FAMILIA SUMERGIDA (02)
“Sus ojos se parecen a los de las estatuas,
Y su voz, que es serena, lejana y grave, tiene
La inflexión de otras voces queridas que han callado”
Paul Verlaine
En el comienzo de Familia sumergida, unos cortinados impenetrables, que no dejan pasar la luz ni el aire, establecen un punto de mira de la película que es un punto de visión enrarecido, denso, opaco. Será necesario atravesarlos, hacerlos permeables, suaves, que puedan ronronear con el soplo de aire freso. Ese adentro, de este lado de los cortinados, es espeso, oscuro, desmesurado de objetos: muebles, alfombras, plantas, todo, incluso el aire parece asfixiar. El corazón de los ambientes que muestra María Alché en su detallada puesta en escena, refleja, como un espejo esmerilado, el interior de esos personajes; complejos, doloridos, fuera de eje, vaciados. La casa familiar de Marcela –una más que excelente Mercedes Morán- resguarda a su familia que es un infierno –como todas las familias- constituida en principio por las dos hijas y el hijo – adolescentes, entrando en la adultez a la que estarán probando lenta y apresuradamente, y a la vez paladeando el sabor un poco doloroso y amargo de hacerse grandes. El marido rápidamente saldrá de escena como consecuencia de un viaje de trabajo: será el gran ausente del relato. Esa casa a veces confusa, a veces extrañada, será mostrada con raros y cerrados encuadres, esa es la casa que ya ha quedado pequeña y se llenará de recuerdos tangibles y no tangibles, de plantas que crecen aun sin cuidado, de fantasmas corpóreos, de bailes extraños, de secuencias oníricas extrañas y penetrantes que traen desde la memoria hasta el presente los fantasmas del pasado, esos fantasmas que convierten más real a este presente.
Rina, la hermana de Marcela, ha muerto. Y con ella ha desaparecido y a la vez aparecido un maremágnum de recuerdos familiares, fotos desconocidas, libros, ropa, plantas. El movimiento que parece sintomático en la película es justamente este: el de aparecer y desaparecer, entre lo que puede verse y lo que aparece escamoteado, entre el disfraz y el cuerpo, entre el fantasma y lo real. En definitiva, entre ese realismo con el que Alché filma y a la vez el enrarecimiento, o el extrañamiento del mismo cuando decide adentrarse en la cabeza de su protagonista, con esas bellas secuencias oníricas en las que los personajes se envuelven n en los cortinados y se enroscan como gusanos, como si fuera una extensión imaginaria de la propia cabeza de Marcela, hasta desaparecer no se sabe dónde.
Marcela en el cuerpo de Mereces Moran es una mujer común. Una mujer compleja que intenta salir de la inmersión en la que se encuentra su grupo familiar. Una mujer que, incómoda con el presente, intenta buscar en el pasado líneas de verdad que trazadas hacia adelante le den otra significación a su vida. El padre le trae un mal recuerdo y la hermana muerta, tal vez esos recuerdos constituyan el recorrido necesario que debe hacer para encontrarse por fin con ella misma. Una prueba, incluso un mero simulacro, es la aparición del vecino, un chico más joven que ella, más vital pero desesperanzado también, quien será solo un cuerpo con el que medirse; una remota posibilidad, nada más.
Marcela – en la piel de Moran- con sus camisas amplias, sus zapatos bajos, sus collares rojos, sin maquillaje, se mueve siempre con lentitud, un poco encorvada, un poco chueca, mientras recuerda y lee a los poetas malditos como Verlaine. El cuerpo de Marcela es un cuerpo en silenciosa batalla, en una batalla interior que la hace pasar del llanto al juego con sus hijos. Ella vive el duelo entre las plantas (propias y ajenas) que no es sólo por la muerte de su hermana, sino que es el propio duelo, el de una etapa, en la que los hijos desaparecen del espacio cotidiano y el marido tomará tal vez otra consistencia. Familia sumergidano trata de llenar espacios vacíos sino lo contrario: revisar, mirar, aprender a ver qué se necesita, o qué queda finalmente y qué se deshecha. Así, como sucede con la casa de su hermana donde le toca vaciarla, no solamente de sus cosas sino de sus recuerdos y sus fantasmas, Marcela tiene que vaciar, vaciarse y después eventualmente volver a elegir con qué y quién se queda.
Sin dudas, la inmediata filiación de María Alché con el cine de Lucrecia Martel es innegable. Se trata de un cine de mujeres en el que se juega una cierta sensibilidad femenina. A menudo, las protagonistas se exponen dolorosamente a que les atraviese la vida: son mujeres de cuerpos irregulares, ligadas a conflictos familiares, mujeres que se asfixian y se distancian y que pierden la cabeza para recuperarla, porque prefieren la bata de baño antes que los tacos. Es que estas no renuncian a la pertenencia difusa de un colectivo que las reúne y las dignifica y de ese modo resignifica al propio género.
Sorprende que Familia Sumergidasea el primer largometraje de Alché: la cuidada puesta en escena está en perfecta consonancia con aquello que se cuenta formando una coreografía ideal entre la forma que adquiere la película y la narración. La duración de los planos erige una cadencia reflexiva, pausada, a veces cercana a la literatura,que además está tan presente no sólo en la incorporación de los poemas –como el hermoso Mi sueño familiar de Paul Verlaine – sino en un registro que seduce desde lo literario, como si el onírico registro, tan único y personal llegaran al filme desde una intersección en donde cine y literatura son indistinguibles. Por otra parte, el concepto sonoro esta empleado de un modo marteliano; acompaña y a la vez tiene la suficiente consistencia como para lucir autónomo, aunque siempre suministra algo que no está en la imagen.
Sin duda, Familia Sumergidase desmarca del resto de la notable producción argentina de este último año que, en general, tiende a un realismo más crudo; fundamentalmente se desmarca por el tono y por la personalísima actuación de Mercedes Morán, y por la sofisticada labor de la directora que encuentra esa zona de intersección entre lo real y lo onírico. Y asimismo por el modo en el que entra al corazón de lo femenino, sin normas y sin reglas, tratando de captar la intimidad de una mujer sin ambages. Una mujer real.
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