JACQUES RIVETTE (1928-2016): RIVETTE NOS PERTENECE
Por Roger Koza
Ayer estaba escribiendo una crítica sobre un film de terror venezolano con el habitual cierre encima de mis espaldas y pensé azarosamente que tenía que resolver algunas cuestiones bancarias para adquirir durante mi próxima estadía en México la nueva versión en BluRay de Out 1, película que nunca pude ver y cuya duración (y precio) me resultan –sabiendo que se trata de un film de Jacques Rivette– irrelevantes.
Tal vez porque sabía por un amigo que lo conocía muy bien que Rivette padecía de Alzheimer, pensé que su muerte podía ser inminente. Llovía copiosamente en Tiradentes y recordé de inmediato algunas muertes recientes, personales y cinematográficas. La tristeza fue inmediata. Esa nostalgia sin objeto o pérdida no identificada que es la tristeza se apoderó de mi espíritu y volví a sentir los límites físicos de mi propio cuerpo y lo endeble de mis pensamientos y sentimientos.
Al levantarme en el día de hoy seguía lloviendo en Tiradentes. La primera noticia que leo dice que Jacques Rivette ha muerto a la edad de 87 años. Todavía no hay mucho para leer sobre su muerte, simplemente se hizo público su fallecimiento. Su cuerpo todavía debe desconocer la gélida temperatura a la que nos somete el evento inevitable.
¿Hace falta decir quién fue Rivette? Quizás si, quizás no. De los famosos de la Nouvelle Vague es sin duda el menos conocido, incluso el menos leído durante su primer período como crítico de cine de Cahiers du Cinema. Decimos Los cuatrocientos golpes y todos saben de qué se está hablando; decimos París nos pertenece y la perplejidad y el desconocimiento quizás se imponen. Tal vez no sucede lo mismo con su famoso artículo titulado “De la abyección”, publicado en el número 120 de Cahiers du Cinema, en el mes de junio de 1961. Esta pieza sobre la inmoralidad de un travelling en Kapo de Gillo Pontecorvo es probablemente un texto ineludible y manifiestamente universal si se lo compara con la elegancia combativa de “Una cierta tendencia del cine francés” de François Truffaut, otro gran texto de época.
Pensé en escribir un ensayo breve, como una despedida y un reconocimiento, y mis obligaciones editoriales del día son ineludibles y urgentes. Me encuentro entonces con una síntesis perfecta de su cine en una crítica publicada el 17 de octubre de 1984 por Serge Daney acerca de L’amour par terre. Un alivio contar con el libro que la incluye, una lectura de despedida. Para Daney, Rivette no era un cineasta (y un crítico) entre otros; la célebre impugnación del travelling de Kapo había significado una directriz de su trabajo como crítico, una forma de asumir la relación de la crítica con el cine y de ambos con el mundo. Sobre el cine de Rivette decía: “El deseo de ‘hacer’ (y de ‘hacer hacer’) es en él siempre más fuerte que el deseo de ‘decir’. Los ojos son siempre más grandes que el vientre. Devorador de imágenes, cromófago, tragón del sonido directo, todo con la bendición de sus actores. Rivette es, a la manera de Robert Altman (a quien admira bastante), un ‘cineasta puro’. Es decir, alguien que ‘no tiene tema’ [sujet], que no lo quiere, que desconfía de él. Esto es lo que a veces produce malestar”. Después, Daney dirá algo más sobre la relación de Rivette con el teatro, algo que para muchos representa una presunta debilidad de su estética. Error imperdonable de percepción; lo que liga su cine al teatro tiene que ver con “una inmanencia del presente”, como dirá el admirador Daney.
Sobre la última y amable película de Rivette, 36 vues du Pic Saint Loup, estrenada en septiembre de 2009 en el Festival de Venecia, escribí:
“En una escena clave del último film del gran Jacques Rivette, pasaje resuelto en dos planos, uno introductorio y el otro un plano secuencia muy placentero, Vittorio (el personaje que interpreta el genial Sergio Castellitto), un viajero acomodado, le dice a Kate (la no menos genial Jane Birkin) que a él no le interesa la vocación sino el azar, y que prefiere buscar, aunque no sabe muy bien qué es lo que busca. Los circos nómades probablemente constituyen una intersección entre azar y vocación: viajan de un pueblo a otro, pero sus miembros repiten pruebas y sketchs. Es por azar que Vittorio encuentra a Kate, tras no parar primero con su auto lujoso y volver luego al pedido de auxilio mecánico en un paraje hermoso de Las Cevenas, zona montañosa del centro y sur de Francia, lo que precipitará una invitación al circo al que ella acaba de volver tras 15 años de ausencia. El glamour de la pareja es indudable, pero el romance quedará en fuera de campo, pues lo que importa aquí es salvar a Kate. ¿De qué? De un trauma que la alejó del circo fundado por su padre y que está relacionado con la muerte de su marido. Así descripto, El último verano puede parecer un drama con giros existenciales, pero se trata de un film ligero y libre en el que Rivette propone una meditación lúdica sobre la representación (teatral) y su relación con el espacio viviente no circunscripto al teatro. ‘La película establece una gran relación con la naturaleza, como si lo equivalente a la espontaneidad de una montaña o de un bosque fuera la actuación y no el naturalismo’: tal vez esta intuición sensible de Quintín sea una vía de acceso a este film amoroso, probablemente el último de Rivette”.
La profecía con la que cierra el último párrafo no comportaba ningún riesgo metafísico en el momento de su redacción. Era plausible que así fuera. Ahora es cierto, es indesmentible. El telón del teatro finalmente ha caído y en el infinito fundido en negro de la muerte el cuerpo del gran Jacques Rivette descansará hasta el fin de los tiempos. En el tiempo que le tocó vivir, no obstante, filmó y escribió. Es decir, nos dejó películas grandiosas y sus textos lúcidos, mucho para cualquier hombre. Su inmortalidad, la única razonable, pasará por los signos que plasmó en miles de planos y páginas que lo sobreviven y que nos seguirán acompañando por mucho tiempo. Por mi parte, acabo de encargar Out 1. El tiempo no es inagotable.
Roger Koza / Copyleft 2016
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