ESTRENOS ETERNOS (25): SÁTÁNTANGÓ
LA CAPITULACIÓN
Detrás de la inmanencia sin fisuras y de la tierra siempre mojada que jamás deja de ser barro, en ese mundo que Sátántangó plasma en un poco más de 170 planos a lo largo de 439 minutos en blanco y negro, y en el que el sol es una interdicción atmosférica y simbólica, lo único que retiene un signo de trascendencia es el rostro. Los hombres y las mujeres que habitan el universo concebido por Béla Tarr y László Krasznahorkai no tienen rasgos redimibles. Los mueve el dinero y la especulación no les resulta moralmente incómoda; pueden mentir, vigilar y traicionar sin remordimiento; la amabilidad es un ademán desconocido y el maltrato, una costumbre ubicua. Como se dice sin énfasis pero con claridad meridiana en los primeros minutos, la contundencia de la indefensión los define. Quienes así se sienten sospechan de todo, en nada y en nadie creen. Todo lo que sucede en el relato hunde a la humanidad en una existencia condenada y lúgubre, matizada ocasionalmente por la limitada alegría de ponerse a bailar en una taberna mientras suena un solitario acordeón y las copas de vino se acopian hasta que se desplomen todos los presentes. Breve éxtasis de los desesperados, el paso a un nirvana etílico es eficiente para apagar la conciencia de su padecimiento constante. El relato es feroz, pero los primeros planos de las caras prodigan una discreta piedad.
El origen literario de Sátántangó organiza la estructura narrativa de la película, provee su orden simbólico y también algunos de los recursos formales. La división por capítulos corresponde a la división de la novela de título homónimo de Krasznahorkai; el escritor y Tarr hicieron juntos el trabajo de darle realidad material a la densidad discursiva del libro, cuyos párrafos extensos y sin pausas pueden ser pensados como equivalentes a la predilección de Tarr por el plano secuencia. La contigüidad entre novela y película se puede cotejar también en la voz en off que suele cerrar cada capítulo y cuya alocución proviene directamente del libro. La película respeta asimismo la secuencialidad narrativa en reverso, de lo que se predican distintos puntos de vista sobre algunas escenas mientras los avances y retrocesos del relato estiran la experiencia de la duración del tiempo percibido que no se corresponde con el tiempo diegético. El relato baila el tango evocado por su título, siguiendo la lógica que exige la tradición de ese género musical. Del mismo modo, la voluntad de continuidad entre palabra y plano puede entreverse en los movimientos de cámara durante casi toda la película en relación con una de las metáforas centrales del libro (y la película) que da el nombre a dos capítulos: “El trabajo de la araña 1 y 2”. En efecto, los diminutos representantes de los artrópodos extienden sus redes en los recovecos y pocas veces son descubiertos en su quehacer. Si la cámara dejara en el espacio que recorre una prueba de su desplazamiento, el plano revelaría una red. Lo que se compara con la labor de las arañas es la ineficiencia del trabajo humano y la inutilidad de la búsqueda de sentido. Hay una escena al paso en un almacén que así lo explicita. El nihilismo acecha, avanza y descompone lo orgánico.
Es indesmentible la cercanía entre el libro y la película, y la decisión del cineasta y el escritor de que así debe ser. Pero basta tomarse el trabajo de leer las primeras páginas del capítulo inicial, “La noticia de que llegan”, o cualquier fragmento al azar del voluminoso libro para verificar la diferencia inconmensurable entre los dominios del cine y la literatura. El plano de 9 minutos que inaugura Sátántangó no pertenece al orden del discurso, más allá de que todo aquello que ha sido filmado puede ser laboriosamente descripto por alguien que domine la prosa y ostente un vocabulario caudaloso. La prepotencia de lo real es susceptible de transferirse al plano porque la cámara presupone una transacción poderosa entre el estímulo de lo abierto de lo real y el lente, a pesar incluso de las delimitaciones que impone el encuadre y el concomitante recorte del campo visual. Lo que sucede en ese entramado visual y sonoro del plano de apertura con las vacas, el barro, el plomizo cielo cerrado y sin horizonte, las casas derruidas y los galpones devastados no puede ser condensado materialmente por la literatura, porque un travelling no es asimilable a la palabra y porque la realidad no se transfigura por completo en el signo. La proeza de Sátántangó consiste en amalgamar los placeres de la experiencia literaria con los propios de la experiencia cinematográfica, sosteniendo la diferencia y conjurando al mismo tiempo la ilustración de la novela. He aquí una prueba categórica de cómo se deben abordar las grandes novelas en el cine. El academicismo brilla por su ausencia.
El gran tema de Sátántangó no es la ubicuidad del mal en clave teológica, como puede inducir a considerar el título. La metafísica ya está exangüe, aunque todavía sobreviva una memoria de lo transcendente en viejas taras religiosas. La angustia central señorea el espíritu del relato, pues la disolución de la unidad es constitutiva de ese sentimiento. El dilema ético y político de Sátántangó se cifra en esa visión filosófica. Al final del segundo episodio, “Resucitamos”, el narrador dice: “En el este, el cielo se despeja rápido como los recuerdos. Hacia el amanecer, lo rojo cubre el agitado horizonte. Como el mendigo de la mañana, que penosamente camina hacia la iglesia, el sol se eleva para dar vida a la sombra y para apartar cielo y tierra, hombre y bestia de la inquietante y confusa unidad”. La cita es tan hermosa como dadivosa en su alcance hermenéutico. Si hubiera que glosar el qué del relato en Sátántangó, podría decirse que todas las escenas delinean un estado de ánimo colectivo que es también el de toda una época. El desamparo es la experiencia en común.
Las referencias históricas están deliberadamente elididas, se pueden inferir por algunos objetos y en las pocas escenas que no tienen lugar en zonas rurales. El único pasaje que tiene lugar en una dependencia policial es crucial. De la boca del capitán que alecciona a Irimías y Petrina se pronuncian oblicuamente las creencias que mueren. El peso de la Historia irrumpe sin subrayados, porque una mentalidad emerge en un sermón cívico desprovisto de reduccionismos y cantilenas. No se dice, pero se induce a adivinarlo: el orbe comunista se dirige a su ocaso en Hungría (y en el mundo). Ese es el contexto de la desesperanza generalizada. El desencanto de todos los personajes se introduce meticulosamente a través de sus respectivas miserias y eventuales anhelos. La estafa planeada por algunos miembros de la comunidad del asentamiento rural ubicado en medio de la nada, donde se asienta el relato, dispuestos a tomar el dinero ajeno de un año de trabajo, revela el ethos dominante. Pero después de que más o menos se conoce a todos los personajes, el hermoso resucitado Irimías, quizás profeta, quizás espía, revivirá el espíritu utópico cuando tome el dinero de todos para adquirir una aldea en la que todos podrán trabajar satisfactoriamente y vivir con dignidad. El éxodo hacia esa tierra prometida es lo más conmovedor de Sátántangó.
Ya han pasado tres décadas desde que feneció la experiencia histórica que alguna vez pretendió ser un contrapeso al orden del mundo actual, que luce invencible y eterno. Ya han pasado algunos siglos desde que Occidente prescindió de la fe para sustentar el sentido de la existencia. Dios ha muerto, la teleología del materialismo histórico también. El mundo a secas es pura materia, y tal reconocimiento es para la conciencia un abismo. La lluvia infinita sin el florecimiento de un jardín es intolerable. Habían pasado nueve años de la publicación de la novela de Krasznahorkai, cuando Tarr filmó en 1994 su primera versión del fin del mundo. En el 2011, con El caballo de Turín, repitió el goce de filmar la capitulación de todo. Él mismo dejó de existir como cineasta.
Sátántangó pertenece a una estirpe de películas que intentaban lo imposible: filmar el milagro materialista del mundo y estar estéticamente a la altura de ese acontecimiento cósmico. La última que se hizo en este siglo se titula Qué difícil ser un Dios, la filmó Alekséi Guerman y probablemente haya sido la última, porque una forma de hacer cine ha desaparecido. Todo lo que nos queda ahora es Avatar: el camino del agua, un espectáculo de diseño grandilocuente que es un remedo de la grandeza de una película como Sátántangó.
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Sátántangó, Hungría-Alemania-Suiza, 1994.
Dirigida por Béla Tarr. Escrita por B. Tarr y László Krasznahorkai.
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*Comisionado y publicado en el mes de febrero por Caimán Cuadernos de Cine (España).
Roger Koza / Copyleft 2023
Sátántangó es una obra maestra. Tanto la película como la novela. Lástima que se lea tan poco a László Krasznahorkai. Introducirse en su obra es una experiencia casi mística. No se sale indemne de ella. Gracias por rescatar estas obras. Abrazo
Lo mejor que vi en mi vida. Y la escena de la niña y el gato !!! No habrá película que pueda superar esa maravilla !!!!
Sátántangó no es una película en clave teológica en el sentido usual con que se usa la palabra «teología». Está claro desde tu propio texto, Roger, que el mundo poético de Tarr remite a Nietzsche más que a alguna tradición cinematográfica. Por ende, me atrevo a decir que el cine de Tarr es teológico si consideramos que Nietzsche como profeta de la muerte de Dios puede ser considerado el último teólogo europeo. El caballo de Turín como película final de su filmografía parece afianzar esta hipótesis de manera categórica. Tarr cesa su filmografía por una decisión voluntaria y no a causa de un impedimento vital, como un gesto de dar por concluso su cine. Para la filosofía, para el propio Nietzsche, la pregunta que se impone es qué viene después de la muerte de Dios. En el plano del pensamiento lo que hay son disputas y preguntas abismales, nada categórico ni conclusivo y no ciertamente una «pura materia», como si el desplome del idealismo hubiera dado lugar naturalmente a un materialismo despojado. La filosofía del siglo xx se ha perdido en ese laberinto y dista de haber afirmado una suerte de materialismo remanente por default. La pregunta por lo que llega entonces tiene una respuesta muda y a la vez llena de barullo: lo que viene después de la muerte de Dios es esto, este mundo que tenemos ante la mirada. Es pertinente tu referencia a Avatar porque este cine expresa mucho mejor el signo de los tiempos que el que Tarr decidió dar por concluido. Avatar tampoco se aparta de una teología, pero en este caso se trata de una tecnoteología neopagana. No es que Avatar descubra el estado del mundo, al contrario. Es que expresa como pocas la voluntad de encubrimiento y el repliegue hacia formas más primitivas de lo teológico. Siguiendo el camino de Nietzsche, sin saber muy bien que podría estar diciendo, ubicaría Avatar pero también a Spielberg entre los exponentes de los últimos hombres que aparecen en la parte más farsesca de Zaratustra, la cuarta. Escribe Nietzsche: « ¡Danos ese último hombre, Zaratustra, -gritaban- haz de nosotros esos últimos hombres! ¡El superhombre te lo regalamos!» Y todo el pueblo daba gritos de júbilo y chasqueaba la lengua. Pero Zaratustra se entristeció y dijo a su corazón: No me entienden: no soy yo la boca para estos oídos.»
He pensando algo similar; había escrito algo así en otro texto, y me gusta pensar todo esto en torno a «los últimos hombres».
Hace poco hablé con un amigo de Tarr. Me dijo que en mayo dará una conferencia en un festival que se celebra en ese mes. Ojalá pueda entrevistarlo, porque estaré en él. Quisiera hablar sobre estas cosas con él. No lo conozco. Nunca hablé con él. Me intriga la razón secreta de su dimisión cinematográfica. Que haya dejado de filmar no es algo que depende de su psicología. La obra en sí lo ha arrinconado a decir basta. Como si la obra lo hubiese tomado y el vacío final, o la capitulación en los planos, le exigiera haber dicho hasta aquí. Veremos. R