FESTIVAL DE CANNES 2012 (13): LA VIDA EN LIMUSINA

FESTIVAL DE CANNES 2012 (13): LA VIDA EN LIMUSINA

por - Críticas, Festivales
27 May, 2012 06:12 | 1 comentario

Cosmopolis

Por Roger Koza

Un modo de medir las expectativas que una película despierta en Cannes consiste en contar la cantidad de personas que buscan entradas en las calles cercanas al cine para poder ver una función agotada. A veces parecen mendicantes del cine: llevan un cartel con el título del film, como si estuvieran rogando por comida, gesticulan e imploran. Es todo un ritual de La Croisette. El día del estreno de Cosmopolis, a dos cuadras del Teatro Lumière, la gran catedral secular del festival, muchísimas personas tenían la esperanza de poder ver el nuevo film de David Cronenberg, el que compite en la selección oficial. Eran fans del gran director canadiense y groupies de Robert Pattinson.

Justamente Cosmopolis no es la película ideal para las amantes teens del vampiro de Crepúsculo, aunque el film de Cronenberg es tan crepuscular como aquél y el personaje de Pattinson, Eric, bien podría considerarle como un vampiro, pero de otra estirpe. Eric pertenece a esa élite planetaria empresarial, los amos del capital financiero, que sin trabajar fácticamente duplican sus ganancias desde un ordenador y que también succionan virtualmente la vida de miles de criaturas inocentes. “Hay un espectro en el mundo y es el del capitalismo”, se puede leer en un cartel luminoso al promediar la película. Cronenberg en una entrevista al canal oficial del festival, insistió con esa cita, la que proviene del libro pero que él subscribe y entiende como el contexto de su película.

Basada en la novela de Don DeLillo de título homónimo, el motor de la trama pasa por el intento de Eric Packer de cruzar Manhattan en su limusina para cortarse el pelo. Es un día de protestas y de embotellamientos: el presidente visita Manhattan. Así, lentamente, avanza la carroza blanca millonaria y distintas personas vinculadas a Eric se suben al auto: allí se puede desde discutir el destino del euro, tener sexo con una amante pretérita de alto vuelo (Juliette Binoche) o ser examinado por un proctólogo. En el final Eric tendrá un enfrentamiento con un (des)conocido. Tal vez pierda la vida. (Su posible asesino, como él, se descubrirá un poco antes de que el suspenso alcance su mayor tensión, tienen próstatas asimétricas. La fijación de Cronenberg con el ano merece un estudio aparte, pero no es aquí el momento indicado)

Cosmopolis exige demasiada atención; para ciertos colegas eso significa tener permiso para decretar la pretensión intelectual de Cronenberg como excesiva, incluso insinuar que ese juego con el Logos no es otra cosa que una cortina de humo: el film no cuenta nada o dicgo con mayor exactitud: en él nada sucede, excepto por unos agentes discursivos que poco tiene que ver con personajes. En verdad, en Cosmopolis sucede de todo y por todos lados. Es cierto que los escenarios son escasos: una limusina, una librería, un taxi, una discoteca, un departamento, una plaza con una cancha de básquet.  De allí que los críticos más agudos han insistido, como si se tratara de un carácter negativo del film, la propensión teatral de Cosmopolis. La película podría ser –según ellos- una obra teatral, una suerte de teatro cartesiano y marxista, divida en actos en donde Eric discute y expone sus prácticas y un “teórico” le explica qué piensa y lo cuestiona.

Sin embargo, la propuesta de Cronenberg es antiteatral por excelencia. El universo blindado de la limusina, al inicio presentada en un plano secuencia que recorre el perímetro del vehículo, no es meramente un reducido topos del encargado del diseño de arte. El vehículo es una metafísica de la abundancia ilimitada, la del capitalismo del XXI, y sus interiores constituye la segunda naturaleza y piel del protagonista. Todo es táctil y deleznable. Tal como sucede en la novela, Cronenberg reproduce el grado cero de sonido exterior que Eric busca obtener dentro de su automóvil. El mundo exterior debe enmudecerse y en lo posible desaparecer. Los vidrios polarizados, no obstante, funcionan como pantallas. Incluso lo real que se introduce desde la ventana adquiere un semblante de imagen reproducida, una distancia aséptica. En ese sentido, Cronenberg aprovecha a fondo el embotellamiento y la obligada velocidad mínima con la que se desplaza la limusina. Las ventanas introducen así una profundidad de campo de lo real, pero como si ésta estuviera mediada por pantallas. Lo que vemos es una variedad asombrosa de episodios sociales: protestas varias, anarquistas colerizados, pobreza, incluso se verá a un personaje clave retirando dinero de un cajero automático.

Esta dicotomía entre lo cerrado y lo abierto, entre la pulcritud de cristal y la amenaza distópica y caótica (el excedente de la riqueza) conforma otro discurso, una variación visual sobre lo que algunos personajes van diciendo en tono “académico”. La psicología de Eric sostenida en un consumo infinito y en el mero capricho (comprar una catedral, por ejemplo) es el reverso del exterior consumido. Naturalmente, el instante consciente y clave ideológicamente funciona en boca del personaje de Samantha Morton, encargada del departamento de Teoría. “La función narrativa del dinero ya no funciona” dirá. La tesis: el tiempo ha dejado de sujetarse al dinero sino que el dinero es en sí el horizonte de todo, incluso del tiempo. A su vez, la acumulación se ha liberado del papel impreso. La abstracción domina el imaginario de Eric.

En síntesis: interesante decisión tomada para un film que por su voluntad de respetar la descripción de la novela la absorbe a través de un travelling de tortuga. La lentitud, en este contexto, es una transgresión, y así Cosmopolis es una experiencia claustrofóbica en cámara lenta, que ni siquiera sus decisiones de encuadre y lentes habrán de variar.

Si en Un método peligroso Cronenberg proponía una genealogía elegante del discurso psicoanalítico y la cartografía mental del siglo XX, en Cosmopolis el realizador intenta sintetizar la subjetividad capitalista de este siglo digital. Tal vez sea demasiado para la iconografía del festival. Después de todo, las estrellas van de un lado al otro en vehículos similares: aquí la mayoría son parientes de Eric Packer.

Holy Motors

La función de prensa de Holy Motors, de Leos Carax (Los amantes del puente Pont Neuf), y con el protagónico de Denis Lavant, fue una fiesta cinéfila. Todos reconocían los guiños, y si bien para muchos su película podría parecer un delirio, era bastante evidente leer el subtexto: una película sensible, libre y feliz sobre el cine como motor de los sueños y los deseos.

Como en un sueño, justamente, un sujeto no identificado, interpretado por el propio Carax, encuentra una puerta mágica en su propia casa que lo conduce a una sala de cine. De allí en adelante habrá un corte imperceptible y Lavant tomará las riendas del relato como el señor Oscar. Una sucesión de situaciones inverosímiles construyen la película: Oscar viaja en una limusina en donde principalmente funciona como un camarín. Allí se disfraza, muta y sale a la calle con una misión. En un momento es “el hombre verde”, en otro un millonario, después un pordiosero, el padre de una adolescente, un matón, un bailarín ninja. Cada personaje en algún sentido remite a un género cinematográfico que se celebra, y el film no es otra cosa que un gran relato amoroso sobre el cine como motor de nuestras fantasías.

Carax orquesta algunas secuencias inolvidables: aquel personaje espantoso del film Tokio reaparece. Ese engendro genético sin habla sale de las alcantarillas y arremete contra todo lo que se encuentra. Pasará arriba de un ciego, correrá por las calles y llegará a una sección de fotos en un cementerio (en una lápida se lee “visite mi website” con la dirección incluida) en donde una modelo está posando. Antes de raptarla se comerá un par de flores y los dedos de una mano, hasta irse con la bellísima Eva Mendes y refugiarse en una cueva. Allí la criatura verde se desnudará y tendrá un erección sobresaliente, mientras disfrazará a su “víctima” de una mujer musulmana. El cierre de la secuencia parece una iconografía religiosa. Él apoyará su cabeza en el regazo de la mujer. En un plano medio el registro devendrá pintura. Este episodio corresponde al cine de terror. También en el inicio Oscar se convertirá en un bailarín luminoso que danza en una cuarto oscuro; vemos sus movimientos extraordinarios como unos puntos de luces difuminado gracias a un traje especial y espacial. En algún instante se incorporará una bailarina. Aquí estamos frente a ese género impreciso ultramoderno en el que el cine deviene en videojuego, pero el ballet futurista de Carax supera con creces la estética característica de esas propuestas. El último plano del film es una larga conversación entre automóviles, como si se tratara de Cars pero en versión no animada y para adultos.

Al empezar los créditos finales se ve una foto de la bellísima actriz recientemente fallecida, Yekaterina Golubeva. Es mucho más que una dedicatoria, como lo sugiere el último episodio, un musical en el que una azafata salta desde la terraza de un edificio.

Extraña coincidencia: dos películas geniales transcurren en limusina. Sucede que es ese artefacto de movilidad un símbolo duplo de nuestro tiempo. ¿Quién no puede ver en el tamaño de los autos y en su textura metálica la continuación mecánica e industrial de la virilidad de los machos alfa del capital? El automóvil es un suplemento fálico del hombre poderoso de nuestro tiempo, su autonomía desnuda. Allí los ricos se muestran y las estrellas de cine se desplazan. La limusina es el espectáculo sobre ruedas, la obscenidad exhibicionista de la riqueza en la esfera pública.

Roger Koza / Copyleft 2012