EL INCONFORMISTA (01): DEL CINE ASESINADO EN SERIE
Por Nicolás Prividera
Ante el estreno de la nueva Twin Peaks, vuelven a escucharse voces pronosticando que el futuro del cine está en la TV o, más moderadas, que festejan esta irrupción cinéfila en un medio reacio a la experimentación. Ante esto podría señalarse que Lynch es antes que nada un cineasta (más allá de sus flirteos con otras zonas audiovisuales), y que su revival del surrealismo (en el ya famoso “capítulo 8”) solo puede asombrar a quien desconozca la historia del cine (cosa que paradójicamente se nos presenta como un valor: poder hacer en la masividad de la TV algo que las vanguardias jugaron hace casi un siglo, y que el propio Lynch viene casi parodiando hace rato). Pero es mejor argumentar con referencias e inferencias que vayan más allá de la coyuntura (es decir, de series que se nos imponen como el futuro para ser olvidadas una temporada después). Digamos, entonces, que:
La TV no puede reducirse a las series (que son lo más cinematográfico que puede dar ese medio), así como el cine no son las películas (que no siempre alcanzan la persistencia que prometió su temprana constitución como arte). Pero el cine tiene una historia y la TV no, el cine tiene un lenguaje y la TV no, el cine produce obras y la TV no: no hay nada, en el reino del audiovisual, comparado con la potencia artística que el cine conquistó en apenas unas décadas al inicio del siglo XX, y de cuyos restos aún se alimentan los sueños de una extendida y persistente cinefilia, incluida esa forma parasitaria que las series desarrollaron tardíamente en la TV (con fanáticos replicantes como el robot de las últimas Alien, que paradójicamente destruye a los creadores por amor a la creación).
La TY vampirizó al cine desde sus inicios, y hoy le rinde homenaje en su peor forma: instando a un retorno global al sistema industrial, en que el guionista era más importante que el director, y la trama más importante que la forma. No es que se trate de sostener una “política de los autores” que también se ha rendido ante las necesidades del mercado (con todo un sistema de festivales, medios y señales específicas al servicio de esa nueva división del trabajo que hace del “cine de autor” un espacio más en la góndola, como en los viejos videoclubes, para consumidores selectos), sino de entender que defender la noción de autor implica a su vez mantener la noción de obra, centro de cualquier historia del arte no posmoderna (y la del cine aún lo es, a diferencia de las artes visuales en general, ganadas por el vaciamiento de la herencia moderna).
Lo único que diferencia al cine de la TV, e incluso de esa forma simétricamente vacua llamada videoarte (que en medio siglo no ha dado obra que pueda asimilarse a un Lenguaje ni a una Historia, y que se emparenta más con las instalaciones del extraviado arte contemporáneo que con las viejas búsquedas del cine experimental, que no dejaba de pensar la materialidad de la imagen), es que el cine logró ser algo más que un flujo de imágenes. No era un medio sino un fin: encontrar su propia especificidad en el sistema de las artes.
El cine hizo (su) Historia a partir de la constitución de un lenguaje: solo a partir de entonces hubo no solo clasicismo, sino al mismo tiempo una vanguardia que le disputó el poder en el mismo momento de su constitución. Pero la temprana derrota de esas vanguardias no llevó a un callejón sin salida, porque su espíritu permanece, precisamente, en la ruptura de la serialidad, en su búsqueda de la diferencia (no se trata de originalidad, sino de encontrar aquello que conecta con la tradición para renovarla). De hecho, si algo está matando al cine es esa alianza entre serie y mainstream que, nacida en el reflujo de los años 70, alcanzó su fuerza destructiva mayor con el imperio de los superhéroes (que pasaron sin gloria de la TV al cine). Como si la victoria pírrica del cine fuera terminar como mero avatar de la antigua épica vuelta género dominante, ya sin un teatro que viniera a poner en entredicho el poder de los dioses (el cine, claro, fue nuestro ágora).
En definitiva, si algo demuestra la historia es que la TV no le ha dado nada al cine, mientras que el cine no ha hecho más que nutrir con su sangre a la TV. La alianza siempre fue desigual, pero al menos antes la TV no hacía más que prestar su pequeña pantalla para la difusión de formas e ideas que provenían de un sistema que no se le rendía. Ahora la TV prové medios y fines, mientras el cine mainstream capitula ante lo televisivo (sea lo que signifique tal cosa en el reino de lo diferido). El cine pierde sus distancias: con el directo, con la ilusión de real, con un otro que no deja de serlo, todo sacrificado en el altar de la falsa transparencia. Si la TV es el futuro del cine, eso solo puede significar su desaparición.
Pero aun ante su desintegración en pantallas, flujos y matrices, el cine resiste. Sea lo que sea en el futuro, allí donde algo no se doblegue ante la serialidad, la mano invisible, y los públicos dóciles de la posmodernidad, ahí estará lo que acaso seguiremos llamando cine.
* Ambos fotogramas pertenecen a Twin Peaks, tercera temporada
Nicolás Prividera / Copyleft 2017
Acuerdo bastante con las ideas de Prividera. Casualmente, acabo de terminar una nota extensa sobre esta nueva Twin Peaks y una de las ideas centrales es que se trata de una aberración que seguramente no tendrá hijos (ni legales ni bastardos). Lo nuevo del famoso capítulo 8 no es su esencia (sus múltiples esencias) sino el sol que lo ilumina: un formato de rayos usualmente reacios a pasarse de la raya.
Agrego:
Se me dirá que el cine nació serial. Pero si algo constituyó la madurez del cine fue su renuncia a ese formato (televisivo avant la lettre, por más que proviniera del folletín). Los generos populares del cine se desarrollaron cuando se rompío la mera continuidad (que a la vez triunfó en el modelo de representación, pero ese es otro problema…).
Las series (con su cándido gusto por la repetición) son para la niñez… como los superhéroes.
Ahí ya no estoy tan de acuerdo. Fundamentalmente (y a pesar de haber ingresado al mundo de las series por necesidades laborales) porque el formato no es tan rígido como antes, al menos en un porcentaje menor de la profusa producción contemporánea. Sólo un necio podría negar las bondades de la adaptación de Berlin Alexanderplatz de Fassbinder por su cualidad de producción seriada televisiva, ¿no es cierto?
Pero Diego, toda la nota se basa en la idea de que el formato es rígiido. Por eso mismo digo que lo de Lynch solo puede ser novedoso en TV… Desde ya, alguie podrá decir que el MRI es también un formato rígico, y la ficción dominante descansa en él. Pero la historia del cine es justamente la de las luchas (perdidas) contra esa dominación, que en la TV ni siquiera está en cuestión.
Port otro lado, nadie puede reconocer a una serie pior su director. Casi diría que puede ser una definición. Berlin Alexanderplatz es tan «serie» como Shoah: es una película dividida en capítulos, en todo caso…
Bueno, justamente esa idea de «película dividida en capítulos» es la que muchas veces sirve de brújula (a mí, al menos). Hay bastante de eso en esta Twin Peaks 2017. En cuanto al MRIST («de las series televisivas», acabo de inventar un neologismo, que Burch me perdone) también permite, como su hermano mayor, algunas luchas contra su núcleo de dogmas, formas y convenciones. Aunque sí es cierto que es más duro e impenetrable.
De solo pensar que existan personas que conozcan a David Lynch por TP me da escalofrios… Gracias Nicolas por no transigir con esta caterva de mercenarios. Saludos y muy lucida la nota!
La afrenta, acaso consciente, que la TV moviliza contra el cine es, en principio, una epojé: una suspensión del gigantismo y la monumentalidad de la monstruosa pantalla cinematográfica. Despojada de esta hiperbólica proyectividad la forma cinematográfica estaba lista para convivir con las interrupciones, cortes, saltos, desgarros y bajas resoluciones de las transmisiones televisivas. No es casual que haya sido JLG (y no David Lynch) quien haya sacado las conclusiones más radicales que la televisión convoca, como medio y no ya como fin, para el propio cine (como obra, lenguaje e historia), primero en la serialidad de las Historias del cine pulverizando y proliferando en ellas a la HISTORIA para luego socializar dicha pulverización en Film Socialismo en donde lo mismo pueden convivir videos de gatos parlantes, transmisiones deportivas, coloquio vacío del Filósofo Badiou, fiestas grabadas en baja resolución, misas retransmitidas, casinos refilmados que obras maestras de la historia del cine, estas últimas reproducidas finalmente (en Adiós al lenguaje) en pantallas planas de alta resolución que producen la anamorfosis necesaria para transformar el formato original del cine en una deformación azulada que se desvanece en el ruido blanco televisivo. Cierto, la TV no tiene historia ni lenguaje, la acción y obra de la TV como medio es pulverizar la HISTORIA, socializar la proliferación de historias para, finalmente, decir un continuo Adiós al lenguaje. Una triple modulación sobre la Historia, la Obra y el Lenguaje.
Saludos!
Muy buen análisis NP, con el que coincido en varios puntos. Yo marcaría otras diferencias también entre el cine y las series televisivas actuales. Copio acá lo que escribí hace un tiempo, un texto menos profundo que el tuyo pero que resume lo que pienso sobre el tema.
Tal vez entre los consumidores de producciones audiovisuales haya necesidad de novedades y satisfacción por señalar por dónde pasa lo más original que se está haciendo en cada época, tendencia que se toca con una saludable vocación por la curiosidad y el descubrimiento o, lisa y llanamente, por estar a la moda. En este sentido, en los últimos tiempos vienen repitiéndose expresiones entusiastas a favor de series estadounidenses que se emiten por canales de cable o pueden descargarse en la web, en detrimento de las películas que llegan a las salas de cine. Está claro que no tendría sentido trazar una oposición terminante entre ambas expresiones culturales ni minimizar el valor de las series; sin embargo, me interesa desgranar algunos motivos por los cuales me sigue seduciendo el cine, aún en esta época en la que resulta arduo encontrar películas estimulantes en la cartelera.
1) El sostén de las series televisivas es el guión; una película, en cambio, como dijo alguna vez François Truffaut, no es su guión. En una serie los personajes pueden ser complejos, la temática adulta y las ironías sustanciosas, pero estos elementos irán siempre a caballo de una historia que atrape al televidente, limitándose o acomodándose las ideas visuales a esa premisa: hay más formato que forma, abrevan más en el pulp y la novela policial que en los ejercicios libres de la plástica. Mientras las series estadounidenses apelan a dos o tres géneros (el policial, el melodrama, la ciencia ficción, a veces algunas modalidades de la comedia), una película puede deparar más sorpresas, mixturando y enrareciendo categorías, estéticas, ficción y documental, actores y animación.
2) La esencia de la TV es captar la atención para evitar el zapping o el hecho de que, simplemente, se termine abandonando la serie en busca de otra. Las herramientas para ello son conocidas: enroscar la historia, complicar las resoluciones, provocar mutaciones inesperadas en los personajes, emocionar o sacudir casi permanentemente; tal vez por eso suelen tener como tics asesinatos, adulterios y traiciones varias, con droga, dinero y armas circulando como mercancías preciadas. Afuera quedan, por lo tanto, planos dilatados que conduzcan al drama recóndito o la contemplación sosegada, los tanteos narrativos con proposiciones puramente lúdicas, los planeos líricos, el humor absurdo. Las series se encadenan en capítulos inagotables, las películas son piezas únicas.
3) Las series exitosas-prestigiosas que se ven, se descargan y de las que todos hablan, son estadounidenses. Es cierto que la mayor parte del cine que se estrena en salas también lo es, y que seguramente las series son más cáusticas y adultas que ese cine que se propaga sediento de público infanto-juvenil; por otra parte, nada tiene de malo que buenas producciones audiovisuales provengan de determinado país, si es que su televisión ostenta un nivel superior de calidad. Pero el cine –sobre todo en salas alternativas, festivales y muestras– ofrece una mayor diversidad de idiomas, culturas, relatos y miradas. Películas recientes como la india Court (Chaitanya Tamhane), la portuguesa Tabú (Miguel Gómes), la francesa 35 Rhums (Claire Denis) o la rumana Aquél martes después de Navidad (Radu Muntean), que han pasado o pasarán por las salas comerciales, van más allá de críticas al Poder o analogías con la Historia: exploran relaciones humanas y situaciones de injusticia en distintos países, y lo hacen en voz baja, sin cinismo, eludiendo el plot y actuando sobre el espectador con sutileza y calidez.
4) A las series se las ve generalmente solo, en la pantalla de un televisor o una computadora. Las películas muchas veces también se ven así, pero –a diferencia de las primeras– permiten ser disfrutadas en una sala a oscuras, con público, en pantalla grande. Clásicos editados en dvd o de fácil acceso en youtube, por ejemplo, cobran una fuerza increíble cuando se los ve en una buena sala de cine, con gente alrededor celebrando sus distintas escenas con risas, lágrimas o aplausos (me ha ocurrido viendo recientemente el clásico de Luchino Visconti El gatopardo en la sala Leopoldo Lugones de la ciudad de Buenos Aires). En el consumidor de series hay algo de coleccionista ensimismado, en tanto el cine invita a salir, a invitar, a compartir. El hobbie solitario en el living de casa pierde inevitablemente ante el ritual compartido.
(https://espaciocine.wordpress.com/2015/08/01/ser/)