FICCIONES NACIONALES

FICCIONES NACIONALES

por - Ensayos
11 Abr, 2009 03:35 | comentarios

Por Roger  Koza

Fue antes de la catástrofe del 2001, y un poco después, cuando el público, o como se dice ahora, la gente, aceptaba ver películas argentinas de todo tipo y no solamente, como ocurriría más tarde, las que estaban asociadas al mundo televisivo. El llamado Nuevo Cine Argentino se pavoneaba, pues era reconocido en los festivales extranjeros más importantes del mundo y en su propio país dejaba de estar en los márgenes. Se veía cine argentino porque «estaba bueno».

Pero pasó un tiempo y el público cerró los ojos. No era que el cine había dejado de «estar bueno». Después del 2002, hubo películas importantes, en todos los géneros, también películas de autor; los directores rutilantes que asomaron a final del siglo pasado, Lisandro Alonso, Lucrecia Martel, Pablo Trapero, Martín Rejtman, Albertina Carri demostraron que eran cineastas y no jóvenes con suerte.

Algunos realizadores de otras generaciones volvieron con películas que cuestionaban y problematizaban el orden simbólico y económico dominante en la década del ’90, orden que una supuesta multitud politizada había derrocado al golpe de cacerolas. Así, los nuevos documentales de Pino Solanas ya no invitaban a un levantamiento revolucionario como a fines de la década del ’60, sino a una suerte de purga simbólica en función de conjurar lo que él ha denominado «colonialismo mental». El disciplinamiento neoliberal secretamente piensa por nosotros. Quizás Lugares comunes (2002), de Adolfo Aristarain, condensaba el espíritu de época mejor que ninguna otra película, una de las pocas películas de ficción que se propuso interrogar el presente atravesado por la historia.

Y es aquí en donde hay que problematizar la ficción tanto del Nuevo Cine Argentino como del cine popular e industrial, esta última una categoría bastante equívoca, si se la examina con cuidado. En efecto, en su reiterada imposibilidad de proponer narrativas capaces de incorporar lo histórico y lo político, no como un mero contexto o fondo impreciso aludido a través de algunas imágenes o iconografía reconocible, sino como aquello que constituye y condiciona tanto la subjetividad de los personajes y sus vínculos como sus modos de estar en el mundo, subyace la debilidad de nuestra cinematografía.

Sin duda, los documentales parecieran desmarcarse de este padecimiento paradigmático. Se supone que, al estar en búsqueda de una representación más «real», habría un deber metodológico, de lo que se predica un mayor rigor sociológico. Pero no siempre es así, y hay ejemplos numerosos de cómo muchos documentales se agotan en el ejercicio descriptivo; teóricamente pusilánimes y políticamente pasivos a la hora de desoír el sentido común y hacer hablar entonces al tenue pero operativo discurso dominante, ese que naturaliza el status quo, los documentales también padecen de una discreta pereza formal.

Es ostensible: el documental es un género imprescindible, pero en nuestra sociedad del espectáculo es un género menor, fugitivo, periférico aunque necesario. Películas como M (2007), de Nicolás Prividera y Trelew (2004), de Mariana Arruti, inidcan que hay madurez estética y bravura política. Pero el público elige la ficción.

Dado que el mundo se ha convertido en un espectáculo generalizado es en la ficción en donde hay que combatir la saturación inescrupulosa de imágenes que nada dicen del mundo porque hacen de él un lugar sin alteridades ni fisuras. Se trata de una operación paradójica por la que la ficción cinematográfica desordena y subvierte en sus propios términos los efectos no ficcionales de toda ficción. Es un poder prodigioso del cine.

TRES PELÍCULAS, TRES MODALIDADES DE FICCIÓN

Salamandra (2008), de Pablo Agüero, es una película que puede irritar pero también sorprender, y sin duda es un film que patentiza muy bien cómo la última dictadura atravesó la subjetividad colectiva de los primeros años de la democracia; es un film en donde se sugiere que el misticismo y neohippismo de la década de los ’80, representado por el éxodo juvenil a la localidad de El Bolsón, fue un modo inconsciente (e ineficiente) de protegerse ante lo insoportable de una realidad muy dolorosa.

«Krishnamurti dice que vivir sin hogar es como vivir sin cuerpo», dice una madre descentrada y desorientada, interpretada por Dolores Fonzi, a un familiar que cuidó de su hijo mientras estuvo presa en tiempos de militares. Ha estudiado, está capacitada y quiere empezar de nuevo. Su hijo no la reconoce, pero sabe que es su madre. Y si bien es un niño entiende casi todo. Restablecer un vínculo también implica aquí buscar un nuevo lugar en donde vivir.

Los primeros minutos de Salamandra son alborotados y confusos. Hay urgencia y desorientación, y eso se traduce en la puesta en escena. Todo se mueve, no hay serenidad, es la percepción de un estado de conciencia, y Agüero elige un dispositivo formal en consecuencia. Fonzi dispara sus palabras como si tuviera diarrea y la mierda le saliera de la boca. Es un sujeto sufriente que no habla para comunicarse sino para sobrevivir.

Película personal y catártica, Salamandra molesta por su esmero en suspender indeterminadamente toda posibilidad de reconciliación. Es un film gritón, de puños contenidos, de delirio colectivo y definitivamente sin padres, es decir, sin ley. En Salamandra los límites son inexistentes. Se anda en pelotas, se coge, acaso se trate más bien de un striptease ontológico generalizado, además de anatómico. En un pasaje delicado, Fonzi en pelotas dialoga con su hijo sobre si debe o no estar con un nuevo amante. Están en la ducha, y, aunque ella hable de Edipo, la referencia es deconstruida por la desnudez de la madre.

En Salamandra,la generación de sobrevivientes de la dictadura apela a conformar una suerte de identidad holística y gestáltica en consonancia con un nuevo orden cosmológico y una sociedad alternativa, más libre, menos consumista, y, sin saber por qué, menos política. Agüero parece conocer a fondo la paradoja, y por esto hace de la disyunción del discurso respecto de la práctica su principal herramienta de denuncia: se podrá hablar de una vida nueva, pero lo que se ve es pura decadencia. Y esto se muestra, no se dice ni se explica. Se ve cómo la Historia es lo Otro de ese deseo consciente de fundar un nuevo orden.

La sangre brota (2008), de Pablo Fendrik, es dispersa y abundante en personajes y recursos. En ningún momento la película consigue disponer sus materiales en una narración coherente. Hay algunas secuencias logradas en las que Goetz utilizando la totalidad de su cuerpo expresa la búsqueda sensorial de Fendrik, quien parece querer filmar la violencia muda de la cotidianidad urbana, su ubicua distribución materializada en los intercambios mínimos, un malestar que aquí se comprueba hasta en la elección de subir o no a un taxi. Lo bueno de La sangre brota se halla en sus momentos físicos, allí cuando la alienación hace su aparición.

Goetz es un profesor de bridge pero trabaja como taxista. Debe ser uno de los tantos hombres de clase media que se prepararon para algo y culminaron sus vidas en taxis o remises. Su mujer también es profesora. Viven en una casa que sugiere un pasado económico distinto. Uno de sus hijos vive en Houston pero desea volver. Su otro hijo, interpretado por Nahuel Pérez Biscayart, está a la deriva. Además hay otros personajes: una adolescente que reparte folletos de un local de reparación de celulares, la dueña de ese negocio y su bebé, y un empleado de unos 40 largos, que parece estar enamorado de la teen. Se suman a este elenco de desorientados dos clientes fijos de Goetz, quienes quizás trafican droga, o algo por el estilo. Sin duda, la heterogeneidad se reúne bajo un grupo social específico, devenido a menos, pauperizado. Es la clase media decadente, diagnóstico que se completa con la precedente denuncia sobre la educación pública en su primera película, El asaltante.

Pero hay situaciones inverosímiles y gratuitas: un posible abandono de una criatura, inexplicable respecto de la lógica del mismo personaje; una suerte de envenenamiento absurdo que sólo está para que el título se justifique; una paliza excesiva que también parece inapropiada y refuerza el nombre de la película. En otras palabras, La sangre brota se constituye de fragmentos que no llegan a vincularse con fluidez y lucidez, pues carece de una articulación política capaz de resignificar lo que sí describe e intuye como síntoma social.

La León, de Santiago Otheguy, pretende explorar un estilo de vida, el de los isleños, en ese Tigre que aquí se muestra arcaico y salvaje, detenido en el tiempo y sin atisbos de progreso alguno. Es un mundo feroz y opresivo, una sociedad organizada por tareas impuestas por la propia naturaleza, también amenazada por la llegada de los otros del Norte, los misioneros, que vienen a robar maderas mientras los originarios apilan juncos y cada tanto festejan las proezas de su propio equipo de fútbol.

Es éste el escenario elegido por Otheguy para explorar también una experiencia sobre la homosexualidad que nada tiene que ver con lo gay, figura naturalizada en nuestro imaginario colectivo. Así, la vida del junquero Álvaro y uno de los líderes de esta comunidad, el Turu, quien maneja una lancha de pasajeros, El León, serán los protagonistas casi excluyentes de un drama erótico.

Formalmente ambiciosa y conceptualmente difusa, La León no siempre consigue equilibrar su voluntad poética con su voluntad narrativa. Hay pasajes logrados. Otheguy, por ejemplo, compone un único plano en profundidad de campo, en el que se ve el cuerpo desnudo de Álvaro duchándose tras un partido de fútbol mientras el Turu espía sutilmente por el espejo. Sin decir nada, establece el deseo de un personaje por otro, y también indica el estado civil de uno de ellos. Otra escena muestra poéticamente la muerte de un viejo, y evidencia el ostensible talento del realizador.

El problema de La León es cómo aproximarse al otro inconmensurable. No se trata de la dificultad de un director argentino que vive en Francia, sino la de una generación de cineastas, pertenecientes a una clase específica cuyo conocimiento sobre la clase trabajadora y la vida en los márgenes no supera el sentido común. Es que para ahondar en las raíces de la xenofobia, la homofobia y el racismo hace falta una clarividencia sociológica que no se zanja con buenas intenciones. Será por eso que el plano general predomina en la película. La distancia revela tanto respeto como lejanía. Probablemente, el síntoma de una impotencia para imaginar la vida de los otros.

Salamandra, La sangre brota y La León constituyen tres modelos de ficción que predominan en el cine argentino contemporáneo. El film de Agüero patentiza lo histórico y político a través de los comportamientos y los vínculos. El film de Fendrik presiente lo histórico y lo político como síntoma a través de las conductas explosivas de sus personajes pero lo que empuja y hace brotar la sangre no se enuncia. El film de Otheguy, finalmente, describe e imagina un mundo, pero se aproxima a éste como si la historia estuviese suspendida y desprovista de un trasfondo político. En otras palabras, la mayoría de las películas argentinas, y estas tres constituirían tres modelos posibles, oscilan entre lo analítico genealógico (Salamandra), lo intuitivo crítico (La sangre brota) y lo descriptivo acrítico (La León). Mientras tanto, el gran éxito del cine argentino de este año se llama Un novio para mi mujer. Una historia de amor que transcurre literalmente en el limbo.

FOTOS: 1) Afiche de una exhibición de cine argentino en el extranjero; 2) fotograma de Trelew; 3) fotograma de Salamandra; 4) fotograma de La sangre brota; 5) Fotograma de La león.

*Este artículo fue publicado durante el 2008 por las revistas Nova América y Prometheus.

COPYLEFT 2009 / ROGER ALAN KOZA