FICUNAM (03)
FESTIVAL INTERNACIONAL DE CINE UNAM: PELÍCULAS EN COMPETENCIA / FILMS IN COMPETITION
Aita, de José María de Orbe, España, 2010
El paso
Por Fernando Pujato
En un plano fijo dentro de una habitación, un personaje trata de explicarle a otro -o quizá reflexionando en voz alta- las presencias que podrían morar en esa casa vacía, abandonada hace mucho tiempo atrás, contigua a una Iglesia donde, tal vez, se enterraban a los niños sin bautizar, donde acaso, las paredes guarden secretos por develar, ausencias por nombrar.
El supuesto interlocutor es más bien escéptico en cuanto a este asunto, le cuesta entender o imaginar que allí podría haber algo (ánimas, fantasmas, o como quiera que se les llame) sobre lo que no se puede dar cuenta realmente, materialmente. La secuencia transcurre por varios minutos, y en ella se dialoga, hasta culminar con el “arqueólogo” humanista mirando a través de una ventana y el “racionalista” convencido deambulando detrás de él. ¿Quiénes son estos personajes? ¿Es un diálogo guionado, o está improvisado kiarostámicamente? ¿Qué significa esta extraña y un tanto desconcertante presentación?
Lo de los personajes se descubre poco a poco en el transcurso del film: uno de ellos es un sacerdote, que parece creer tanto en Dios como en los curanderos y los espíritus; el otro, que parece creer sólo en lo que puede ver, es Luis, que se ocupa del mantenimiento de la casa, el que resulta ser el Palacio Urquía perteneciente a una de las familias más influyentes en esa zona del país Vasco. En cuanto a los diálogos poco importa su verosimilitud; el caso es que, con excepción de uno que se entabla entre ambos a partir de la entrada furtiva de unos adolescentes a la casa, en ellos siempre se habla de misterios extraordinarios: muertos que se levantan del féretro durante el oficio religioso, de una luz cegadora que persigue a Luis constantemente, y cosas por el estilo. Como si dentro de ese espacio no hubiera lugar para otro tipo de conversaciones, hacerlo significaría desacralizar la casa, despojarla de fantasmas, presentizarla.
Porque si bien en sus inicios vemos a Luis trabajando en ella, cortando o arrancando enredaderas en el exterior y fumigando en el interior -el trabajo del tiempo sobre la casa y el trabajo de Luis sobre ésta, sobre el tiempo-, el film se desliza casi imperceptiblemente hacia una conversión encantada, hacia una escucha imaginativa, hacia una visión espectral: los coros conventuales que se insinúan cuando Luis apoya su cabeza sobre las paredes, las proyecciones sobre los muros de antiguas imágenes, gente danzando o apagando un incendio, registros ¿ficcionales? de alguien que, como Luis, está acompañado de una luz fulgurante. Lo que hubo, lo que ya no está, se vuelve un posible evocar, se historiza.
Cuando Luis finalmente abre una puerta que da a la Iglesia y se sienta a escuchar el coro que antes imaginaba detrás de las paredes, el plano después de unos instantes cambia; ahora los vemos “desde” la Iglesia, la puerta sigue abierta y Luis se levanta y se va. Es el único plano-contraplano de un film en el que sólo hay planos fijos porque lo que se pretende visionar en esos pasillos claroscuros atestados de puertas y ventanas, en esas inmóviles escaleras, en ese espacio casi fantasmagórico al que accedemos diurnamente no es un discurrir ni un transitar, sino un estar en la casa, la inmovilidad de un lugar ya no vivido, al menos terrenalmente, aunque sí nocturnamente. Pero a su vez esa secuencia es la que nos permite, más allá de los personajes y de los diálogos, más allá de las falsedades documentales y las viejas proyecciones, idear lo que podría ser verdaderamente Aita, aquello que sólo el cine puede lograr porque sólo el cine lo puede mostrar: un pasaje hacia los ecos del pasado. O un tránsito hacia el exorcismo.
Fernando Pujato / Copyleft 2011
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