FESTIVAL DE CANNES 2012 (04): DARWIN PARA TODOS
Por Roger Koza
Dedicado a Raúl Camargo, gran amigo, gran colega
Sospecho que frente a la intoxicación audiovisual cotidiana cada vez resulta más difícil saber distinguir cuando una película se desmarca de ese devenir obligatorio que experimentan todas las películas. Todas se parecen, todas son previsibles, todas lucen semejantes. La sintaxis homogénea del cine contemporáneo es casi un esperanto.
Desde el inicio de Student, el sexto largometraje de Darezhan Omirbaev, un solo plano atestigua que estamos frente a un cineasta. Como sucede con Anderson, un director inventa un mundo, una visión de él y encuentra los medios para intervenir y mostrar algo de ese mundo. La película empieza casi con un chiste: el propio Omirbaev está rodando una escena de una película. Un travelling hacia atrás sobre una mujer muy bella indica que la toma ha finalizado. “Corten”, dice el director. Un joven ayudante no puede dejar de mirar a la protagonista. En algún momento le servirá un poco de té y sin querer derramará un poco de té sobre la pollera de la actriz. No se trata de una estrella cualquiera sino de la novia de un empresario poderoso. Mientras tanto, una periodista entrevista a Omirbaev sobre su nueva película y cuestiona el retrato negativo de la juventud que ha podido leer en el guión. Cuando el director empieza a responder el accidente mencionado interrumpirá la respuesta completa. Luego, unos matones le darán una golpiza al joven ayudante. Así descripto es casi imposible pensar el tono cómico de la escena, y es justo allí en donde reside el secreto de Omirbaev. Es el funcionamiento orgánico de sus escenas como un todo en movimiento lo que le otorga a su película una distinción, una singularidad.
De esa introducción nace la verdadera película, inspirada en Crimen y castigo, de Fyodor Dostoevsky y contextualizada entonces a nuestro tiempo. Kazajistán es un territorio desconocido para nosotros, y en poco minutos, Omirbaev hará una presentación edilicia de su inesperada modernidad, breve y extraordinaria, y durante todo el film se tomará el trabajo de atestiguar la vida simbólica de sus habitantes. Es un viaje a una tierra incógnita.
A diferencia de Roque Espinosa, el estudiante de El estudiante, el film de Santiago Mitre, el estudiante de Omirbaev sí es un intelectual y su preocupación central es precisamente cómo una idea puede transformarse en acto. Si bien no se conocerá su nombre, el estudiante, tanto un personaje como un personaje conceptual, acaso un ente filosófico que debe probar una tesis, sí necesita resolver su dilema. Su elección será extraña, controversial, una suspensión política de la ética: asesinar para pensar no es un método filosófico ortodoxo. Su asesinato es antes que nada una prueba (filosófica y existencial), un poco como sucedía con los protagonistas de La soga, de Alfred Hitchocock. Así, matará a dos inocentes: el dueño de una despensa y una cliente ocasional. Tardará un tiempo, pero se hará enteramente responsable de su decisión y su acto concomitante.
Aunque no se explicite, lo que estudia en la universidad es, lógicamente, filosofía. Los pasajes que transcurren en las clases universitarias son coordenadas ideológicas que tiene un peso conceptual ineludible en la trama, a veces reforzada por la lectura de un poema y una lectura imprecisa sobre la posmodernidad leída por un compañero de estudio: el darwinismo capitalista quizás sintetice el malestar contemporáneo, aunque una perspectiva sobre nuestra especie como una especie entre especies, de lo que se predica una posición darwinista emancipada de la filosofía empresarial dominante, atraviesa la totalidad de la película. De allí, la presencia animal: un caballo, leones, jirafas, hienas, palomas tienen apariciones estelares. Ver la defensa de una jirafa pateando a unos leones hambrientos que saltan sobre su columna para comérsela explicita una lucha entre débiles y fuertes, una modalidad de existencia que excede al reino animal. En algún momento, un profesor buscará contrarrestar esta línea discursiva predominante, y postulará la importancia del clima y el lugar como moduladores de la identidad de un pueblo, y sumará otra tesis: el capitalismo es un producto atmosférico y cultural de tierras lejanas. No se trata de una segunda naturaleza de la especie. Es una práctica contingente, azarosa. Y como contrapartida aconsejará leer a Lao Tsé. Pero el poder del film, curiosamente, no está en sus palabras sino en sus imágenes. De hecho, la economía verbal es evidente, lo que no significa que la banda de sonido cumpla una función poética; el trabajo sobre el sonido directo es de una sofisticación admirable y la irrupción de un silencio total en secuencias claves son memorables.
El cine de Omirbaev pertenece a una linaje en extinción. Alguien me decía que es un Iosseliani con menos vuelo. Más que menos vuelo, en Omirbaev faltan el vino y el sexo, y no es el ocio su tema predilecto. Tampoco existe aquí una obsesión por el plano secuencia y la conquista sobre el espacio. En verdad, Omirbaev vuela a la misma altura que Iosseliani pero con otros objetivos. Es el tiempo de la conciencia y la conciencia de la conciencia lo que está en juego. ¿Cómo filmar el proceso de una decisión y la toma de conciencia? De allí, la importancia de las secuencias oníricas y de los fabulosos y casi imperceptibles fundidos encadenados. Respecto de esto último, el fundido justamente reproduce la experiencia de la transición, el movimiento de tiempo frente a los ojos. Por otro lado, la dimensión onírica también es una labor sobre el tiempo. Un pequeño incidente con un automovilista antes de cruzar una calle se repite en otro escenario. Un campesino y su caballo tiran de una soga para mover el mismo auto inmóvil en el medio de un vado de una zona rural. El conductor bajará y golpeará al caballo con un palo de golf. Los campesinos miran, el conductor arrancará el auto y el caballo morirá. Los elementos del sueño se combinan en la conciencia. Tomar una decisión implica un trabajo selectivo secreto sobre varias fuerzas en tensión que se alinean para una acción específica. Los sueños anticipan las acciones y también ordenan sus consecuencias.
Student finaliza con una cita directa a Pickpocket de Bresson, otra adaptación notable del libro de Dostoevsky. Lo que parece ser la capitulación del joven estudiante, su final sombrío se invierte como futura esperanza. Entregarse aquí es conquistar el derecho a la gracia. Y el amor de una joven, la hija de un poeta que ha muerto pero que “resucitará” como libro, es la recompensa inesperada para el aprendiz de filósofo. Crimen, castigo y recompensa.
En Paradis: Amour, del austríaco Ulrich Seidl, fin de una trilogía articulada en tres conceptos (Fe, esperanza y caridad), no hay crímenes, pero la crueldad es una práctica generalizada y el castigo inevitable.
Seidl cuenta la historia de Teresa, una austríaca de unos 50 años que se va de vacaciones a Kenia. En su país trabaja con discapacitados. El plano general inicial es enigmático: un grupo a su cuidado juega en los autos chocadores; es una introducción a la vida de Teresa que no resultará menor en el contexto que se desarrollará la película. Teresa, además, tiene una hija adolescente, pero ella no la acompañara en su viaje. Playa, pileta y sexo. En vacaciones emanciparse del yo es casi un imperativo, una economía secreta y libidinal de la economía.
Seidl impugna en este drama no exento de toques cómicos el turismo en general y el turismo sexual en particular, que aquí no parecen diferenciarse demasiado. La llegada de los extranjeros al hotel sugiere una puesta de escena de alegría colectiva al servicio del visitante. Los clientes llegan y al hacerlo una mujeres cantan y dan la bienvenida. El bienestar ajeno es una gestión planificada a cada momento. La limpieza de una pileta, la distribución de las toallas sobre las reposeras, los cuidadores; la división del trabajo es perfecta. De lo que se trata es de promover la felicidad en todos sus órdenes: el huésped debe fluir, sentir el “Hakuna matata”; las palabras “primitivas” del autóctono se convierten en mantra turístico. La amabilidad y la pulcritud circunscripta al hotel tiene su límite. Fuera de ahí, la mugre y la especulación es la regla.
Hay una escena fundamental que revela la perspectiva del film. Teresa y una amiga dialogan con un nuevo barman y se ríen de él. El plano general es el elegido para desarrollar la totalidad de la escena. Las mujeres se verán siempre de espaldas y el cantinero de frente. La supuesta humillación verbal es así contrarrestada por el encuadre. Allí, Seidl, sin juzgar, estle los lugareños. Es decir: ar la totalidad de la escena. su lla introducciá del lado de los lugareños. Es decir: la cámara está con el humillado y al filmar de espaldas a las mujeres caucásicas lo se insinúa es su discurso inconsciente, la ideología que piensa en ellas. Sin filtros, las viejas hacen striptease simbólico. Sus inconscientes están al aire libre.
Pero Seidl, no obstante, ni idealiza a los lugareños como tampoco satanizan a las turistas. El encuentro entre Teresa y Munga, uno de los tantos vendedores y pretendientes callejeros que la acosan, es extraordinario. En otro plano medio, se verá cómo Teresa va guiándole a Munga en el arte de tocarle sus senos gigantes. Es literalmente el encuentro de dos mundos; los placeres corporales no están a salvo de la codificación cultural con la que se vive el cuerpo. La escena es genial: la ternura pasa por los esfuerzos de traducción entre un modo de dar placer y recibirlo. Munga, se sabrá luego, como todos los hombres de su edad, tiene una segunda agenda, pero en ese instante, más allá del cálculo y el objetivo, el placer le pertenece tanto a él como a Teresa, y la clave reside en cómo Seidl registra la existencia física. En ese sentido, la entrega absoluta de Margarete Tiesel es notable; su personaje es complejo y los matices de su conducta, tal vez imperceptibles, son fundamentales. Su modo de caminar, fumar, gozar, llamar a su hija por teléfono y reír propone una criatura imposible de desestimar.
Después que Teresa, que debe tener unos 20 kilos de más, se “despache” a un par de “negritos”, como en algún momento dice una de sus compatriotas en el resort, sus compañeras de juerga le regalarán para su cumpleaños una fiestita. Cuatro austríacas ven cómo un negrito desnudo les baila; después lo tocarán, lo usarán e incluso mamarán su miembro. Quien le levante primero el órgano genital se lo llevará a la cama, pero la vieja inversión racista de la supremacía sexual masculina del negro ser objetada. Si el negro no responde es meramente un mono de feria. En el frenesí de las veteranas se evidencia el costado perverso, pocas veces visible, del turismo globalizado. Si los keniatas son salvajes, las damas pálidas europeas son depredadoras.
Roger Koza / Copyleft 2012
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