EL HOMBRE QUE DUERME A MI LADO

EL HOMBRE QUE DUERME A MI LADO

por - Libros
01 Jul, 2017 01:34 | 1 comentario
Marcela Gamberini lee la novela de Santiago Loza como una hermosa pieza, ahora literaria, que suma a la lenta pero constante construcción de una obra que tiene la marca de un autor.

La novela de un cineasta, la novela de un autor

Por Marcela Gamberini

Santiago Loza es dramaturgo, cineasta, guionista y ahora publica su segunda novela. Me dice que “hubo un intento de novela anterior, se publicó el año pasado pero tiene 10 años, se llama Yo te vi caer, pero era un material roto, embrionario de otras ficciones”. Mientras me comenta esto pienso si alguna vez la literatura, el cine, el teatro están completos en sí mismos, si no son siempre textos embrionarios de textos anteriores conformados por las propias escrituras y por las ajenas, por las propias lecturas y por las de los otros.

El hombre que duerme a mi lado es claramente un relato en el sentido más clásico del término. Narrada con un orden temporal lineal, la novela genera dos movimientos, uno hacia afuera (sobre una madre que viaja desde un pueblo hacia la casa de su hijo en una ciudad, de la que nunca se menciona su nombre) y otro movimiento hacia adentro (hacia el interior más profundo de esa relación entre madre e hijo).

El relato es simple y a la vez complejo, difícil de digerir, pues la cercanía emotiva es central: ¿cómo escuchar a una madre incorrecta que dice todo aquello que nos incomoda escuchar? Hay algo de cursi en la figura de esa madre tan literal, tan sin filtros y tan arquetípica, una noción de cursi que tal vez pueda estar ligada a una tradición literaria. En efecto, si tuviera que marcar la filiación literaria de El hombre que duerme a mi lado podría arriesgar que es la narrativa de Manuel Puig, ésa que se teje en el chisme, en el susurro de entrecasa, en la cotidianeidad más rutinaria y a la vez más intrigante. Esa ruindad de la clase media argentina que se vuelve casi fascista en la conducta de la madre, en sus palabras, en sus órdenes, en sus gestos; en esto también hay cierta hermandad con el maestro Puig que también escribía desde un pueblo y para un pueblo de clase media; una literatura que mediaba entre lo popular y la alta literatura. Loza de algún modo hace el mismo recorrido: escribe desde Córdoba (aunque esté físicamente en Capital Federal), su voz es pueblerina y su novela también lo es, hecha de retazos de conversaciones como también de fragmentos de un monólogo interior furioso y temerario, de aquello que nunca se dijo y deseos escamoteados, de varios fueras de campo que sugieren un pasado y un presente un poco miserables y siempre rencorosos.

El hijo. Ese hijo “es un pesado”, dice la madre en su presentación. Ese hijo es trabajador, aburrido, homosexual, oscuro. Los adjetivos son insuficientes; nunca el lector lo conocerá bien. Él se esconde, secretea la vida, susurra la cotidianeidad. Y el novio del hijo, Daniel, también oculta un pasado del que sólo podemos entender algunas líneas. Pareja extraña, Daniel se hará cargo de la madre mientras el hijo saldrá a trabajar. Nelly fantasea y en sus fantasías que lentamente se transformarán en una demencia senil, se confina en su maldad invulnerable, encerrándose cada vez más en esa casa que le es ajena, en ese cuarto, en ese interior denso, pesado. En algún momento de este proceso Nelly dice o piensa o habla: “Afuera es una jungla. Mientras yo no duermo, afuera es el infierno. Matan, roban y vaya a saber una qué otra barbaridad”.

Sin embargo, ese afuera sentido como barbarie que tiene lugar en el exterior del hogar se va infiltrando también en un adentro sin salida, donde aparecerá la verdadera barbarie, cargada de infelicidad, culpa, castigo, pletórica de miedos más viscerales. La novela crea a lo largo de sus páginas una tensión que detona desmesurada y descarnadamente en el desenlace, y prescinde de cualquier explicación psicologista; la literalidad es apabullante.

Novela de monólogo interior, Nelly se habla a ella misma todo el tiempo y a la vez nos habla a nosotros los lectores. Mientras relata el viaje a casa de su hijo, Mauro, se dejan oír los sentimientos más arriesgados y más políticamente incorrectos acerca de la maternidad; el odio que le produce casi todo lo que se mueve a su lado se materializa: el chofer, los pasajeros, la mamá con su bebe, los bichos que se aplastan en el vidrio y estallan, el calor; el mundo es aborrecible. Nelly teme morir atragantada de odio. Santiago Loza concibió un personaje repleto de miedos, de infelicidad acumulada, pero también de culpas invisibles, de secretos pecaminosos que se ocultaron siempre y en algún momento estallan, convertidos en furia y en odio visceral.

Hay algo en la novela que puede pensarse como una obsesión que atraviesa toda la obra de Santiago Loza, en cualquier género o formato: el fantasma de la soledad y su devenir, esa condición del desamparo que ronda y acecha lentamente, sin prisa, inevitable. Pero a la vez, tal vez para enfrentar este fantasma, existe en la obra de Loza la necesidad de una creencia, de una idea o un concepto o una imagen o una palabra en la que confiar ciegamente. ¿Un exorcismo secular para conjurar la soledad latente y a la vez manifiesta? Los tres personajes de esta novela, como muchos de los de sus películas y también de sus obras de teatro, son solitarios que practican formas del amor que pueden no ser naturales o correctas o simples, pero que en definitiva son modos singulares de expresión de amor y desamor. Refiriéndose a su hijo, Nelly farfulla entre dientes: “Lo quiero a mi manera, parca, desganada. Lo quiero sin la voluntad del cariño. Lo quiero porque tengo la obligación de quererlo”.

En algún lugar Loza afirma: “En estos intentos narrativos, sé que la escritura entra en diálogo directo con el lector, no hay un medio que la complete, que se interponga, entonces hay un proceso tal vez más secreto, íntimo, privado, tal vez. Y una posibilidad de trabajo con la palabra que el trabajo en el guion de cine no lo permite”. Es evidente la cercanía entre lector y escritor; está presente en la novela que se revela como una experiencia íntima, casi secreta, como si ese gran monólogo interior nos fuera susurrado al oído a los lectores atentos, sin mediaciones y sin intermediarios. Nelly está cerca.

Santiago Loza es un auténtico autor: el cineasta, el escritor, el dramaturgo, o simplemente Loza alinea las obras en un estilo que tiene una cierta cualidad y un modo de relatar y presentar percepciones bajo una sensibilidad personal y distintiva. Sabemos que la figura del autor como tal ha muerto varias veces y ha resucitado tantas otras; también sabemos que esa figura a veces limita la comprensión de una obra; pero asimismo esa figura insistente permite la mayoría de las veces enriquecer el entendimiento, porque se alcanza para reconocer estilos poéticos y giros estéticos. Un autor es un creador de mundos, lo que exige formas para crear un mundo.

Cuando le pregunté a Loza acerca de qué entendía él por autor, contestó, casi como si se tratara de una confesión mimética con algún personaje suyo, tal vez ese hijo que también necesita pensarse a sí mismo y en órbita con esa madre: “Supongo que es alguien que encuentra o intenta dar con una voz propia. Un rasgo en el hacer que lo caracteriza, que los otros pueden detectar. No es una definición muy académica, creo que es alguien que necesita de manera imperiosa manifestarse, narrar, dejar una impronta frente a lo que se vive. Antes dije voz, pero puede llamarse mirada, particularidad, como sea, alguien que hizo de su diferencia y de su falla un lugar desde el cuál enunciarse, pensar lo que lo rodea, lo que duele y en ese acto, pensarse a sí mismo”.

Porque en definitiva de eso se trata esta novela, escrita en clave desmesurada, un poco kitsch y un poco asordinada, y muy impúdica, de reflexionar acerca de lo que nos rodea, de identificar los dolores, los deseos escamoteados y las frustraciones diarias; y sobre todo de contar sin detenerse el devenir de la vida siempre repleta de demonios que (nos) acechan constantemente.

El hombre que duerme a mi lado, Santiago Loza, Tusquets, Buenos Aires, 2017. 176 páginas

Marcela Gamberini / Copyleft 2017