas. El desempleo disciplina e insensibiliza, lo que explica cómo un extraño deviene en mercancía de contrabando, y aunque Hunt tensa hasta el límite el carácter alienante de la carencia cree discretamente en la dignidad humana. Sus criaturas no sucumben a la vileza, como se ejemplifica en su desenlace o en la escena más controversial del filme, que involucra a una pareja de paquistaníes.

Estéticamente sobria y políticamente precisa, Río helado condensa su radiografía social en la delicada capa de hielo por la que se desliza el automóvil que en el baúl esconde a los forasteros. El bienestar se desquebraja, todo lo sólido se hunde, incluso aquellas naciones omnipotentes calificadas como serias.

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La muerte de un presidente / Death of a Presidente, de Gabriel Range, EE.UU. 2007. (*)

Satanizado por miembros del congreso y figuras de Hollywood por igual en el momento de su estreno, el falso documental de Gabriel Range presentaba una agenda precisa: deconstruir y desmigajar la lógica y las falacias concomitantes de un programa político estructural de la Casa Blanca, a partir de una premisa escandalosa: la hipotética muerte del presidente George W. Bush, tras una conferencia pública en Chicago durante el 2007. Una conjetura verosímil para una nación en la que la conspiración ha estado siempre a la orden del día.

Siempre oportuno para convertirse en material paródico o para ser embestido por su tangible ineficacia, no es la primera vez que el cuadragésimo tercer presidente de EE.UU. es el protagonista de un filme, ya sea de ficción o documental. En Fahrenheit 9/11, Michael Moore intentaba doblegar la voluntad de los electores para un segundo período vía un retrato impío sobre las canalladas del mandatario en función de acrecentar los negocios de familia. Oliver Stone, por otra parte, fascinado como siempre por el poder y por cómo éste subyuga la intimidad, sintetizó la personalidad del presidente en un alcohólico devenido en religioso, un modo de conjurar un pasado paradójico en el que la voluntad de poder y cierto complejo de inferioridad delimitaban la vida interior del texano.

En La muerte del presidente Bush es una cifra a descifrar: más que un sujeto específico a develar es una marca registrada que condensa una política de estado favorecida y protegida por las consecuencias de la desgracia nacional del 11 de septiembre de 2001. En el filme de Range se propone otra desgracia: la muerte de Bush, y con esto se despliega una tesis y una sospecha: la total irrelevancia del presidente, pues nada cambia, más bien se radicaliza, en la política del gobierno, y Dick Cheney es el asequible sucesor. Los nombres no importan. Invadir Siria o perfeccionar el Acto Patriótico son secuelas lógicas.

Range elige emular la estética del documental televisivo. ¿Es un programa de History Channel? Una mujer siria, un activista de izquierda y un excombatiente de Irak son los personajes conceptuales que tienen la palabra. Los procedimientos del FBI sobre el caso remiten a escala menor a la ridícula búsqueda de armas de destrucción masiva en los cuarteles de Saddam Hussein. Si no se puede verificar una sospecha, es legítimo manufacturar una evidencia. La verdad se construye.

EE.UU. es un país extraño. ¿Qué sociedad imagina y filma la muerte de su presidente en ejercicio? Quizás sea lógico para una cultura en donde espectáculo y cine son términos equivalentes. Después de todo, las Torres Gemelas fueron objeto de atentados previos a su consumación hiperrealista. Hollywood entrena, los enemigos ejecutan. Los guiones sobre Obama, el último Premio Nobel de la Paz, ya están en marcha. Por ahora, al menos en la ficción, no hay indicios de que una bala detenga su administración, revestida de racionalidad y esperanza.

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AHORA EN DVD

Enemigos públicos / Public enemies, de Michael Mann, EE.UU, 2009. (***)

La última película sobre John Dillinger, el mítico ladrón de la época de la depresión, puede ser más o menos verosímil históricamente, pero es un verdadero prodigio formal en materia cinematográfica, pues Michael Mann parece haber encontrado en el soporte digital un nuevo camino para el cine. Véase la fuga inicial en la que Dillinger y otros convictos se escapan de una penitenciaría, o la magnífica y virtuosa secuencia que transcurre en un bosque en la noche. El espacio cinematográfico, la profundidad de campo y el retrato de los cielos parecen haber encontrado otro modo de registro. Y además, cuando en el epílogo el personaje de Depp visita una sala cinematográfica, Mann nos recuerda el poder del cine sobre nuestras fantasías.

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Adventureland, de Greg Mottola, EE.UU., 2009 (***)

Una de las grandes películas del año, que pasó por los cines de Córdoba sin pena ni gloria, es un ejercicio amoroso de reconstrucción histórica no sólo de una década, la de 1980, sino de una experiencia de juventud previa a la digitalización obsesiva de los vínculos entre pares. Un joven desea viajar por Europa y estudiar periodismo en la universidad de Columbia, pero la política económica de Reagan afectará la economía familiar, por lo que trabajará en un parque de diversiones durante un verano para poder juntar dinero, aunque lo más relevante es que se enamorará y conocerá a otros jóvenes con diversas aspiraciones. El filme de Greg Mottola hace una finta a la imbecilidad característica del cine norteamericano de adolescentes; son 107 minutos de inteligencia y sensibilidad que exceden una cultura específica.

Todas las críticas fueron publicadas por el diario La voz del interior durante el 2009.

COPYLEFT 2009 / ROGER ALAN KOZA