FESTIVAL INTERNACIONAL DE CINE DE MAR DEL PLATA: O DIA QUE TE CONHECI (NOVAIS OLIVEIRA)
La intimidad de las espaldas
O dia que te conheci es la culminación serena y contundente del estilo de André Novais Oliveira. Para quienes seguimos de cerca la obra de este cineasta mayor de este inicio de siglo en Brasil, es conmovedor constatar que André llega acá, en una película menor – en el mejor de los sentidos –, sin alarde y casi susurrando, como suelen hacer sus personajes, a una depuración de su poética, desarrollada desde su aparición fulgurante con el cortometraje Fantasmas (2010) hasta el más reciente Rua Ataléia (2021). La trama es mínima: un trabajador, Zeca (Renato Novaes) tiene dificultades para despertar, acumula ausencias y retrasos y, el mismo día en que pierde su empleo en una escuela, conoce a Luísa (Grace Passô), una compañera del laburo con la que entablará un encuentro decisivo. A lo largo de un día y una noche juntos, de la ciudad al dormitorio, descubrimos lo que el otro revela en cada uno, mientras reconocemos que, en esa comedia romántica breve, ideal para las maduraciones, el estilo de André se ha convertido en un hogar. Acá se escucha la respiración de un cineasta que no se aleja de la tarea de ser un cronista de su época y de su territorio, pero que no hace concesiones ni al aire tóxico del tiempo, ni a las fórmulas de éxito festivalero europeo (lo que explica, quizás, por qué un realizador que pasó por Cannes y Locarno ahora estrene un largometraje en Río, antes de pasar por Mar del Plata). Lo que importa, finalmente – para nosotros y para la historia de las formas – es que acá hay un cineasta despojado de todo lo que no es esencial y plenamente a gusto en su propia poética, es decir, su casa.
En aquella película a oscuras que era Rua Ataleia, un corte de luz daba la oportunidad para explorar las texturas de la casa, las espesuras opacas de la imagen, pero también para acercarse al misterio insondable detrás de cada mirada. André es un pintor de las superficies, pero en un sentido muy particular. En El día que te conocí, cada gesto, cada palabra elegida nos hace notar que sus personajes contienen mundos inmensos, pero lo que su cámara hace es permanecer al borde, escuchando apenas sus murmullos. La piel de cada uno traza el límite de un mundo interior que será constantemente sugerido, pero nunca traspasado sin que ellos, antes, nos ofrezcan la llave.
André es un poeta de la justa distancia. Cuando el personaje de Kelly Crifer y el protagonista Zeca hablan contra la pared de la escuela, hay un kilómetro entre ellos que no se puede atravesar impunemente. No hay nada más sagrado que la vida interior de sus protagonistas. Por eso hay siempre un catálogo de silencios y rodeos. Por eso se habla en un lenguaje común tan codificado y lleno de palabras aparentemente vacías, talladas únicamente para rellenar el espacio incómodo entre dos personas. Por eso se repite tanto lo que se dice (la apertura de El día que te conocí, con el pedido reiterado de que el amigo lo despierte al día siguiente, es el paroxismo hilarante de ese procedimiento) y por eso se usan tantas expresiones del portugués de Belo Horizonte que son pura función fática: “Que legal”; “Nó”; “Beleza”. Porque no dicen lo que realmente sienten, el lenguaje habla sólo a través de sus bocas, mientras ellos rumian el silencio que los constituye. No rechazan porque no pueden decir (un poco sí), sino porque fundamentalmente no quieren. “No voy a revelar”, dice Zeca sobre el motivo de sus retratos a la escuela. La soledad profunda en André Novais Oliveira es una carga, pero es también una decisión. Hay un muro de silencio en cada mirada, y para traspasarlo hay que aprender a saltar.
Siempre hubo una vida secreta – o no tan secreta – de los objetos en su cine. A veces, hay un peso narrativo crucial: la cámara que gana existencia dramática y destroza la forma en Fantasmas; las cortinas mágicas que traen el fuera de campo al living en Pouco mais de um mês (2013); el DVD encontrado que abre portales a otros mundos en Quintal (2015). En otros casos, es una presencia discreta, pero significativa: el tacho que se vuelve amplificador del celular de Grace Passô en Temporada (2018); la escoba con la que Maria José Novais Oliveira barre el patio de su casa en tantas películas. En El día que te conocí, hay una colección subterránea de planos de objetos de la casa, desparramados por toda la película. Son planos rarísimos, en los que los adornos – animales de vajilla, floreritos – interrumpen la narración para ocupar por un instante el centro del encuadre, con una importancia tal que casi hace pensar en los vasos de leche o en las tijeras de Hitchcock. Pero esos objetos no son dotados de una carga simbólica densa, ni sirven a la metáfora. Son otra cosa, más extraña, un poco como los gatos de Hong Sang-soo, pero aún más impenetrables. Desde las estantes, esos pedazos de plástico son testigos de la acción de los humanos, emisarios del espectador al interior del espectáculo, o simplemente evidencias de que hay una distancia a ser preservada entre ellos y nosotros, y que para entrar a sus vidas es necesario cautela y atención.
Lo mismo pasa con el cariño por Belo Horizonte, que se conquista poco a poco y con gran dificultad. La transposición del cine de André de la vecina Contagem – en dónde fueron filmadas casi enteras sus películas anteriores – a la capital de Minas Gerais hará con que la urbe no sea más una colección de rincones que la cámara reúne en una cartografía afectuosa, como en Temporada, sino un lugar casi siempre hostil. De día, especialmente para quienes la conocemos, la ciudad nos aparece llena de obstáculos, con sus avenidas pobladas, sus ómnibus y sus puentes peatonales, que la cámara recorre en zooms nerviosos para poder, a duras penas, seguir el intento de los personajes de adaptarse al ritmo imposible de una urbanidad feroz para quienes trabajan y viven lejos. Esos zooms en la ciudad mientras el personaje corre para tomar el bondi (otra recurrencia del cine de André que viene de lejos) materializan esa mirada que, antes de ofrecernos una imagen clara e incontestada, tiene que lidiar con una serie de barreras a la visibilidad, y hacernos habitar esas opacidades. De noche, mientras la relación entre Luiza y Zeca se adensa, todo va cambiando, y ahora se puede caminar por el medio de la calle en el centro, tomar una birra bajo el viaducto, y adueñarse de la ciudad mientras se dibuja un encuentro. En el último plano, al día siguiente, cuando por fin veamos una esquina soleada y alegre, enmarcada por el cartel de la Panadería Espiritual (un bello homenaje más a la Pastelería Espiritual de Carlos Reichenbach en Alma Corsária (1993), secuencia constantemente citada por los tres directores del colectivo Filmes de Plástico), el formato de la pantalla cambiará para finalmente componer una imagen plena: el detenimiento del tiempo que guarda para la eternidad un instante fugaz que se ha hecho memoria duradera.
El tiempo en su cine es un muerto-vivo. Casi nunca hay grandes acontecimientos narrativos, pero tampoco hay contemplación del vacío. Lo aparentemente ocioso se llena de pequeñas ocurrencias, que para los habitantes de la película son inmensas. Si sus protagonistas siempre se retrasan para tomar el bondi, es porque se trata de un cine que se interesa por la espera no como promesa, sino como acontecimiento en sí mismo. Cuando la niña empieza a contar la historia del Principito y, en vez de hacer un resumen, acumula detalles aparentemente insignificantes, o cuando Zeca y Luiza hablan de sus medicamentos antidepresivos y antipsicóticos, hay un placer de la enumeración, un deseo por la palabra en tanto sonido y gesto, más allá de sus significaciones o de lo que producen como acto. No hay tiempos vivos-vivos porque no interesa la acción en el sentido tradicional, ni el clímax, ni el desenlace. No hay tiempos muertos-muertos porque la espera y el fracaso no son el índice de un mundo desaliento, sino lo que permite que el cotidiano se interrumpa para abrigar una deriva vital, que es lo que realmente importa: el día del despido es también, y por pura casualidad, el día que te conocí. Acá, perder tiempo es ganar vida.
Hay una forma de encuadrar muy intrigante en su cine. Frecuentemente vemos a los personajes de espaldas, como si su cuerpo fuera una barrera frente a nuestro deseo de mirar, conocer, penetrar su intimidad. Otro encuadre recurrente es cuando, en los planos fijos de los dormitorios de Pouco mais de um mês y Ela volta na quinta (2014), a media luz, vemos a una pareja acostada, a través de una cámara baja y frontal. Los escuchamos hablar, pero la cámara permanece retraída, al borde de la cama, junto a los pies, que están en primer plano, mientras que los rostros están allá lejos. En el auto de Luiza en El día que te conocí, las dos formas de aparente rechazo a la cercanía se funden. La cámara está en el banco de atrás, y dos tercios o más del encuadre son pura oscuridad. Todas las convenciones visuales de cómo construir empatía quedan suspendidas, junto con la pulsión escópica inherente al cine: no vemos sus rostros, apenas vemos la ciudad esfumada en frente, y el plano dura muchísimo. Y, sin embargo, como en todas sus películas, estaremos muy cerca de ellos hasta el final. ¿Es posible sentirse íntimo de un mundo que se nos presenta de espaldas? El cine de André Novais Oliveira nos dice que sí.
La distancia acá no rima con frialdad, sino con una forma más exigente de calor. El día que te conocí es una película íntima, empática y alegremente amorosa, pero se trata de un amor construido desde la opacidad. André ha creado un mundo con reglas propias y generosamente nos invitará a habitarlo. Pero antes de entrar habrá que tocar la puerta, aceptar la invitación con ojos y oídos atentos, lo que acá significa aprender a mirar y escuchar distinto.
Victor Guimarães / Copyleft 2023
Adorei a contagem! E procurei depois de ouvir Caetano aconselhar ver o film! Quero ver no cinema agora!!!!