FICIC 2014: LOS CORTOS O IMÁGENES DE LA CONTEMPORANEIDAD
Por Marcela Gamberini
Los criterios para analizar los cortometrajes son tan disimiles y variados como los que usualmente se aplican a los largometrajes. La extensión, sea la que sea, es una cuestión de debate, tanto de los largos como de los cortos. Muchas veces escuchamos eso de “le sobra media hora”, “la resolución es apurada”, “es un corto alargado” o “el relato merecía un corto”. Sin embargo manejar el tiempo es una de las virtudes que debería tener un realizador, no sólo el tiempo físico, que es el de la duración del material cinematográfico sino el tiempo de la narración, el del relato, del montaje, el tiempo del sonido, el de los espacios. El tiempo es central y organiza el material que se narra, organiza la mirada, predispone y por qué no dispone.
Los cortos que ha exhibido el Festival de Cosquín fueron variados y organizados con un preciso criterio: relevar tanto la calidad estética como la coherencia ideológica (que, convengamos, es extraño verlas ir en pareja). El conjunto de cortos seleccionado logra transmitir el presente, la contemporaneidad; el mundo cotidiano con sus ciudades, su arte, sus espacios y sus tiempos, el mundo del trabajo y las desiguales relaciones que genera, los recorridos, los trayectos, las reflexiones sobre el propio acto de filmar, sobre el cine en sí mismo. Múltiples sentidos estallan en cada corto, donde se privilegia el encuadre como elección estética y el montaje como ritmo y respiración. Todos se sustentan en cierta microfísica del poder y exponen sin ambajes las contradicciones, las dudas, las sospechas, las carencias que transitamos día a día. Cada uno de ellos tiene la duración exacta, en términos formales y estéticos; el tiempo es su médula, su síntesis, su recorrido.
Montaña en sombra, del gallego Lois Patiño, del que ya pudimos ver y disfrutar Costa da Morte , trabaja sobre sus imágenes como un espectador distanciado. Los pocos encuadres que pueblan el corto remiten a algo más de lo que vemos realmente. Esa montaña, que deviene en un territorio lunar, que deviene en una grieta, que deviene en un hormiguero, con hombrecitos que de pronto son insectos, hormigas, abejas en una colmena extrañada; que esquían, que caminan, que se mueven como con impaciencia y a la vez con tranquilidad. El blanco y negro y el agrisado, van y vienen lentamente, creando sombras. Luces y oscuridades que pintan la inmensidad de un paisaje que remite a la soledad, a la cercanía y a la lejanía, al tiempo de la imagen, a su ontología. El trabajo que hace Patiño sobre el sonido es magnífico, suma sentidos, la respiración de la montaña, que es la del paisaje, que es la de los hombres en esta rara mezcla de espacios y humanidades. Montaña en sombra gira alrededor de un espacio físico imponente, la naturaleza en todo su esplendor y ahí, estamos nosotros, observando, distanciadamente, el poder omnipresente de la naturaleza, que no es otro que el poder de las imágenes.
La reina de Manuel Abramovich, corto merecidamente premiado en varios festivales, trabaja con un nivel de sutileza inusual. Los segundos iniciales, antes de los créditos de inicio revelan la oscuridad en la que está sumida esa nena, los saludos de los extraños, el mundo opacado de los adultos, los brillos desteñidos de los fuera de campo, el maquillaje del rostro un poco corrido. Tomando una decisión increíble por lo virtuosa, esos adultos que acosan a la nena, nunca salen en el cuadro, sus voces en off taladran el cerebro cansado de la nena. El mundo de los grandes es la pura sustracción, sólo sus voces lo representan. Y esos adultos no sólo son los que llevan a cabo las normas, las reglas sino que son ellos mismos los que encarna la tradición, en este caso la del carnaval y sus rispideces. La cara de la nena es la protagonista central del corto: su cara, sus ojitos llorosos y su cabeza cubierta por un casco repleto de brillos, de piedras, de ganchos y ese casco es en sí mismo la tradición, es el mundo de los adultos que se ubica justamente sobre la cabeza, casi lastimando la cabecita de los chicos. Sin escucharlos, sin consultarles, sin mirarlos. La reina expone a la nena, tanto como lo hace su madre, su tía, su abuela; ese mundo que se contrapone con el de la niñez en un juego lúcido de exposiciones y sustracciones.
El palacio de Nicolás Pereda es la síntesis perfecta de estética y política. El comienzo es verdaderamente desconcertante, muchas mujeres se lavan los dientes al mismo tiempo. La pregunta que se instala en este momento y se devela sobre el final, sosteniéndose durante todo el corto, es ¿dónde sucede esto? La indefinición espacial es central y articula la narración dispersando sentidos. De nuevo en este corto aparece el procedimiento de la sustracción, en este caso lo que no aparece es la definición del espacio: ¿es una cárcel? ¿Una escuela? ¿Un hotel? Con la sustracción del espacio aparece la mayor invisibilidad de El palacio: aquello que no se ve es el poder, que viene de afuera, que habla desde arriba, que no se escucha pero que está, inevitablemente, indefinidamente, eternamente. El palacio es una clase sobre el uso del fuera de campo, sus implicancias, sus sugerencias, sus múltiples sentidos.
¡Bello, bello, bello! el corto cubano de Pilar Álvarez cuenta varios recorridos. El de un observador que recorre el Museo Nacional de Bellas Artes de Cuba, alejándose y acercándose a las obras y el de dos personajes “neuróticos” que a partir de las pinturas que ven cuentan sus experiencias de vida. Estos entrañables y sensibles personajes son “modelos de observadores” de arte que se dejan interpelar por y con las obras, que se ven atravesados por ellas, que los emocionan, que los conmocionan. Que los cuadros tengan marco los valida como tal, y cuando los marcos desparecen el estatuto de imágenes se transforma, de las pinturas al cine, del cine a la vida, de la vida a las experiencias privadas; siempre el arte es un material sensible, con o sin marco, fuera o dentro de la pantalla, en cuadro o en off. Álvarez, en sólo unos pocos minutos dice mucho más sobre el arte, sobre la vida y sobre el espacio (el pictórico, el cinematográfico, el del museo) que muchos realizadores con más de dos o tres horas de filmación.
Ahora es nunca de Pablo Acosta Larroca se centra en las coordenadas que confirman al cine en su materialidad y en su estatuto: tiempo y espacio. Un muchachito persigue en su deseo a una chica por la ciudad, en esta callada persecución las paredes de la ciudad están marcadas, los grafitis son protagonistas. El arte callejero es sobre todo Arte, de manos anónimas y solidarias de manos que finalmente dibujan como el silencioso muchachito que sigue a la chica. El espacio urbano, con sus marcas de identidad, con sus puentes, con sus trenes, nos marcan, nos definen y el tiempo se mide en el recorrido por esa ciudad. Que es el recorrido del deseo amoroso, de la búsqueda de la identidad, del definitivo encuentro con uno mismo. Acosta Larroca encuadra magistralmente, atrapa la luz, resguarda las sombras, espera a sus personajes que transitan con un ritmo melódico como una bella canción moderna.
No sé María de Paula Grinszpan trabaja con convicción su personaje que es la columna vertebral del corto, su carne y su respiración. María es una costurera, pero antes que eso es una mujer sola donde su cotidianeidad se ve alterada por un extraño llamado telefónico que la pone en vilo, creándole sospechas, ilusiones y temores, todo al mismo tiempo. Grinszpan logra algo bastante complejo: mostrar de manera casi sociológica e histórica un estado del mundo, la soledad y la incomprensión, el mundo del trabajo y sus rispideces, la dialéctica de las clases, el mundo del salario, el anonimato en las ciudades. María es la que no sabe, pero tampoco sabe Grinszpan, ni siquiera saben los espectadores; tal vez porque vivimos inmersos en un mundo de sospechas permanentes, vaciado de certezas, repleto de inseguridades. Ése nuestro mundo contemporáneo.
Marcela Gamberini / Copyleft 2014
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