FESTIVAL DE CANNES (05): LA CRUZ Y LAS URNAS
Por Roger Koza
Hasta ahora en muy pocas funciones la clásica ovación final ha durado más que unos segundos. Los aplausos pueden durar hasta 15 minutos mientras una luz frontal ilumina al director, los productores y los actores. Es un ritual conmovedor, pero recién hoy, en el estreno mundial de No, de Pablo Larraín, el público sostuvo por varios minutos el sonido del éxito.
Sucede que No, su cuarta película, es un film contagioso. Larraín ha hecho una inteligente comedia política, aunque para los chilenos, lógicamente, se trata de una comedia negra. El filme reconstruye el extraño y por momentos bizarro período en el que el gobierno del dictador Augusto Pinochet, por la presión internacional y el descontento (mudo) de gran parte del pueblo chileno, convocó un plebiscito nacional para votar su continuidad por ocho años más en el poder (Sí) o el llamado a elecciones (No). El gran acontecimiento tuvo lugar el 5 de octubre de 1988, y la película empieza unos días antes, justo cuando por 27 días la televisión abriría un espacio publicitario para la propaganda política, acotada al referéndum. 15 minutos para los opositores, 15 para los oficialistas, un tiempo ficticio en el segundo caso porque la televisión de aquel entonces era un aparato ideológico del estado.
El mexicano Gael García Bernal interpreta a René Saavedra, un publicista chileno exiliado en México que acaba de regresar a su país. René trabaja en una agencia de publicidad cuyo gerente es un amante del régimen del General, pero un “comunista” lo convoca para llevar adelante la campaña del No. Como si se tratara de un ring simbólico, cada spot constituye un golpe al adversario y un avance sobre la sensibilidad del pueblo chileno. La retórica de Saavedra no será revanchista. Elegirá la esperanza y la afirmación, lo que indirectamente es también una suerte de despolitización y simplificación del discurso político a largo plazo, pero el efecto inmediato en ese presente fue empíricamente efectivo. Y aún así, Larraín incluye una voz disidente: hay una discusión capital en el que uno de los personajes, un viejo militante opositor, entiende que debe existir un límite en la inclusión del lenguaje publicitario en la práctica política. Su apreciación no es menor. Lo que él dice es justamente una objeción posible y tangencial a la película. Pero su inclusión revela aquí que el director es consciente del problema y que, por consiguiente, encuentra la distancia justa para mostrar la publicidad sin que ésta fagocite su puesta en escena. Es el verdadero desafío que tiene el film desde un inicio.
Más allá del resultado del plebiscito, Larraín traza una genealogía cómica del momento preciso en el que la política devino en publicidad y espectáculo. Los comerciales del No y del Sí, a veces reconstruidos por el director y los originales en otros casos, podrán ser ingenuos pero anticipan un género audiovisual y una práctica social que hoy ha alcanzado una sofisticación perversa. Hay aquí un efecto perceptivo incómodo, una obstrucción epistemológica. Es difícil saber qué de lo que vemos es material de archivo y qué una invención del propio Larraín y su equipo. Es que al observar a la bestia de ojos azules besar a los niños o haciendo uso de su retórica frente a cámara, el dictador parece un caricatura, un imbécil interpretando un papel de imbécil.
El film mantiene una estética ochentosa en todo su metraje: se ve bien, pero luce como un video. Se trata, según las palabras del mismo Larraín, de conjurar la distancia y entender a su vez que los recuerdos de entonces siguen siendo borrosos, memorias incompatibles con el HD. Esta búsqueda formal no es nueva en el joven director. Los desenfoques ya estaban presentes en Tony Manero y en Post-mortem, y el concepto acerca de una memoria colectiva vaga y confusa parece una obsesión temática de Larraín. De allí la elección en el formato utilizado, decisión de riesgo y restricción de lenguaje, pues el plano general es prácticamente elidido y el imperativo técnico obliga entonces a un registro en primer plano.
Hay en No una novedad bienvenida. Larraín ha dejado afuera de su sistema, al menos por esta vez, la sordidez y la irrupción explícita de lo siniestro. Tal vez lo segundo era necesario, sobre todo en Post-mortem. Los cadáveres y las víctimas están en fuera de campo o en algún pasaje publicitario. Por suerte, en esta ocasión no se ven soretes y los personajes no se masturban. La sexualidad animal y la violencia física brillan por su ausencia y el realizador, quizás resignado por el tema elegido, se ve obligado a confrontar y a pensar otros resortes de la provocación y el acicate emocional se trabajaba en otro registro.
Como dije en alguna oportunidad, Larraín es un grano en el culo en el panorama del cine chileno contemporáneo. Es el cineasta que buscar y afronta riesgos, elige temas molestos, los filma con sello propio y a medida que pasa los años va delineando un estilo y un concepto de obra. Sus compatriotas no saben si amarlo u odiarlo, y lo mismo sucede con una mayoría importante de críticos latinoamericanos que huelen en su cine sadismo y piruetas formales. El efecto grano en el culo se repetirá con No. Ahora lo acusarán de frívolo, de infantil y de reduccionista, y, en el peor de los casos, de publicista frustrado. Serán nuevas objeciones que no detendrán su marcha. Su deseo de cine es demasiado salvaje.
Hoy fue el turno de un ganador reciente de la mítica Palma de oro, el señor Cristian Mungiu, que hace apenas cinco años ganaba el máximo premio con su segunda película, la sobrevalorada 4 meses, 3 semanas y dos días. En esta ocasión, su nueva exploración en las oscuridades de la especie se titula Beyond the Hills. El tema elegido es aquí el delirio religioso, y la perspectiva del realizador sobre ello no será precisamente piadosa.
En un monasterio no muy lejos de Bucarest, ubicado en las colinas, viven unas cuantas monjas, la madre superiora y el único hombre entre ellas: el padre. Las penitentes les dicen “Mami” y “Papi”. Son cristianos ortodoxos, pero la lucha con el demonio atraviesa las divisiones entre cristianos. Y aquí la batalla tendrá lugar cuando Alina, una amiga cercana a Voichita, ahora monja, la visite en el monasterio. Tal vez fueron amantes, tal vez no, pero Alina no puede reconocer del todo a su vieja amiga, aquella que en el orfanato en el que vivían de niñas sostenía literalmente su vida. La pasión religiosa es exigente y Alina no podrá soportar la asimetría amorosa de Voichita. El amor a Dios es absoluto. Y la desesperación de no tener a nadie en el mundo también.
Alina sufrirá un ataque de nervios y posteriormente un brote. El problema consiste en que la lectura del sacerdote y las monjas es teológica: la joven está poseída por el diablo. Por eso, la atarán, la amordazarán, le leerán San Basilio y la terminarán matando. Luego llegará la hora de la justicia, demasiado secular para entender ritos primitivos y la psicología enraizada en una mentalidad del siglo IV.
Está claro que los rumanos saben filmar. Sus planos secuencias son elegantes y sus encuadres vistosos. Su movimiento sobre el espacio implica técnica y conocimiento. Pero también es evidente que en el caso de Mungiu, su recurrencia a dramas extremos es un método exitoso para solventar cierta falencias de su cine. Antes fue un aborto, ahora un homicidio metafísico; la elección de grandes temas es como él elige exorcizar sus propios demonios. En última instancia tenemos aquí a un moralista propenso al nihilismo. El plano final en el que los religiosos viajan en una camioneta de policía y el móvil se detiene por unos minutos debido a que le informan del asesinato de una mujer en manos de su hijo es su marca registrada. Es el equivalente a la mirada patética del cierre de su película anterior en el que ella nos miraba directamente a nosotros. Interpelar directamente, casi al borde de la acusación. Y aquí se dará el gusto de subrayar su mensaje sombrío con un poco de barro sobre el parabrisas de un auto. Sí, para Mungiu, nuestro mundo es un charco de mierda.
Algunos fragmentos fueron publicados en La voz del interior durante el mes de mayo 2012
Roger Koza / Copyleft 2012
ufff que trillado, orfanato, monasterio, brote o posesión, represión sexual, recursos primitivos de la fe con final tragico en clave provinciana como para decirnos » mirala y podés opinar pero hasta ahí nomás por que esto es una cuestión de idiosincrasia eh»….esta gente que se sienta y parece decirse » bueno vamos a hacer una peli pero bien jodida, llena de golpes bajos y suspicacias a ver si aportamos algo a la cultura y al turismo» después de quejan de hollywood, ¿ que diferencia sustancial hay entre este argumento y la aberrante peli El Rito con anthony Hopkins? prefiero toda la vida ver a carmen maura cuidando un tigre. cuestión de paladar.
Querido Roger: acabo de ver No, y tenía muchas ganas de conocer tu opinión. Mis amigos chilenos, por supuesto, la enfocaron ideológicamente, lo cual no está mal. Para quienes amamos la U. P., pero la realidad chilena no es menos íntima, el discurso ideológico de la película nos interpela menos que su visión (¿universal?) desencantada sobre el lenguaje publicitario y la política. En ese sentido, si no nihilista, no es de ningún modo un film optimista, eso es claro. Que el legado de Allende se resuma en un spot de Coca es un poco deprimente, y es algo que Chile todavía sufre. En fin, encantado por la película de Larraín y, como casi siempre, coincidiendo con tu mirada. Te abrazo
Carlos