IMPRESIONES Y PLANOS: LA CIUDAD DE LAS MOTOS
Si fuera una escena de una película habría que comenzar así: en el cuadro se puede apreciar cómo cuatro estadounidenses hablan a los gritos y el dueño del pequeño café trata de explicarles que no tiene nada para ofrecerles en el almuerzo. Los estadounidenses no solo se reconocen por sus atuendos, movimientos corporales y el acento del inglés. Hablan siempre a los gritos, como si la voz fuera un instrumento para expandir el espacio sonoro común. Gesticulan y gritan de un lado, escucha en serenidad del otro. De la nada, se introduce en el cuadro una mujer subida a su motocicleta con una bandeja en la que lleva regalos empaquetados. Pasa por el medio de los estadounidenses y el vietnamita como si fuera solamente una sombra. El acero y el caucho del vehículo, y la carne y los huesos de la conductora son puro revestimiento que luce inmaterial. En cualquier ciudad de Occidente la acción sería percibida como un escándalo. No en Hanói. La circulación de motos, bicicletas, autos y transeúntes constituye una gran coreografía que no tiene ningún autor por detrás. La palabra azar es suficiente para indicar que el acaso es lo único que puede decirse como guía en la interpretación. El orden que existe y es pura inmanencia de esa cotidianidad es inaprehensible para los estudiosos del urbanismo y otros saberes asociados al diseño racional de la vida pública. Después de unos días, los forasteros aprenden a dejarse llevar por la corriente. Pierden el miedo, cruzan la calle sin más y se vuelven una pieza en relación con otras en un movimiento incesante que solo se detiene después de la medianoche y por unas horas. La obsecuencia europea respecto de las señales de tránsito se termina en menos de 48 horas.
La danza caótica de las motocicletas no es una especialidad vietnamita. En las calles de Taipéi y Manila pasa lo mismo. Recientemente, Miguel Gomes se limitó a registrar ese magnífico evento mecánico y orgánico, que decidió musicalizar con Johann Strauss mientras que recurrió a las sobreimpresiones del cine silente elevando la coreografía del azar a un nuevo conjunto que da como resultado momentos de cine total. Grand Tour (2024) es prodigiosa. En el pasado hubiera filmado solo bicicletas. Hoy fueron sustituidas por motocicletas.
Que muchos pueblos asiáticos se destaquen en este baile sobre el asfalto no significa que todos los países de la región o de todo el continente sean iguales. La riqueza de Yakarta, la desigualdad en Rangún, los contrastes de cualquier destino turístico de Filipinas requieren revisar la historia de cada país. Son tan disímiles los pueblos de Asia, incluso los que están en ocasiones congregados en una misma nación. Pero entre todas esas naciones populosas, Vietnam no es una más entre otras. Vietnam tiene una historia singular y admirable. Es fácil adivinar las razones. Los vietnamitas vencieron a los mongoles, a los chinos, a los franceses y a los estadounidenses. Un amigo que lleva 10 inviernos consecutivos visitando Vietnam esboza una teoría asequible sobre la amabilidad de los locales ante los extranjeros. Bob se refiere a «la sonrisa del triunfo». Los vietnamitas pudieron contra el país más poderoso del siglo pasado.
Santiago Álvarez hizo varias películas sobre aquel Vietnam victorioso y valiente. Hanói, martes 13 (1968) y 79 primaveras (1969) son las más vistas y las más accesibles. Quien haya visto alguna de las dos y más tarde haya caminado por alguna ciudad de Vietnam no puede dejar de proyectar sobre el presente las imágenes de archivo con las que Álvarez desde La Habana trabajaba en esas piezas condensadas con las que pensaba y daba a conocer la historia (de la emancipación) en tiempo presente. Al caminar por las calles, la dialéctica abandona su espesor académico y es la palabra que mejor transite la intersección entre el estímulo y el recuerdo. O también para conjeturar qué persiste de aquel tiempo al presente. El misterio de Hanói reside en su efervescencia y en el dinamismo que tiene un alcance microscópico. Si bien los vietnamitas cultivan el ocio, cada día parece ser arrastrado por una intensidad total.
Hanói, martes 13 fue concebida dialécticamente. El concepto es el siguiente: las tareas diarias de un pueblo son documentadas con admiración y respeto. Es una laboriosa recolección de los actos diarios y el descubrimiento de una idiosincrasia. Los campesinos en los arrozales, no muy lejos del corazón de la ciudad, realizan sus quehaceres; los pescadores hacen lo mismo: recogen sus redes y acopian pescados; los vendedores ambulantes en las calles ofrecen lo suyo y los niños juegan y cuando ven que los filman miran a cámara y ríen. La película abre en verdad con viejas pinturas que remiten a otros siglos e introduce el tiempo añejo de una cultura. Álvarez musicaliza con una circunspecta elegancia. Son piezas sonoras claramente orgánicas al concepto visual que desarrollan y resultan fundamentales como contrapunto al sonido de las ametralladoras y el estruendo de las bombas. Es una decisión astuta, porque si se cierran los ojos, por el sonido, solamente, se puede asimilar qué significa estar en guerra, qué sucede cuando un pueblo es ultrajado y puesto en una situación imposible.
Los vietnamitas no son unos recién llegados a la historia universal, como los estadounidenses; están en varios de los capítulos de las crónicas del mundo, mucho antes de aquellos que fueron los últimos en invadirlos. Álvarez presenta lo antiguo y el presente, establece una relación entre el pasado y los hábitos múltiples que definen un ethos, incluso se llega a reconocer una dimensión estética en todos los órdenes de existencia que proviene de tiempos lejanos (y que ha sobrevivido hasta hoy). Esa regularidad erigida en la inveterada invención de un modo de vida, que es todo lo que se ve en el inicio de la película, sin previo aviso es puesto en riesgo por los ataques de los aviones de las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos. Cuando llega el momento de incorporar los bombardeos, la profanación de los extranjeros es tan evidente como vergonzosa. Y no es solo una afrenta a una forma de vida. Porque ese martes cualquiera del título, con un número que define apenas una posición en el calendario, adquiere una significación ontológica. Seres vivos dejan de existir. Álvarez no teme mostrarlo. Los heridos están, los muertos también. Que un hueso y un ladrillo resulten indistinguibles es el horror en sí. Algunos planos insinúan esa indecibilidad. Hay otros más directos y quizás inmirables. El plano de un niño muerto. ¿Cómo se mira? Hay que recurrir al coraje y hacer ver. Es una imagen que no pasa para que le suceda otra. Una vez que se ve persiste en la memoria. Ver el horror para asimilarlo como inadmisible.
Hanói, martes 13 se detiene en algo más. En la fuerza mancomunada de todo un pueblo que tiene que defenderse del agresor. Niños, mujeres, hombres, ancianos se preparan para hacer frente al ataque. Construyen refugios, trincheras, armas. Álvarez añade en varias ocasiones una placa con el siguiente aforismo: «Nosotros convertimos el odio en energía». Es el gran enunciado que articula simbólicamente todas las imágenes. La física del colectivo se impregna en el plano. Es cierto: el odio se convierte en energía; es indesmentible después de que llega el final.
La película es de 1968, año de mi nacimiento. 56 años después, llego por segunda vez a Hanói. El año pasado la visité por unos días, ahora pude quedarme un mes; la sensación es la misma: la película de Álvarez está detrás de todo; es el contracampo de la euforia y la vida vibrante de Hanói. Pero ya no hay odio, sí energía. ¿Qué habrá en vez de la ira? ¿Nada ha cambiado?
Hồ Chí Minh murió antes de que los últimos invasores reconocieran la derrota. El 2 de septiembre de 1969 abandonó el mundo para siempre. Dado que se trata de un ateo convencido está bien decirlo como corresponde y con vehemencia. Los que dejan de vivir no descansan en paz, no viajan hacia ningún lugar y ni siquiera flotan en un no lugar hasta disolverse en la nada o unirse en el Todo para regresar a la fuente de todo lo que ha sido, es y será. El fin es el fin. Sin embargo, Hồ Chí Minh sigue entre los vivos. Está en los billetes, en las paredes, en los bares temáticos, en distintas propagandas estatales, en las remeras para los visitantes, en las esculturas de las plazas. El mausoleo en el que reposa lo poco o nada que aún permanezca de él es visitado diariamente por miles de personas. Es un lugar de peregrinación y es celosamente cuidado por las autoridades del país. Pero ¿qué diría Hồ Chí Minh del país que liberó de los franceses y quiso unificar cuando se precipitó la guerra civil a mediados de la década del 50 del siglo pasado? ¿Qué tienen para decir los sobrevivientes de aquella guerra, esos niños felices que jugaban con el poeta revolucionario y que hoy son los abuelos y los últimos testigos?
En las calles de Hanói la juventud se impone como una mayoría intensa. Arriba de las motos, en los negocios de revelado de selfies, sentados en los banquitos de plástico de las improvisadas casas de comidas y desayunos que hay de tres a cinco por cuadra, en la atención de la mayoría de los negocios, donde uno mire siempre hay caras sin arrugas. En principio, no visten ni se comportan como sus pares de todo el mundo. Las costumbres vietnamitas siguen vigentes en la indumentaria, en los gustos musicales y dietéticos, quizás en los modos de vincularse afectivamente. El ocio parece constitutivo de la idiosincrasia. Los jóvenes disfrutan del tiempo libre. Todos tienen tempo para el té y la conversación.
Pero hay algo que sí sucede con los jóvenes, igual que en todas partes del mundo y, en el caso de Vietnam, tal fenómeno no está circunscripto a la adolescencia y primera juventud. Sucede que aquellos que acaso apuntaron cuatros décadas atrás con el mortero en dirección a una trinchera enemiga pueden, como los jóvenes, pasar horas mirando el teléfono. Viejos, jóvenes, niños, no importa si son comerciantes, empleados, administrativos o empresarios miran compulsivamente sus celulares, hechizados, imbuidos por una devoción óptica que invita al desconsuelo. La adicción planetaria al celular no tiene límite. En este menester, la idea del gobierno de sí rejuvenece como un imperativo político de primer orden, porque el efecto inmediato de esta adición a escala planetaria no reconocida como tal conlleva una atrofia cognitiva que nadie puede todavía evaluar los daños en el funcionamiento del cerebro y los efectos sobre la sensibilidad.
Cuando detuvieron a Hồ Chí Minh el 29 de agosto de 1942, en la provincia de Guangxi, en China, el entusiasta marxista leninista fue puesto en una celda. Detrás de los barrotes, escribió un pequeño libro de poemas. Son versos escritos en chinos y traducidos por el propio autor al vietnamita. El estilo lacónico de sus versos es tan austero como su extensión. En una hora y 20 minutos se puede leer completo, incluso pasando más de una vez por algunos de sus versos para comprender algo más que las palabras en sí y el sentido evidente de lo que dice. La clave pasa por sentir el lugar de su escritura
En cuatro líneas bajo el título de «El sol de la mañana», Hồ Chí Minh afirma:
El sol de la mañana se adentra en la prisión.
La neblina y el vapor se esfuman y disipan.
El aliento de la vida colma súbitamente el cielo.
Y hay sonrisas en los rostros de los prisioneros.
No es un fragmento que revele al poeta de los poetas del pueblo vietnamita, pero la observación dista de ser anodina si se imagina al prisionero con su lápiz y papel esperando por la luz del sol y proyectando su discreta felicidad en los compañeros de celda y pabellón. En el despojo absoluto, en la vida que se parece a una no vida, como lo es cualquier experiencia carcelaria, el gratuito fenómeno de la luz natural es avasallante por su contundencia física y por su innegable condición cósmica. Es un placer disponible, como muchos otros que no están en la órbita electrónica de la irritación permanente del teléfono. ¿A Hồ Chí Minh lo hubieran distraído las fotos de Instagram, la filmación diaria de alguien que al verse visto le prodiga una satisfacción incomprensible, reverso de la curiosidad involuntaria del voyeur de turno?
Por una semana visité a una acupunturista que atiende en un barrio ubicado a una hora y 10 minutos del llamado Old Quarter de Hanói, bastión de los turistas. Basta caminar 30 minutos para no ver más una cara occidental por horas. Lo que se descubre es lo mismo pero distinto, porque el plus para el turismo se omite y todo es menos «hermoso». Al caminar por esas calles y recónditos rincones, el odio pretérito no está, sí la energía. La ciudad vibra. Literalmente. Todo se mueve, el tiempo es de todos. Así es que voy y vengo caminando, y es el mejor city tour imaginable. Una vez que aprendo el camino, dejo de emplear el mapa satelital. Perderse es parte del plan.
La señora Wong no habla inglés, pero como todos sus compatriotas utiliza una aplicación de traducción del inglés al vietnamita. Nos comunicamos mediados por el programa. Funciona bastante bien. Cuando falla nos reímos, se distingue de inmediato la poca cintura hermenéutica de la inteligencia artificial. En la biblioteca de la doctora Wong observo tres libros que están en la mía. Los títulos escritos en vietnamita son hermosos. La libertad primera y última, de Jiddu Krishnamurti, Así habló Zaratustra, de Friedrich Nietzsche y Teoría de los colores, de Johann Wolfgang von Goethe. Le pregunto si los leyó, responde afirmativamente. La doctora Wong siempre se ríe.
Mientras la electricidad pasa y se difumina entre las agujas que pueblan por 30 minutos la espalda y todo el brazo izquierdo, un sonido del programa de televisión que la doctora Wong mira en cada ocasión que me atiende me lleva a asociar lo que escucho con el sonido de las antenas de la presentación de las viejas películas producidas por la compañía RKO. Pienso que las agujas en la espalda se parecen a esas antenas de la presentación. Pienso en Welles, una y otra vez. Recuerdo la tesis de Serge Daney sobre el cine de Welles: «¿Qué sostiene una vida?». Me doy cuenta de que las visitas a la doctora Wong son de película.
En el último día, le pregunto a esa señora de baja estatura, de unos 80 años, qué recuerdos tiene de los tiempos de guerra. Sonríe, una vez más, y me responde: «Ya pasó». Ella recuerda, tiene memoria, sabe muy bien qué pasó en Hanói apenas unas cuatro décadas atrás. En esto, el uso del teléfono no la va a distanciar del pasado, como tampoco la ha alejado de sus lecturas. La doctora dice que sigue leyendo. En Hanói, no hay muchas librerías, pero todavía se venden libros, y aún hay alguno que otro en las manos de esos jóvenes que no pueden prescindir de hacerse una selfie a cada hora. Ellos no han identificado a ningún enemigo, aunque quizás lo tienen en sus manos. Algo está claro: no odian.
En Hanói del presente, el odio no está, pero la energía está intacta. Un colombiano que vive acá me contó que los jóvenes están convencidos que el futuro de Vietnam es promisorio. Me dicen que tienen fe. Me asegura que lo que más aprecian es que la vida sigue siendo previsible y que todos tienen más o menos lo que necesitan. En un abrir y cerrar los ojos todo puede cambiar. ¿Quién filmará ese porvenir?
Roger Koza / Copyleft 2025
*Todas las fotos RK Copyleft 2024-2025.
Conmovedora y lúcida mirada Roger. Gracias
Muchas gracias por leer primero y por querer dejar un comentario. R