ESTRENOS ETERNOS (26): ROSAURA LA DIEZ
CUESTIÓN DE PERSPECTIVA
Marco Denevi publicó Rosaura a la diez en 1955. En marzo de 1958 se estrenó en Argentina la película; el mismo Denevi y Mario Soffici trabajaron en la transposición de la novela al guion para filmar una historia cuyos giros en el relato permitían un laborioso juego en el punto de vista. El resultado es extraordinario, porque hasta casi una hora de metraje todo lo que parece ser un retrato de costumbres de época y asimismo un estudio sobre la timidez masculina es fagocitado orgánicamente por escenas que pertenecen al film noir trastocando el punto de vista hasta convertir la trama en un rompecabezas no exento de misterio.
Que Juan Verdaguer encarne un circunspecto pintor cuya soledad es rotunda y su expresión verbal mínima puede desorientar a quienes lo recuerden como un humorista sagaz y soez, pero la composición de Camilo Canegato es tan medida como virtuosa. Lo mismo puede decirse de la bellísima Susana Campos, la presunta Rosaura del título, quien puede ser una criatura inocente y diabólica según sea requerido. Si Canegato y Rosaura se conocieron circunstancialmente es lo de menos, porque las perfumadas cartas de amor que llegan a la pensión administrada por Doña Milagros (María Luisa Robledo, en un papel tan divertido como idiosincrásico ligado a una forma de ser de ese tiempo), en la que el artista reside desde hace tiempo, concita el interés de todos los huéspedes por igual cambiando la imagen que tienen de él. Ni qué decir cuando la propia Rosaura se presenta en el lugar.
La película y la novela comienzan igual, incluso los primeros diálogos retienen las preguntas y respuestas del inicio, pero bastan los primerísimos planos con los que Soffici escenifica un almuerzo para entrever las diferencias entre la literatura y el cine; el crujido de un pan partido por una mano se puede describir, pero jamás escuchar prestando atención a las letras de una página. Las diferencias se pronuncian más cuando las alucinaciones que experimenta Canegato pueden plasmarse con cambios de planos abruptos en relación con el empleo consciente y prodigioso de la luz y la oscuridad. Los primerísimos planos de los ojos de Verdaguer son cine puro, porque no hay técnica literaria capaz de producir la percepción del protagonista y el contraplano inmediato, que descubre la fuente de su espanto.
No falta nunca la oportunidad para tomar a Rashomon (1950) de Akira Kurosawa, otra transposición feliz de un clásico de Ryûnosuke Akutagawa como paradigma para señalar la alteración del punto de vista. Una alternativa plausible y del mismo nivel superlativo en la materia es Rosaura a la diez, cuyos idas y vueltas y cambios de eje son elocuentes, provistos por el origen literario pero teñidos asimismo por las posibilidades expresivas de la cámara, cuya tinta es la luz y la sombra y las escalas de registro respecto de los intérpretes. Es evidente que la altura de Verdaguer no es la de un basquetbolista, pero en algunas ocasiones el ángulo del encuadre lo hunde en el espacio y luce como un ciudadano de Lilliput. Filmar una novela no es ilustrarla.
Rosaura a la diez, Argentina, 1958.
Dirigida por Mario Soffici.
Escrita por M. Soffici, Marco Denevi, Jacoba Tracero.
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