GUASÓN 2: FOLIE À DEUX / JOKER : FOLIE À DEUX
EL AÑO DEL DESCONTENTO
Por más lágrimas que derramemos al añorar a nuestros muertos, el estado actual de Hollywood nos ofrece una advertencia. Se asemeja a una pesadilla incubada en el moho del cementerio: un viejo amigo al que le echamos y le sacamos tierra; revivido desde la ultratumba sólo para volver desfigurado. Garras en los ojos, cinco brazos y sangre fría. El cine estadounidense se comporta hoy como un soldado-zombie al servicio del Imperio en decadencia. Desesperado y sin respuestas, su única solución es masticar la imagen frágil de un pasado victorioso. ¿Alguien gritó Make Hollywood Great Again?
Las películas de superhéroes (la última reconversión de la industria a una cultura de los placeres descartables, ya vencidos en su mismo acto de consumo) también se han entregado a la creatividad nostálgica. Los oráculos de los estudios encontraron el futuro en el pasado. Si Spider-Man debía reciclarse, lo haría bajo la forma de una fiesta organizada por John Hughes. Si los X-Men necesitaban poner huevos, lo harían cruzando a Wolverine con John Wayne. Y si a Joker le urgía ganar respeto, lo encontraría disfrazándose a imagen y semejanza del Nuevo Hollywood setentoso. Despedazaría a los antihéroes de Scorsese, les quitaría sus pieles y se las pondría orgullosamente para ser reconocido como Arte.
Sin detener la ola de víctimas, el director Todd Phillips encontró ahora su nuevo objetivo en el género musical. La secuela de Joker filma al villano más ilustre de ciudad Gótica como si fuera un bailarín de tap en el paraíso perdido del Viejo Hollywood. Pero lo curioso no es el homenaje, sino la traición. Vapuleada, abucheada, apuntada en las plazas virtuales como un fracaso creativo y económico, la nueva versión de Joker parece tomar una ruta serpenteante (llena de tropiezos y algunos riesgos). Vuelve al pasado y descubre que no puede repetirlo. Entonces lo niega.
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Ni un teatro lustroso, ni una ciudad romántica, el escenario donde ocurren los primeros exabruptos musicales de Joker es un centro psiquiátrico. Arthur Fleck permanece a la espera del juicio que va a condenarlo por haber matado a cinco personas. Se lo ve tieso entre los vivos, arrastrado como una bolsa de basura por los pasadizos oscuros de la cárcel psiquiátrica, sin proferir palabra, ni contar chistes o sonreírle a los guardias. La apropiación del género musical encuentra su principal fundamento en esa corporalidad expresiva. Cuando Fleck se enamora de Lee, otra paciente del hospital, lo vemos soltarse como una larva que se estira lentamente. Canta una canción sobre encontrar el amor y termina estallando en un baile de giros y patadas, mientras lo envuelve una nube de cigarrillo. Lo que pesa allí es el físico de Joaquín Phoenix encarnando a Fleck; primero estéril y luego vibrante, dormido y despierto, derrotado y triunfante. Esta es, después de todo, una película sobre la pugna entre fuerzas dicotómicas.
Fantasía o realidad, esa es la cuestión. Philips implanta el género dorado del Viejo Hollywood como si recordara de memoria la tesis del crítico Richard Dyer: la idea de que el musical había sido un vehículo para componer escenas utópicas frente a la cerca del realismo capitalista. Fleck, un tipo virgen y sin gloria, condenado a la tortura psicológica por su madre y por cualquier bravucón que se le cruzara en el camino, finalmente se siente visto. Su enamorada del pabellón contiguo no sólo lo busca con la mirada, sino que le habla, y no sólo le habla, sino que le dice que lo admira, que vió como veinte veces la película que hicieron sobre su historia y se siente reflejada. Son dos locos, uno para el otro, y los números musicales escenifican ese encuentro. Si la realidad es el encierro, la fantasía serán los cuerpos desbordados (correteando entre el fuego, danzando como niños que hacen travesuras). Si la realidad es ser invisible, la fantasía será tener las luces encima (dar un espectáculo, conquistar el escenario, ser alguien para los demás).
Pero lo más llamativo en la película es cuán drenada de placer se encuentra. No se trata de una entrega a la ilusión del musical, ni siquiera de una puesta en escena que crea momentáneamente en esa ilusión, sino de un comentario social sobre cómo ésta puede estropear la vida y la cabeza de las personas. A medida que Joker avanza, las escenas de baile están dominadas por explosiones de violencia más que de alegría. Los amantes de repente se disparan entre ellos, o coronan una balada melancólica aplastando la cabeza de un Juez a martillazos. Es el reconocimiento (o la creencia) de que no hay lugar para la compensación que alguna vez avizoró Dyer. Que el placer del Viejo Hollywood sólo encuentra su canalización actual en la muerte. Y que si los ciudadanos de Gótica se agolpan en las calles para defender a un asesino, es porque se regodean en el revanchismo. Héroe o villano, también es la cuestión.
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El segundo baile de Joker comparte algunos pasos con la Barbie de Greta Gerwig, casi como si fuera su hermano cargado de nihilismo y drogas antipsicóticas. Las dos películas parecen comandadas por extraños que se colaron en el mainstream. Juegan a estudiar el medio y a deconstruirlo meticulosamente, pero a diferencia de los topos infiltrados en el Hollywood de otra época (como Paul Verhoeven o Kathryn Bigelow), se comportan más como académicos comprometidos que como artistas revoltosos. Gerwig y Phillips proponen una hipótesis, despliegan citas que demuestran erudición cinéfila, anticipan las objeciones de sus detractores y preparan los contraargumentos. Tomemos el caso de la nueva Joker: todas sus avanzadas, sus oscilaciones precisas entre la realidad cruda y la fantasía cocida, parecen responder a las críticas que entendieron a la vieja Joker como una celebración de la rebelión de los incels. Ahora no hay lugar a dudas: Arthur Fleck es un tipo tan roto que inventó una realidad en su cabeza y ya no puede distinguirla de la realidad concreta. Por eso la misma película se desvive por separar la paja del trigo y dejarnos en claro qué es cada cosa, quién es Fleck y quién es Joker, y cómo a pesar de tener un escuadrón de seguidores su destino no puede ser más que catastrófico.
El resultado de estas operaciones (en Joker y en Barbie) es el de objetos culturales de una apariencia inteligentísima, tan cooptados por el control cerebral que cierran las puertas y le niegan a los espectadores (y a la crítica) un espacio para respirar por sí mismos. El interior de las películas aloja lo que esperan que pensemos de ellas, y por cada idea estoicamente ganada, pierden en intensidad y en fuerza. El goce del musical en Joker, por ejemplo, pero además la violencia anárquica a la cual pretende mirar a los ojos, aparecen disciplinadas. Están sujetas a un orden que busca otorgarles un argumento y un objetivo, y que en el proceso las despoja de su visceralidad. Para una película tan preocupada por el desborde de sus criaturas, presenta a la emoción apenas como un paquete. Ha sido clasificado, procesado, relocalizado.
Incluso la misma puesta en escena encarna aquella lógica sofocante. En un momento, Lee agarra su labial rojo y dibuja una sonrisa sobre el vidrio de una cabina, mientras del otro lado se ve el rostro desenfocado de Fleck. Cuando el fondo recupera la nitidez, el protagonista tuerce la cabeza y sonríe justo detrás del labial, haciendo coincidir su gesto sonso con el dibujo. La película está llena de esas imágenes falsas. Hay otra donde los enamorados se besan adelante de un incendio, y otra donde se pasan el humo del cigarrillo de boca en boca a través de las rejas carcelarias. Phillips se esfuerza por parir momentos icónicos, fácilmente extraíbles del contexto de la película y adaptables a la forma de stickers, gifs y videos-pestañeos que pueden colgarse en el museo de Internet. Es esa capacidad de funcionar aisladamente, de forma descontextualizada, la que explica su propia cualidad en la película. Engendran una emoción inorgánica, entrometida a los empujones. Nunca invocada por el film, sino por su creador.
Phillips ha concebido una película paradójica. Coquetea con el entretenimiento, sólo para presentarse con la superioridad solemne del anti-entretenimiento. Levanta la frente para presentarse como un hecho artístico, pero permanece maniatada de brazos y piernas a su esquematismo. Demasiado desconfiada para ser una cosa u otra, pero demasiado dicotómica como para crear un terreno intermedio, la nueva Joker se mimetiza con su personaje. Los dos, atrapados en una crisis identitaria.
Guasón 2: Folie à Deux / Joker: Folie à Deux, EE.UU., 2024.
Dirigida por Todd Phillips.
Escrita por Todd Phillips y Scott Silver.
Ivàn Zgaib / Copyleft 2024
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