ESTRENOS EN DVD (8)
**** Obra maestra ***Hay que verla **Válida de ver * Tiene un rasgo redimible ° Sin valor
Por Roger Alan Koza
El fantástico señor Zorro / Fantastic Mr. Fox, Wes Anderson, EE.UU., 2009 (****)
Los dos grandes directores estadounidenses surgidos en la última década son Paul T. Anderson (Petróleo sangriento) y Wes Anderson (Viaje a Darjeeling). No son hermanos, ni parientes lejanos, pero sí están hermanados en hacer un tipo de cine absolutamente personal en medio de una industria colosal que impone sus límites y sus códigos. Un plano de cualquiera de estos Anderson es reconocible. En efecto, la escritura cinematográfica existe, y la de Wes Anderson es una de las más hermosas y excéntricas del cine hollywoodense.
El fantástico señor Zorro, la sexta película de Anderson, es un filme animado. He aquí la novedad, aunque el hecho de tener que filmar imagen por imagen no ha impedido los grandiosos travellings laterales, el fino trabajo sobre la profundidad de campo, la obsesiva composición de simetrías en todos los planos y un uso particular de la música pop de los ’60 y ’70, matizada por las piezas musicales de Alexandre Desplat, rastros ostensibles en toda la obra del director. Como siempre, el tema es la familia, ni tradicional, ni disfuncional, sino excéntrica, es decir, alejada de las tradiciones, lo que conlleva para sus miembros una dialéctica entre la pertenencia y el desamparo.
Basada en un cuento de Roald Dahl, y escrita por Anderson y Noah Baumbach (Historia de familia), El fantástico señor Zorro es secretamente la lucha de su personaje central, el Sr. Zorro, por domar su instinto y abstenerse de su especialidad: robar aves. Es un “animal salvaje” devenido en periodista y padre de familia, capaz de nombrar en latín a cada especie que lo rodea, y pensar como si fuera un existencialista en la contingencia de su zorreidad: “¿Por qué un zorro y no un caballo, un escarabajo o un águila calva?”.
Lo cierto es que su identidad se define por la exposición al peligro y, por consiguiente, el Sr. Zorro volverá a sus andanzas. Acompañado primero por un amigo y luego por su atlético sobrino, saqueará los depósitos de tres poderosos productores. Habrá venganza, y la vida animal no será la misma, tampoco la familiar.
Si bien son zorros humanizados, Anderson privilegia los colores cercanos al marrón y los intertítulos que anuncian el paso del tiempo siempre se refieren al tiempo humano y al de los zorros, un procedimiento que lo distancia de Disney y su propensión a humanizar (y colonizar) el mundo animal. En un pasaje misterioso, la aparición de un lobo y el posterior reconocimiento entre éste y el Sr. Zorro parece remitir a un pacto entre especies. Todos los animales, salvajes y civilizados, luchan por sobrevivir. Anderson suscribe a un ideal de cooperación, y cuando se trata de un enfrentamiento de vida o muerte la camaradería es un imperativo, como lo prueba el duelo entre una rata y el fantástico señor Zorro.
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Lejano / Uzak, de Nuri B. Ceylan, Turquía, 2002. (***)
Un bellísimo plano secuencia inicial: una figura humana se ve a la distancia en el medio de un poblado rural cubierto de nieve. El plano siguiente transcurre en un cuarto de Estambul: un hombre está a punto de acostarse con una mujer. Ella está en el fondo del cuadro, ligeramente desenfocada, y él parece distante y cansado. Después sabremos que se trata de su ex mujer. Con esos dos planos se presentan los personajes y se establece el tema central de Lejano: la incapacidad de los hombres de conectarse entre sí, la distancia entre los cuerpos y la lejanía infranqueable entre sujetos, o cómo la soledad es invencible en tiempos en donde el valor absoluto es el individuo a secas.
Yusuf viene del campo en búsqueda de trabajo. Su primo, Mahmut, un fotógrafo exitoso, le da acogida en su espléndido departamento en Estambul. Yusuf espera encontrar trabajo en una semana. Le encantaría ser marinero. Mahmut todavía procesa su divorcio, y ha perdido, además, el sentido utópico de su trabajo. Alguien le recuerda que quería hacer filmes como los de Tarkovski. En efecto, por las noches verá Stalker o Solaris, pero cuando su primo esté durmiendo alternará los planos del cineasta ruso con imágenes de una película porno.
El espíritu de la película se sintetiza en una laucha que merodea en la casa. Su destino es una metáfora del destino de los protagonistas, como deja bien en claro el plano final sobre el rostro de Mahmut. Aquí, el único consuelo es contemplar la belleza de Estambul cubierta de nieve, un reparo insuficiente para doblegar la tristeza y la soledad de los hombres.
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Katyn, de Andrzej Wajda, Polonia, 2007. (**)
Mientras Hollywood viene reescribiendo el Holocausto y propone suturar sesgadamente la calamidad histórica y política por excelencia del siglo XX, he aquí un filme que revisa un segmento menos conocido de la historia del fascismo castrense característico del siglo pasado: la masacre de Katyn.
Después del pacto entre Stalin y Hitler, el legendario politburó soviético ordenó la ejecución de más de 22.000 ciudadanos polacos, la mayoría de ellos oficiales del ejército e intelectuales. Tras la exhumación por parte del ejército alemán, los soviéticos hicieron responsables a los nazis y viceversa. Recién en 1990, la Unión Soviética reconoció lo que todos sabían: fueron los rusos.
A los 82 años, Andrzej Wajda, el cineasta más importante de Polonia junto con Jerzy Skolimowski, reconstruye ese pasado jamás olvidado, que recientemente tuvo un nuevo capítulo: el pasado 10 de abril, el presidente polaco Lech Kaczyński, cuando viajaba para conmemorar la masacre, murió en un accidente de avión. Katyn, que está dedicada al padre del director, una víctima de este exterminio, es tanto una película personal como nacional. Quizás por eso no se pueda identificar a un protagonista específico, a pesar de que el relato así lo sugiera por momentos. La estrella del filme son los polacos.
Narrativamente elíptica y (im)previsible, Katyn empieza con la ocupación nazi y soviética, prosigue con la instauración de campos de concentración y concluye con las consecuencias “secretas” sobre la vida de los sobrevivientes. Distintos personajes (hijos y esposas) van tomando protagonismo, aunque ninguno de ellos es el eje del relato. El diario personal de un militar polaco sirve para visualizar la aniquilación, que se mantiene en fuera de campo hasta su magistral y sombrío desenlace. La impiedad es el temple del procedimiento: una bala en la nuca, un pasadizo con sangre y una fosa común remiten a un matadero de ganado. Un fundido en negro cierra la película mientras se escucha música coral de Penderecki.
Como Makavejev en Sweet Movie, Wajda inserta algunos fragmentos del material de archivo, filmado por los nazis, de la exhumación de los cuerpos. En este caso, no son ellos los asesinos, aunque el modo de registro indica indiferencia y goce. Como su colega serbio, Wajda sugiere una similitud estructural entre el fascismo hitleriano y el estalinista, quizás una tesis discutible, pero que para el hijo de un sobreviviente es una verdad histórica e incuestionable.
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Confesiones de una prostituta de lujo / The Girlfriend Experience, de Steven Soderberh, EE.UU., 2009. (**)
Steven Soderbergh es un director extraño. A fines de la década del ’80, su ópera prima Sexo, mentiras y video fue un ícono del llamado cine independiente (norteamericano). Más tarde, ganó varios Oscars por Traffic, un filme horrible y de dudosa ideología; posteriormente, con los galanes más caros del mundo, se robó un par de bancos en Las Vegas. El mismo realizador alguna vez adaptó fragmentos de ciertas obras de Kafka e hizo un biopic heterodoxo sobre el escritor checo; también revisitó Solaris de Tarkovski, y en su proyecto más descabellado retrató la vida de Ernesto Guevara en un filme de cuatro horas a contramano de la industria a la que sin duda pertenece.
Confesiones de una prostituta de lujo, que bien podría haberse titulado “Sexo, mentiras e Internet”, está en la línea de Full Frontal y Bubble, películas experimentales y de bajo presupuesto que Soderbergh viene realizando a lo largo de su carrera. Aquí, la novedad pasa por su protagonista, Sasha Grey, la joven estrella porno que alguna vez pensó como nombre artístico Anna Karina, quien admira, lógicamente, a Godard, lee existencialismo y novelas de Thomas Pynchon, y que además pretende convertirse en una futura Catherine Breillat, la prestigiosa directora francesa de Romance y Anatomía del infierno, películas protagonizadas por otra estrella porno: Rocco Siffredi.
Grey es aquí Chelsea, una acompañante de primer nivel que trabaja en Nueva York; sus precios van de 2000 dólares por una hora a 25.000 por una salida completa. Chelsea, esencialmente, escucha a sus clientes: familia y economía son los temas preferidos, siendo este último tópico una preocupación excluyente: los mercados se derrumban (fines del 2008), y sus clientes le recomiendan que invierta en oro. Chelsea, no obstante, también desea mejorar su página web. El oro podrá ser tangible, pero su marketing depende del universo virtual. De allí surgen los deseos.
Aunque suene ilógico e improbable, Chelsea vive hace más de un año y medio con un personal trainer, con quien tiene “una conexión especial”, una experiencia que rara vez puede sentirse con un cliente, como le dice una colega a Chelsea. Una pareja ideal, dos profesiones orientadas al bienestar del cuerpo (ajeno), aquí concebido como capital y mercancía.
Soderbergh, que además de dirigir sostiene la cámara, elige extensos planos generales y evita casi siempre filmar los diálogos en campo/contracampo, el modo estándar de retratar la interacción verbal en el cine contemporáneo; ése es el experimento de su película, aunque su verdadero logro pase por develar cómo en nuestro presente el lenguaje corporativo y empresarial regula la intimidad y la cotidianidad. El yo es una marca, un personaje. El viejo concepto psicoanalítico de economía libidinal adquiere aquí una perversa actualidad
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Acné, de Federico Veiroj, Uruguay-España, 2007 (**)
Poco sabemos del cine uruguayo, y rara vez se estrenan acá las pocas películas que se realizan en ese país vecino. Después del éxito internacional de Whisky, La perrera y El baño del Papa, fueron bienvenidas en festivales, y la tímida producción uruguaya adquirió visibilidad internacional. Un poco más tarde, Acné, la ópera prima del joven Federico Veiroj, quien se formó como cinéfilo en la legendaria cinemateca de Montevideo, debutó en Cannes 2008, en la prestigiosa Quincena de los Realizadores, una confirmación de que en el país de Artigas se está haciendo cine.
Acné pertenece a ese género impreciso llamado en inglés “coming of age”, películas de crecimiento o de pre-iniciación, en el que el relato se centra en un personaje principal que empieza a convertirse en hombre. Rafael (interpretado por Alejandro Tocar), un adolescente judío de 13 años, vislumbra qué puede ser la vida adulta, y eso implica, entre otras cosas, debutar. En la superficie, todo parece circunscribe al sexo y el imperativo hormonal parece dominar su conducta, aunque el desamparo existencial característico de la edad, enmudecido pero presente, se expresa a su manera. Sus padres están por separarse, su mejor amigo quizás viaje a Israel y se quede a vivir, sus granos avanzan sobre su rostro y nada parece satisfacerlo o reclamarle su interés. La mediocridad es un futuro enemigo, como lo sugiere una charla ocasional con el padre. Si bien Rafael debuta con la mucama de la casa y visita un prostíbulo cada tanto, un mandato de clase y de género, su preocupación central pasar por besar por primera vez a una compañera de curso.
Hay un momento particular que transcurre en la escuela a propósito de un posible viaje a Israel. El moderador propone ver un documental sobre el Holocausto. No es Noche y niebla, pero bien podría serlo. Es el único momento en toda la película en el que a Rafael le importa algo y presta atención. Un compañero dice que el documental le resulta un embole, y hace un chiste: “Además, ya sabés el final: mueren seis millones…”. Es una escena provocativa, que puede pasar desapercibida, pero que revela el lugar de la mirada del realizador.
Acné ofrece observaciones puntuales de clase, que se entrecruzan con otras respecto de una comunidad minoritaria en Uruguay, la judía, sin por esto desatender un estadio que se interpreta como problemático: la adolescencia. Veiroj sostiene todo su relato a través de planos fijos y largos, y jamás los musicaliza. A medida que el personaje aprende y crece, los planos cerrados van dando lugar a planos más abiertos. Eso en el cine tiene un nombre, puesta en escena, y no es poco para una primera película.
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Aparecidos, de Paco Cabezas, España-Argentina, 2007. (° Sin valor)
Las películas de terror clase b muchas veces ejercitan oblicuamente una crítica social. Aparecidos, el filme de Paco Cabezas, pertenece en parte a este universo cinematográfico, aunque su pretensión doble y paradójica, entretener y concientizar, disloca el terror que busca y ridiculiza su moraleja política, objetivo noble e incuestionable, pero que exige rigor histórico (en este caso) e inteligencia política. ¿Cómo, si no, hacer un filme de fantasmas cuyo estatuto de espectros coincide con ese vocablo preciso de nuestra historia: desaparecidos?
La premisa no es necesariamente improcedente e indecente. En nuestra historia nacional, un desaparecido es un fantasma material: desconocemos su paradero, y de esto se predica una errancia simbólica. El derecho a saber significa incorporar instancias esenciales de una vida que se resisten a ser parte de un relato. El trauma es, por definición, exactamente eso: una memoria dolorosa que se fuga de la historia de un sujeto, de una comunidad, de un país.
Aparecidos larga el 13 de agosto de 2001. Es un dato arbitrario, pues los sismos preparatorios para la debacle nacional no son parte del relato. Podría ser hoy, hace dos años, hace una década. Lo que importa es que en ese presente impreciso dos hermanos de nacionalidad española visitan Argentina. Su padre está en estado vegetativo. Tienen que tomar una decisión: desconectar al progenitor, y apurar los trámites hereditarios. De los dos, y no es un dato menor, es el más joven, Pablo, el que tiene un gesto menos utilitario. Le habla a su padre, toca su mano y le avisa que su hijo está presente. No tardará en responder.
Pablo quiere saber un poco más sobre su padre, y convence a Malena, su hermana mayor, de viajar a la Patagonia, cerca de Rawson, donde su padre ejerció como médico. Arriba de una Ford rural emprenden un viaje al pasado. Y el pasado de su familia, como el de Argentina, no es un pasado exento de mentiras, traiciones, asesinatos, violencia, odio. Y es así que la aparición de una misteriosa niña en el medio de la nada patagónica será el presagio de varias apariciones. Son fantasmas del último proceso militar, son fantasmas desconocidos de la vida personal de los dos hermanos. Lo que sigue es un despropósito inaudito: cambiar la historia volviendo literalmente a ella en un presente yuxtapuesto al pasado. ¿Un túnel del tiempo? ¿Un anillo de Moebius? En la cabeza de Cabezas todo parece posible.
Narrativamente incoherente y políticamente inocente, Aparecidos se parece a varias películas de terror de la última década. A diferencia de Sexto sentido, una de fantasmas con un fondo político difuso y preciso, además de ser un intento de actualización (no del todo exitoso) del clasicismo hollywoodense, Aparecidos posee un ritmo narrativo veloz en donde todo está codificado: las panorámicas turísticas sobre la Patagonia, las paletas de colores y las elecciones musicales, todo explicita qué se debe sentir y qué se debe pensar. La máxima conquista de Cabezas son dos secuencias correctas de levitación.
Una de las últimas secuencias propone que los desaparecidos están entre nosotros: abandonados en las calles, atribulados, ignorados, en un limbo de injusticia perenne, en la medida en que la sociedad desestime ir hasta las últimas consecuencias en el esclarecimiento de los asesinatos sistemáticamente perpetrados por parte del terrorismo de estado. No obstante, la puesta en escena de Cabezas parece más un comercial que un momento cinematográfico. La ciudad se detiene, los desaparecidos son invisibles, llueve y el tráfico es infernal. Es una publicidad de derechos humanos en medio de una película. Una idea justa, pero no justo una imagen.
Todas las críticas fueron publicadas por La Voz del Interior durante el año 2010.
COPYLEFT 2010 / ROGER ALAN KOZA
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