GILDA: NO ME ARREPIENTO DE ESTE AMOR

GILDA: NO ME ARREPIENTO DE ESTE AMOR

por - Críticas
15 Sep, 2016 05:26 | comentarios

GILDA SE FUE A LOS CIELOS

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Por Marcela Gamberini

Gilda: No me arrepiento de este amor  es sobre todo y ante todo un homenaje. Un homenaje al que Lorena Muñoz, su directora, aplica una mirada más que amorosa sobre su objeto; la misma mirada era la que Muñoz aplicaba sobre Ada Falcón en Yo no sé que me han hecho tus ojos, dirigida en colaboración con Sergio Wolf o en Los próximos pasados, aquel documental sobre la monumental obra de Siqueiros y su descuido inexplicable. Esta mirada, que a esta altura es una marca de autor en el cine de Muñoz, hace que su última película, Gilda: No me arrepiento de este amor se juegue enteramente en la figura de su homenajeada, quien aparece en todas y cada una de las escenas de la película. Muñoz maneja con habilidad las estrategias del documental, no solo en cien sino en televisión también. Fue la realizadora de una serie de pequeños “filmes” sobre diferentes cantantes, actores, directores que se caracterizan todos no sólo por su popularidad sino por su “pertenencia” al pueblo.

Hablando de miradas justamente la secuencia inicial con la que abre la película es ejemplificadora. Ahí la mirada “desde adentro” es la mirada de Gilda en su ataúd y también es la mirada de Muñoz: un féretro en un coche fúnebre filmado en scorzo, deja entrever y lo que es aún mejor, sentir, aquello que la película sostendrá hasta que termine: el pueblo rodea a Gilda, apenas vislumbrado en los reflejos de los vidrios del coche, empañados y mojados por una lluvia persistente, y por las estampas pegoteadas por manos anónimas se adhieren a los espejados vidrios. Esas manos son las manos del pueblo que ama a Gilda, que la rodea, que la acompaña hasta la muerte. Acá el pueblo, esa masa anónima aparece casi en fuera de campo, mientras voces de noticieros se hacen cargo de dar la noticia: Gilda se ha ido a los cielos, sola, y descansa en ese interior, en ese adentro que la película también sostendrá como una marca de estilo.

Gilda: No me arrepiento de este amor , Lorena Muñoz, Argentina-Uruguay, 2016

Como en la película chilena Violeta se fue a los cielos de Andrés Wood, sobre Violeta Parra la cantante popular que estuvo siempre en fuerte tensión con los poderosos, Gilda también está atravesada por el poder, en este caso representado por los empresarios que gestionan el negocio de los shows y las presentaciones. Las dos, Gilda y Violeta (Parra) mujeres de armas tomar –simbólicamente hablando-, serán las que lleven adelante su proyecto para el que no les hace falta un apellido, o sea una tradición. Ellas Gilda y Violeta solo quieren cantar, apuestan a su pueblo a partir de sus canciones, que ellas mismas componen y que ellas mismas cantan. Este deseo por cantar es el motor no sólo del relato sino de sus propias vidas. También estas dos mujeres tuvieron una estrecha e identificatoria relación con el padre. La figura paterna es la marca el origen del derrotero de estas cantantes, la música, la guitarra, la pasión por cantar. Tal vez por eso, ambas, con el correr del tiempo y de sus carreras se ven asfixiadas por ese orden simbólico y material del patriarcado, un orden que las marca y las (per)sigue; el padre, el marido, el representante, el empresario, el político. De esa asfixia deviene lo contenido de la película (vuélvase a la primera escena, aquella que abre el film con ese interior doblemente profundo, al ataúd, el auto; donde Gilda está “contenida”) aquello que se vuelve centrípeto en los planos y en los encuadres. Algunos han visto en esta “contención” cierta debilidad de la película, y sin embargo es uno de sus mayores aciertos: ellas no ceden ante los otros. Gilda no cede ante las desmesuras de las bailantas, de los recitales, del universo de la música, incluso de la violencia que también aparece contenida, sugerida. Toda esta contención se insinúa en la rigurosa puesta en escena que Muñoz trabaja con pulso firme pero amoroso.

Gilda: No me arrepiento de este amor es un documental y a la vez una ficción. Dice Gonzalo Aguilar “El cine es entre otras cosas, un archivo de rostros. En los primeros planos, la imagen adquiere la forma de un rostro con sus expresiones, pliegues y gestos”. Efectivamente esta estrategia formal está presente en Gilda; rodada casi exclusivamente en primeros planos           -salvo en sus recitales- de la excelente Natalia Oreiro en la piel y en el corazón de Gilda, la película se vuelve un objeto extraño de aprehender. El acercamiento al personaje es profundo por eso se rarifica, se vuelve un objeto extraño, difícil de clasificar. La película tensa sus materiales documentales y ficcionales jugándose en la intersección interesante y difusa de estos géneros. El “documento” sobre la vida de Gilda se entremezcla con su ficción, con el relato que se construye su alrededor, tanto alrededor de su cuerpo material (como en esa primera secuencia) como alrededor de su cuerpo simbólico (todo eso que la película sugiere).

Uno de los grandes hallazgos de Gilda: No me arrepiento de este amor es la sutileza con que Muñoz trabaja sus materiales. Esa supuesta santidad de Gilda y sus milagros sólo están planteados en una escena donde la cantante acaricia, casi por compromiso, la cabeza de una mujer. Lo mismo sucede con la extraña relación con su manager e incluso los vaivenes de su matrimonio. Gilda: No me arrepiento de este amor tira líneas que suspende en el aire, sin juzgar, sin opinar, sin subrayar. Todo está entredicho, como contado entre susurros, como visto a través de un vidrio esmerilado o empañado, como en la primera secuencia.

Otra decisión formal más que interesante es que la película se construye en los claroscuros de las imágenes. Contraria a supuestos que dirían que una película sobre las llamadas “bailantas”, esa topografía hecha de excesos, de brillos, de juegos de luces, de sonidos altisonantes; Gilda: No me arrepiento de este amor construye su visibilidad en un espacio oscuro, poco luminoso. Sobre todo la casa de Gilda, ese espacio sombrío, mostrado casi siempre en sus pasillos y escaleras (como si fuera éste un lugar de paso para la cantante y realmente lo es) aparece como un espacio un poco tenebroso; sólo cuando ella en la más absoluta soledad compone y canta aparece algo de luminosidad que viene desde afuera, desde esas ventanas acortinadas que dejan pasar apenas una tibia resolana. Los espacios son casi siempre cerrados, un poco agobiantes (su casa, los estudios de grabación, ese submundo donde viven los “dueños” de las bailantas, la casa de su manager). Gilda se recupera de este agobio cuando respira, cuando finalmente canta frente a su público.

La sutileza de las decisiones formales que toma Muñoz hacen que la película se vea más verdadera, más real. Sólo importa contar su vida, su reconocimiento, su éxito ante el público, lo demás es leyenda, es mito. Y el mito o la leyenda aparece cuando Gilda desaparece. La construcción de un mito no es el tema de la película; el eje es otro: el deseo que persigue una mujer que, de alguna manera, contradice los preceptos acerca de lo que “debe” ser una mujer. También en esta cuestión, tanto Violeta (Parra) como Gilda, se emparentan y se identifican.

Una verdadera política de las formas que es a la vez una política de la narración. Aquello que se cuenta y aquello que se calla, lo que se supone y lo que se sabe, lo que se muestra y lo que se sugiere. No es Gilda: No me arrepiento de este amor una película sobre clases, no hace pié en cómo una maestra jardinera llega a ser cantante popular, sino que trata sobre lo que siente una mujer cuando pasa de ser una maestra a una cantante, sobre cómo cumple su deseo, sobre cómo besa con culpa a sus hijos cuando llega de madrugada después de cada show. Y esto aparece en la película a través del cuerpo de Gilda-Oreiro. Ese cuerpo flaquísimo que se mueve con seguridad, enfundado en la ropa de Gilda, sus polleritas y sus remeras cortas; ese cuerpo que también entra en tensión con los cuerpos exuberantes que son usuales de la “bailanta”.

Lorena Muñoz logra una película íntima, verdadera, emotiva y sensible; un homenaje a una figura popular, una mujer que se construye a sí misma, que construye su identidad en el reflejo de su público; ella, ese “Corazón valiente” que canta “Suavecito” a su pueblo o “No podrás faltarme cuando falte todo a mi alrededor”. Es justamente el pueblo su “Paisaje”, aquello que no puede faltarle, lo que la sostiene y la reafirma como uno de los íconos de la cultura popular más venerado; ese pueblo es el que la acompaña hasta el final, rodeándola, sosteniéndola y que le permite, finalmente, decir “Yo soy Gilda”. Es el gran comienzo de una leyenda que se acrecentará con los años, como toda leyenda popular.

Finalmente, la película dista de ser pretenciosa. Destinada (seguramente) a ser un éxito comercial su apuesta inteligente, trabajada a partir de estrategias formales más que interesantes y actuada maravillosamente por Natalia Oreiro que no sólo le presta el rostro a la figura de Gilda, sino su carisma, su emoción, su pasión, trasciende su potencia y merecida recepción masiva. Sabemos que aquellas películas que llevan más público a las salas, aquellas que son masivas, son las que intervienen en la formación de una sensibilidad que nunca está exenta de una fuerte mirada política.

Marcela Gamberini / Copyleft 2016