ESTRENOS ETERNOS (19): MISIÓN IMPOSIBLE: NACIÓN SECRETA / MISSION IMPOSSIBLE – ROGUE NATION

ESTRENOS ETERNOS (19): MISIÓN IMPOSIBLE: NACIÓN SECRETA / MISSION IMPOSSIBLE – ROGUE NATION

por - Críticas, Estrenos eternos
27 Mar, 2020 08:12 | Sin comentarios
En pocas palabras, una de las grandes películas de la década.

LOS AMIGOS DE ETHAN

Nada está por encima de la amistad en Misión Imposible: Nación secreta (y en las precedentes películas de la serie), un valor inamovible en el universo simbólico de estos misteriosos agentes que, frente a una decisión excluyente entre la racionalidad de Estado y las razones del corazón, prefieren lo segundo. El deber es un valor castrense y vertical; la lealtad desconoce banderas y es una virtud horizontal. En Misión Imposible: Nación secreta se pone en peligro la vida de Benji, el amigo de Ethan y miembro del equipo, y frente a esa situación no se analiza ninguna opción que no sea la de salvarlo. Lo mismo hubiera pasado si en vez de Benji fuera Luther. ¿No es aquí donde la tenue política de la saga resplandece? La discreta amabilidad de esta saga reside en privilegiar una de las pocas cosas que no se desgasta con los años: la amistad.

Como suele suceder en este género de espías y agencias de inteligencia, el trasfondo político es inevitable y necesario. La lúdica inverosimilitud de las acciones se conjura frente a la localización de un enemigo posible que opera como contrapeso, sumado, por igual, a la credibilidad visual de las proezas físicas del héroe. En cada versión de Misión imposible se puede adivinar en dónde yace la amenaza y el terror en el imaginario global. Es que las películas de espionaje, sean las de James Bond, Jason Bourne o Ethan Hunt, nunca están disociadas de un imperativo de lo real. Ese vínculo entre el espectáculo y la política es indesmentible.

Misión: imposible – Nación secreta / Mission: Impossible – Rogue Nation, EE.UU, 2015.

Dirigida por Christopher McQuarrie. Escrita por C. McQuarrie y Drew Pearce.

El enemigo es cada vez más difuso, aunque se lo pueda identificar (in)adecuadamente con los vestigios belicosos de la geopolítica que involucra a Rusia y a otros países limítrofes de esa región; es un horizonte político al que no se sabe aún cómo caracterizar. Está claro que el terrorismo no está teñido de islamofobia, y aquí se lo relaciona con una nación fantasma, cuyo líder pretende llevar adelante una revolución. Este último término no se asocia ni por equívoco a un horizonte emancipatorio, es más bien la perversión de un hombre que no encuentra su lugar de poder en el sistema que pretende voltear, como muy bien lo glosa Ethan en un duelo final. Un poco antes, el esplendor del cinismo contemporáneo se enuncia sin ambages: “No hay aliados en el arte de gobierno, solo intereses comunes”.

El correlato estructural de la indeterminación de la identidad del enemigo y del poder que detenta, o los miembros de la nación fantasma, es la constante dislocación narrativa respecto del espacio en sí. En una escena magnífica en la que Ethan se está entrenando en un austero cuarto durante la mañana, los agentes de la CIA pretenden atraparlo por sorpresa. El asunto, aparentemente, tiene lugar en La Habana, pero muy pronto se descubre que él está en París, invirtiendo el sentido de la emboscada (que es diegética y extradiegética, en tanto abarca la posición de los soldados y del público).

La movilidad del agente y el desarrollo de la acción en distintas capitales del mundo no es ninguna novedad en el género. En un mismo film, Bond podía estar en Alaska, Nueva York y Shanghái. Lo interesante en Misión imposible es la velocidad de los cambios geográficos en la escena, de lo que se predica un nuevo código poético en el que las elipsis se asimilan sin pensar, porque pueden ser presupuestas. Esta lógica espacial se asienta en una ontología compartida por todos. Nuestro modo de estar en el mundo se define por la dislocación. El espacio concreto apenas se cifra en un IP de la computadora, una constricción física mínima, porque la interacción desconoce distancia. La prodigiosa escena inicial donde Ethan trepa en un avión en el que se transporta una carga militar naturaliza y establece una comunicación fluida entre Ethan y Benji que están en Bielorrusia con Luther que está en Malasia y William que sigue el desarrollo de la operación desde Estados Unidos. La comunicación instantánea resulta plausible, porque ya no se trata de una experiencia de pocos; lo distintivo es la intensificación que alcanza el empleo de un nuevo hábito en la constitución de una escena. En este sentido, Misión Imposible: Nación secreta es un film que no tiene que prescindir de la gran tradición cinematográfica del siglo XX para poder incorporar los modos de experiencia digital que van fagocitando la forma de organización de los relatos y el sentido del registro del espacio. El clasicismo y la contemporaneidad conviven en el interior del film sin dificultad alguna.

En efecto, nada más clásico podemos encontrar hoy en el cine de acción contemporáneo que toda la secuencia que transcurre en la Ópera de Viena, a propósito de una función de Turandot, de Puccini y Alfano, en la que El Sindicato planea asesinar al primer ministro de Austria, quien estará presente en la función. Todo lo que sucede de principio a fin, desde el momento en el que Benji baja del subte para dirigirse al concierto, es de una precisión formal y narrativa admirable. La laboriosa composición de cada plano indica que nada está librado al capricho. Véanse el plano general en picado para observar el desplazamiento de Benji en el subte, la relación de continuidad entre un cambio de foco que lleva de una pelea entre Ethan y un exagente israelí a la misteriosa Ilsa que acomoda su pierna izquierda para fijar la escopeta y así no fallar en el disparo desde las bambalinas del teatro, o los geométricos planos simétricos en profundidad de campo que sostienen el suspenso de toda la secuencia. El interior del plano y la relación de cada uno de los planos que conforman la escena en la Ópera lucen una efectividad absoluta. El rigor es total.

Lo notable pasa por cómo entiende McQuarrie el espacio; este no es otra cosa que entidad dramática. El espacio es aquí la materia inicial y fundamental del plano donde se deben escribir figuras diversas que van de aquí para allá articulando el suspenso dramático. La relación del desplazamiento de los intérpretes en el espacio y el montaje paralelo con el que se siguen las acciones en simultáneo están en una manifiesta sincronía con el desarrollo de la obra musical, en cuya partitura reside la señal para el disparo y dirige el tiempo de la totalidad de la escena. Todo puede ser visto como una gran coreografía en la que la totalidad es hechizada por un ritmo solo posible en el cine. Esto es cine puro en el medio de un relato de espías.

A nadie se le ha escapado la relación de este pasaje con el final de El hombre que sabía demasiado de Hitchcock, pero en lo que no se ha insistido es que esta escena, concebida como un segundo espectáculo de ballet que ocurre en paralelo a la ópera de Puccini, está ubicada a los 30 minutos del inicio. Lo que podría ser el clímax insustituible en un film está al principio, sin miedo a perder la sorpresa en lo que sigue. ¿Es posible sobrevivir a esa perfección estética? Sí. No menos genial es la secuencia que tiene lugar en un inmenso tanque de agua, escena que dura exactamente tres minutos y segundos, en total coincidencia con el tiempo durante el cual Ethan puede mantenerse sin respirar bajo el agua, y que también puede apreciarse como una segunda pieza de ballet mecánico en la que bailan el cuerpo de Ethan, Ilse y las máquinas que giran sin parar. Esta escena tampoco está en el final, como si los responsables de Misión imposible se hubieran propuesto exigirse un poco más por cada escena notable que conquistan. Ambas escenas, además, funcionan como una forma de erotismo diferido entre Ethan e Ilse, que arranca en el inicio, en una extraordinaria contienda entre ellos y varios hombres de El Sindicato.

Pasan los años y Misión imposible persiste. Cada tres años, a veces más otras menos, llega un nuevo desafío. A esta altura, como sucede con Rocky, el conjunto de películas constituye un indirecto documental sobre Tom Cruise y su habilidad ostensible de sortear el paso del tiempo. Quizás habrá que buscar la resolución del misterio de su vigor en la espantosa cienciología. Si de la metafísica de un chanta depende la atlética evidencia del intérprete, condición necesaria para darle vida al personaje indisociable de quien lo encarna, pues entonces démosle a esta superstición una dosis de caridad pragmática. Es preferible que Cruise llegue a la décima Misión imposible que ponerse a reñir con este incomprensible dogma que seduce a muchas estrellas de cine.

Esta reseña fue publicada por A Sala Llena en julio de 2018.

Roger Koza / Copyleft 2020