FICER 2023: UN AMABLE ESPACIO ENTRERRIANO
La llegada al Festival de Cine Independiente de Entre Ríos fue en minibus, algunas horas después de la salida de Capital Federal. Como porteña el sólo hecho de salir a la ruta y ver la llanura verde y ocre, los reflejos de las gotas de lluvia sobre la camioneta, el deambular de los animales que pastan y descansan en la tierra, cambia el ánimo. Nuestra tierra va más allá de los horribles edificios grises, de las plazas demasiado secas, del clima abombado de la ciudad. Ver y sentir es uno de los grandes motivos que hacen celebrar mi país. Si a eso le sumo que Paraná es una bella ciudad a la vera de un río que, aun con un cielo nublado y plomizo, resplandece. La vastedad, las marrones tierras humedecidas, la naturaleza como reina y señora impregnan la mirada de todos los que asistimos al festival. El público, los organizadores, los directores, la prensa nos envolvemos en un entramado colaborativo donde todos se escuchan, se hablan, se abrazan. Donde todos dialogan porque el respeto pasa por escucharse y mirarse a los ojos. Nada menos.
En esta quinta edición, su director Eduardo Crespo me dice que le interesa el público, que esa gente tan entusiasta pueda tener la oportunidad de acercarse a producciones que no llegan a la ciudad. Pienso en ese federalismo vano, vaciado de contenido, federalismo que se hace trizas en las bocas de los poderosos y creo que Crespo tiene razón: brindar contenidos culturales a quienes no tienen acceso y no solamente por un tema de clase sino de distancia, hastío o dejadez es poner en acción un federalismo activo. Tal vez ese sea el verdadero valor de un festival: acercar a la comunidad películas, ya sean pequeñas o grandes, sean de la clase que sean, estén o no acompañadas por figuras invitadas un poco ajenas o muy cercanas al cine que el público reconoce. Hace años supe ser invitada a festivales provinciales y regionales donde el espíritu solía ser el mismo. La camaradería y la empatía con los otros, el deseo de contagiar el placer por el cine, darle importancia a las instancias de charlas con los responsables de las películas; definen la experiencia de asistir a un festival. Porque un festival es ver películas y conversarlas, compartirlas. Creo que el espacio de las preguntas y respuestas es central, la interacción entre los realizadores y el público, uno de los espacios más fructíferos y amables de los festivales que a veces no se tienen en cuenta.
Veo las salas llenas de público de todas las edades con la grilla de programación en mano, van a buscar sus entradas gratuitas (gran valor de este festival) hacen la fila para entrar a las salas, mientras comentan en grupos pequeños lo que van a ver, se convidan mates (actividad fundamental en la provincia, acto signado también por el compartir). Ya en la sala prestan una atención inaudita a las películas y salen conformes y contentos. Para los organizadores este debe ser el gesto más relevante, ese que llena el alma, después de tanto trabajo realizado. Acá el federalismo es mucho más que una palabra. Sobre el cierre, las palabras de Eduardo Crespo giran en torno a lo mismo. Visiblemente emocionado, agradece sobre todo al público entusiasta, que son también sus coterráneos.
El festival ofrece un puñado de películas que responden a un parámetro común que poco o nada tiene que ver con la fecha de estreno, con su paso por otros festivales, a veces títulos rimbombantes y en el fondo inocuos. Para Crespo y sus más activos colaboradores, como Maximiliano Schonfeld e Iván Fund, el criterio consiste en ofrecer un panorama vivo del presente cinematográfico y poner en valor las producciones de la región. En ese conjunto sobresalen las producciones entrerrianas a las que nos es difícil llegar, como Matriade Jimena Cháves o El voluntario de Pablo Corino o La alegoría de la cueva de José David Apel, títulos que conviven en igualdad de oportunidades con producciones que ya se han estrenado, como Trenque Lauquende Laura Citarella o Hace mucho que no duermo de Agustín Godoy o Arturo a los 30 de Martín Shanly, o incluso La terminal, la última película de Gustavo Fontán que se estrenó en el Doc Buenos Aires hace tan solo un par de días.
Elijo dos películas que por distintas razones me parecen relevantes. Una es Far From Us (2019) de Laura Bierbrauer y Verena Kuri. Una joven mujer, Ramira, vuelve a su pueblo en Misiones después de haberse ido unos años atrás dejando un hijo pequeño. Alrededor de esta línea argumental, la película se destaca por el tratamiento de la luz: el claroscuro, trabajado casi a la manera pictórica, añade una multiplicidad de sentidos que hace que la película sea tangibles a partir de la sensibilidad que promueve. El clima misionero se siente y se ve en los rostros sudorosos de los protagonistas y también se revela en el húmedo agobio que sienten por aquello que están viviendo. Far from us utiliza de manera ejemplar tanto las luces como el sonido, lo que tiñe su nudo argumental: la historia de Ramira, su madre y su hijo es tan oscura que es imposible descifrar; los enigmas, como las sombras que pueblan muchos planos, son muchos y se instalan en la película desde su inicio. Los gestos, los silencios y los susurros son más importantes que las palabras dichas. Los sonidos son heterogéneos, tanto los provenientes de la naturaleza, como los de la propia casa, o lo que se percibe al escuchar al niño con sus juguetes. Los sonidos se vuelven tan amenazantes como las palabras de la madre o los ruidos emitidos por un animal cercano o una tormenta en ciernes; la estética acompaña sutilmente la historia, reafirmando y sumando sentidos posibles.
Far From Us no es sólo el relato de la maternidad con todos sus implícitos claroscuros; es también el registro de una extraña forma de habitar un espacio. En este sentido, la película plasma la forma irracional en que se regresa o se emigra de la tierra natal, el raro laberinto de lenguas que se hablan. La película gira en torno a la idea de la dificultad de lo que significa ¨pertenecer¨, ya sea a un grupo familiar, a una tierra, a una nacionalidad, a una lengua.
La otra elegida es Crónicas de un exilio (2022) de Micaela Montes Rojas y Pablo Guallar. El documental aborda de una manera inteligente y sensible el exilio del cineasta Octavio Getino, que tuvo que abandonar el país en 1976. La película cuenta el desarraigo, las ausencias y los miedos cotidianos, y los narra a partir de cartas y casetes que eran el modo en que los exilados se comunicaban con sus familias. El registro epistolar deja huellas en la experiencia: la propia letra, la propia mano que roza el papel expone un modo de estar en el mundo, una época.
La película cuenta la historia de Getino de un modo íntimo. Sus familiares, sus amigos y compañeros aparecen sumando sentidos a su figura. Mientras la historia del exilio crece, también crece la de su historia familiar, con sus afectos más cercanos demandando su siempre (ausente) presencia. La política interfiere en la vida de los hombres, más aún en esos tiempos de dictadura que quebraba y hacía añicos los cuerpos, las vidas, los deseos, las libertades. Los directores apuestan fuerte a una historia que no es original, ni innovadora, y por eso vale la honestidad de la apuesta. Contar otra vez la historia de un exiliado es contar siempre la historia de un país desgarrado; y nunca está de más, sobre todo en estos momentos de peligrosa zozobra política.
En Crónicas de un exilio, los directores ensamblan imágenes de archivos nunca vistas que, según Pablo Guallar, fueron encontradas en la calle, literalmente a la intemperie. La película empieza con la historia de Octavio Getino y a la vez se encuentra en el relato de sus hijos, que también es lícito y sincero contar. El reclamo de los hijos es un pedido de reparación y a la vez un grito por el afecto paterno siempre ausente. Es que Crónica de un exilio es el relato feroz acerca de la ruptura familiar y es también la historia de un país roto que sangra cada tanto, a través de heridas profundas que no logran cerrarse.
Las dos películas que elegí, tanto Far From Us como Crónicas de un exilio, han sido muy poco vistas; cada una de ellas cuenta a su manera formas de habitar espacios y territorios, tanto ficticios como reales ya sea a través de la presencia o de la ausencia de los cuerpos, de los afectos, de la política. Las dos arriesgan gestos interesantes: una cuenta con delicadeza una historia hostil de madres e hijos; la otra, narra con elegancia el horror de otra historia hostil, cuando la política descentra a los hombres.
Las películas del festival celebran en sus propios términos y con gran firmeza, la existencia de la democracia como forma de vida. Haber seleccionado el clásico ineludible Juan, como si nada hubiera sucedido de Carlos Echevarría, de 1987, es un gesto que apunta al corazón de esa celebración. También los premios fueron coherentes con esta idea; (cuestión que no suele suceder), tanto el premio otorgado a Crónicas de un exiliocomo mejor película de la Competencia nacional como el premio del público a El juicio, la magnífica película de Ulises de la Orden. Los premios expresan un deseo compartido por los realizadores, los organizadores del festival y el público y es deseo de remarcar la importancia de la recuperación de la memoria, una memoria fundadora, matriz y raíz del modo de vida democrático al que debemos defender.
Marcela Gamberini / Copyleft 2023
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