FESTIVAL INTERNACIONAL DE CINE DE MAR DEL PLATA (07): COPLAS, CAMARERAS Y PUENTES
En 2017, en la avant premiere argentina de Zama celebrada en la sala 1 del cine Gaumont, actualmente bautizada “Leonardo Favio”, sucedió algo notable. El clima de expectativa era total y la sala rebalsaba de gente ansiosa por ver lo nuevo de Martel en casi una década. La espera se cortó con un súbito apagón de luces y la gente fijó la mirada en la pantalla negra. Una caja andina comenzó a sonar con su firmeza y caminar rítmico característicos, mientras la voz de una copla inundaba una sala cuyo público, como primera reacción, se sorprendió, para luego conmoverse y más adelante, con el pasar de los minutos, sospechar: ¿Así abre Zama, con esta pantalla en negro custodia de una copla? Las luces súbitamente se prendieron tras el último golpe a la caja y se reveló, bajo la pantalla, la figura de la coplera frente a un micrófono. Aplausos sorprendidos se contagiaron entre las butacas hasta alcanzar una verdadera ovación. Martel abrazó a la coplera, dio unas breves palabras y las luces nuevamente se apagaron para recibir a Zama. Lo primero que se lee del gesto es algo obvio viniendo de una cineasta como Lucrecia Martel: privilegiar la escucha, luego la visión. Aunque también es posible ver algo más en esa obertura: acomodar el corazón a los ritmos de la copla, dueños de un suspenso definido por compases parejos y marcados; es la mejor puerta de ingreso a la poética cinematográfica marteliana, probable continuidad espiritual de aquella música norteña.
La trilogía de Salta comprende films que se ciñen a este espíritu. En La ciénaga, desde la copa tiritante que sostiene Graciela Borges hasta el montaje final donde se devela la muerte de uno de los primos y la decepción religiosa de una de las chicas, la tensión nunca toma curvas ascendentes o descendentes, todo se define en un pulso liso y tirante. Asimismo, en La niña santa la composición de planos reúne, en su ejercicio de puntos de vista de miradas ocultas o parciales, lo ominoso como presencia permanente que cautiva al espectador con su voyerismo sobrepuesto en un espacio ni del todo íntimo o privado como un hotel. Incluso la explosión del conflicto que tiene lugar en el último tramo del film (posicionamiento en la línea narrativa completamente a contramano de cualquier manual de guion) es filmada como parte de un mismo entramado definido por compases regulares. Caso similar sucede en La mujer sin cabeza, film donde el espectador es constantemente informado de sucesos que nunca terminan de desnudarse por completo a través de una puesta en escena que comparte la obnubilación de su protagonista, la cual se traduce, de nuevo, en un fluir de las imágenes cuidadosamente compuestas en un montaje que nunca desacelera ni se precipita. Su magnífico final, donde una puerta entreabierta sugiere todos los horrores de la impunidad, es ejemplo de este firme posicionamiento poético: entrar a ese cuarto donde se reúnen los posibles culpables y encubridores de un infanticidio sería revelar demasiado y a su vez darle una súbita arritmia a un latir parejo. insignia de la estructura de la película. La trilogía de Salta es salteña por su ubicación geográfica, por conflictos y personajes retratados, pero es también muy profundamente salteña por su ligazón con esta antiquísima forma de sentir a través de ritmos equivalentes; superficie poética donde se puede reír y llorar de momento a otro, donde los vivos conviven con los muertos y donde los asuntos de Dios y el diablo comparten intimidad. Aquí, en este arraigo poético popular, es donde Martel más se acerca a Favio. Esta es la Martel moderna.
Zama induce muchas novedades en la filmografía de Martel: recreación de época, un protagónico masculino, un cierto distanciamiento de Salta, un guion adaptado de una novela y muchas novedades importantes dentro de las cuales aparece algo notable: una mutación de ritmos. Esa copla que hizo de introducción en aquella función del cine Gaumont instaló un clima en el que se integraron las primeras desventuras de Don Diego de Zama; las idas y vueltas del corregidor, filmado con la rigurosidad obsesiva, característica de la Martel de sus títulos anteriores, remite en su estado de espera al estancamiento de los personajes de la trilogía: Graciela Borges en su quinta, Mercedes Morán en su hotel, María Onetto en su cabeza, Daniel Giménez Cacho en su puesto de frontera. Pero en Zama existe una ruptura: el hombre que espera se cansa de esperar. Los últimos minutos de la película, marcados por el salto a la acción y la toma de armas se ven estimulados por un verdadero subidón rítmico, un súbito redoble que lleva al hombre que esperaba a experiencias fuera de los límites de lo que su mente blanca occidental puede procesar y al film fuera del registro que, imperturbable, mantuvo hasta entonces. Zama rompe su compás de suspenso constante e induce elipsis rápidas y breves, movimientos de cámara en mano, montajes rápidos de situaciones poco claras y un conciso punto final para las aspiraciones del corregidor. En Zama se atisba una transición.
Martel siempre está con algo entre manos. Durante la primera década de este siglo hizo tres de las mejores películas de la riquísima historia del cine nacional, preparó durante años una adaptación de El Eternauta que lamentablemente nunca pudo realizar y seguido a eso se embarcó en un dificultosísimo proyecto que resultó siendo Zama. Hace ya varios años está en preparación un documental llamado Chocobar, título homónimo del activista indígena víctima de un impune asesinato perpetrado por terratenientes blancos que Martel busca retratar y problematizar bajo una lupa histórica. La salteña siempre tiene cosas entre sus manos. La pandemia complicó el desarrollo del proyecto documental y dejó tiempo para la realización y estreno de dos cortometrajes: Terminal Norte, producido y presentado por la plataforma Cont.ar como un “unitario documental”, y Camarera de piso, realizado con el apoyo de la UNAM y estrenado en el Festival de Mar del Plata en la sección “Autoras y Autores”. Ambos trabajos son prueba de la prolificidad silenciosa de Lucrecia Martel y casos interesantes para repensar algunos aspectos de su filmografía.
Lo inmediato sería pensar estos films como hermanos de Muta y Leguas, cortometrajes realizados por Martel durante el desarrollo de Zama, uno auspiciado por la marca de ropa Miu Miu y el otro enmarcado dentro de un proyecto audiovisual social comandado por Gael García Bernal. Todos estos proyectos de Martel comparten el hecho de estar asociados a instituciones o empresas y haber sido realizados en simultáneos al desarrollo de obras de más largo aliento. Pero Muta y Leguas, aún con sus rarezas y valores propios, continúan una lógica de climas y estructuras similares a superficies lisas y tersas con atmósferas tan sigilosas como acuciantes que impregnan de suspenso al espectador. En ese sentido, Terminal Norte y Camarera de piso continúan otro camino, van por el lado de la pulsión de cambio de ritmo iniciada en los últimos alientos de Zama.
Terminal Norte se presenta como un ejercicio de mezcla y mixtura. Allí Martel nos muestra a un grupo de músicas y músicos que se reúnen en una chacra salteña a ejercer su arte y compartirlo. Copleras conviven con músicas de noise, trap e incluso tango. Julieta Laso, “cantora rioplatense”, como es descrita por el film, es la encargada de conducir las escenas de este programa de números musicales que nos trae Martel. Terminal Norte aparece así como una boite o peña cinematográfica donde la directora nos localiza en una Salta pandémica donde construye frente a los ojos y oídos del espectador un escenario reversible: las performances musicales viven solapadas con él tras bambalinas de sus ejecutantes. Esto no solo es apreciable en las imágenes de las distintas performances, donde la figura de les musiques se ve puesta en relación con un fondo donde siempre aparecen otros personajes en diversas acciones, sino que también se palpa en la administración de la información. A través de grietas que se abren entre los números, Martel salpica al espectador con las biografías y los sentires de les autores acerca de su propia experiencia con la música, muestra relatos que se encastran con las músicas que las distintas personas hacen y con los que dibuja un mapa de experiencias personales con la música y las expresiones artísticas. “Batallones para batallar, ese es el mejor modo de pensar”, dice la letra de una de las milongas que canta Laso, batallones diversos y mixtos, añade Martel con su cortometraje. Terminal Norte, con su forma mixturada y dueña de una diversidad interna de formatos, aparece en la filmografía de Martel como un puente (musical, acaso) donde se prolonga el asomo de variación del final de Zama. Aquí hay nuevas notas nunca sentidas en la filmografía de Martel que acompañan una rítmica distinta más cercana, por su mezcla de modalidades de representación, a músicas y polirritmias que a los compases homogéneos de una copla.
En la presentación de Camarera de piso en su estreno nacional en el festival de Mar del Plata, Benjamín Domenech, uno de los productores, dijo que este proyecto nace, tal como Terminal Norte, de la imposibilidad de poder continuar el desarrollo de Chocobar a causa de las dificultades de la pandemia. Viendo los nuevos ingredientes y herramientas que añade Martel en cada uno de los cortos y siguiendo las palabras de su productor, se infiere una concepción de estos trabajos como obras laterales de aquellos más grandes, algo así como bocetos, ¿pero bocetos de qué? Aquí una aprendiz de camarera de piso de un hotel aprende paso a paso, habitación a habitación, cama a cama, la rutina circular de este oficio que la experiencia hotelera tiende a invisibilizar. En Camarera de piso, Lucrecia Martel continúa con su poética que le asigna al sonido un grado de hipersensibilidad: walkie talkies habitan los primeros planos sonoros junto con diálogos parciales que se oyen a través de puertas y paredes, todo asociado a una atmósfera de extrañamiento audiovisual ascendente. El cortometraje, lejos de pretender ser solamente un retrato de los trabajos y los días, dibuja una amenaza que irrumpe desde el fuera de campo: un hombre violento y potencialmente peligroso se materializa en una voz en off que prolonga sus acechos desde un espacio sonoro que por su inmaterialidad cala hondo en la imaginación del espectador y de la propia protagonista. De allí se altera progresivamente la percepción y comportamientos a medida que la amenaza parece más probable y cercana.
A diferencia de Terminal Norte, donde es posible asociar la mixtura de las formas a la heterogeneidad de las músicas y les músiques, en Camarera de piso el crescendo trae consigo un desbarranco de los estados de la protagonista y del propio film. Una vez que la irrupción de un agente externo repercute en el espacio cerrado donde se desplaza la protagonista, los movimientos que al comienzo del film son realizados con travellings y paneos gráciles son reemplazados por cámaras en mano agitadas que siguen los pálpitos de la protagonista. Asimismo, la luminaria de las habitaciones repiquetea su luz de manera similar a las aceleraciones y desaceleraciones de la imagen en movimiento que Martel realiza con algunos planos de la protagonista con un procedimiento técnico de montaje simple y efectivo que remite a un cine de terror de antaño que hacía de estos juegos y trucos parte fundante de su expresionismo. En el catálogo del festival, Martel invoca a la danza contemporánea como un corazón que late en la poética del cortometraje a pesar de no ser directamente aludida. Camarera de piso es, dentro de la filmografía de Lucrecia Martel, un boceto menor que no deja de iluminar algo que se percibe como juegos y ensayos parte una transición. ¿Hacia dónde? Quizás Chocobar tenga la respuesta, o al menos más preguntas para seguir indagando esta etapa contemporánea de Martel. Por lo pronto se celebra la inquietud de nuestra mejor artista.
Tomás Guarnaccia / Copyleft 2022
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