JOHN FORD. LA VIGENCIA DE UN MAESTRO
En una ocasión, en una reunión de directores de Hollywood en pleno auge del macartismo, en la que Cecil B. De Mille atacaba a Joseph Mankiewicz se escuchó una voz que inició la defensa de su compañero diciendo: “Me llamo John Ford y hago películas del Oeste…”, una frase que no por cierta deja de ser parcial y de algún modo limitante en la caracterización de una obra tan rica y diversa (de las casi 150 películas de Ford, apenas 18 son westerns).
Nacido Sean Aloysius O´Fenney (ó O´Fearna) en Maine en 1895, decimotercer hijo de una familia de inmigrantes irlandeses, en 1913, siendo aun muy joven y siguiendo los pasos de su hermano Francis –que trabajaba como director, escritor y actor para la Universal- se dirigió a Hollywood, colaborando con él como asistente en distintas tareas hasta que debutó como director en 1917 como Jack Ford (recién en 1923 comenzó a firmar sus obras con el apelativo de John Ford). Su carrera en el cine mudo es muy poco conocida ya que se conservan muy escasos films y salvo unos pocos (El caballo de hierro, Cuatro hijos, Tres hombres malos) son casi desconocidos, aunque algunos investigadores destacan la modernidad y el estilo personal de algunos de ellos. Andrew Sarris, en su medular estudio sobre el cine norteamericano, señaló que si John Ford hubiera muerto en 1939, solo se le habría dedicado un breve párrafo en las historias del cine en el que seguramente se mencionaría a La diligencia y El delator (por cierto que uno de sus films menos importantes). Sin embargo, la visión hoy, aparte de algunos films mudos, de varias de sus películas de los años 30 permite disentir con él, ya que en muchas de ellas ya están presentes las características esenciales de su cine y una revisión cronológica seguramente daría lugar a inesperadas sorpresas. También muchas veces el rico anecdotario de Ford y sus caprichos y berrinches se anteponen a su dimensión como realizador (es conocido su desprecio por los guiones, que provocó que alguna vez cortara varias páginas de uno de ellos para terminar a tiempo el rodaje, o su resistencia a las entrevistas y a hablar de sus películas, que lo llevaba a fingir sordera a fin de no contestar preguntas que lo incomodaban; su defensa de alguno de sus peores films como El fugitivo, así como su tendencia a atribuir a la casualidad las mejores escenas de sus películas). Supo, asimismo, provocar disputas entre los críticos que valoraban principalmente sus films anteriores al final de la guerra –entre las que se encuentran algunas de las más premiadas de su filmografía (Qué verde era mi valle, Viñas de ira)- y los que creían que lo mejor de su obra había que buscarlo después de la posguerra (algo sobre lo que, a estas alturas, no quedan dudas). También estaban quienes cuestionaban sus films por su presunto reaccionarismo y militarismo (el mismísimo Francois Truffaut –poco sospechoso de izquierdista- llegó a decir que a Ford “se le caía la baba ante un par de botas bien lustradas”) o los que solo lo consideraban un creador de buenas escenas aisladas. A propósito de esto, corresponde señalar como un rasgo muy personal de Ford la aparente estructura narrativa de sus películas como una suerte de viñetas que, sin embargo, alcanzan al final de la proyección una sorprendente unidad.
Por cierto que ya en aquellas películas, las previas a la posguerra, podían encontrarse elementos muy originales -sin ir más lejos Viñas de ira, 1940, anticipa el neorrealismo, las road-movies, de décadas posteriores y la inclusión de canciones que comentan la acción en la banda de sonido-, pero es innegable que a partir de 1945 sus films van cambiando progresivamente de rumbo, algo que se acentúa desde 1950, cuando Ford empieza a despreocuparse de las escenas fuertes y los picos dramáticos, y a concebir films cada vez más digresivos y menos dependientes del argumento. Es así que películas que no están entre las más prestigiosas de su filmografía, como Caravana de valientes, 1950, Río Grande, del mismo año, o El precio de la gloria, 1952, exhiben hoy una modernidad y una libertad expresiva absolutamente infrecuentes en el cine americano de esos años. Al mismo tiempo en estos films, y a diferencia de los de otros realizadores calificados, como Ford, de “primitivos” que necesitaban que los personajes se definieran siempre a través de sus acciones- van adquiriendo cada vez más valor las pausas, los silencios y los momentos de contemplación, esos gloriosos interludios “fordianos” en los que parece no ocurrir nada pero que logran trasmitir, sin embargo, una profunda emoción. También en estos films los recursos expresivos se hacen cada vez más económicos y son cada vez más escasos los movimientos de cámara; se utiliza con frecuencia el fuera de campo, en tanto que los primeros planos solo aparecen reforzar los momentos privilegiados de la acción. Tampoco los diálogos abundan y no es casual que lo que se recuerde casi siempre en esas películas no sean sus parlamentos sino imágenes visualmente muy potentes. También se ha dicho muchas veces que a pesar de la variedad y diversidad de los géneros abordados por el director, se extrañaba la presencia de la comedia. Más allá de que hizo una, y muy buena, El enemigo público n° 1, Ford, tal vez como ningún otro realizador, incorpora elementos de comedia –y de la mejor- en casi todas sus películas (incluso en el antes mencionado El precio de la gloria, un título mayor muy poco apreciado, hay referencias a la variante musical del género). Y corresponde decir que, a diferencia de otros realizadores, su última película, Siete mujeres – un maravilloso estudio sobre varios caracteres femeninos en el que incluso el principal papel “masculino” del film está a cargo de una actriz (Anne Bancroft)- es una obra maestra. En fin, un análisis detallado de la temática de los films de John Ford y de los elementos que convierten en absolutamente distintiva y personal su puesta en escena excedería el propósito de esta nota, que apenas ha querido ser una módica aproximación al universo de un realizador inagotable, cuyas imágenes –en particular, insisto, las de los films de sus últimas dos décadas- encierran ese “misterio insondable” del que alguna vez habló el gran crítico español Miguel Marías, que las convierte, visual y emocionalmente, en únicas e inimitables.
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El ciclo que se exhibe en la Sala Leopoldo Lugones del Teatro San Martín incluye 16 películas realizadas entre 1920 y 1939 evitando, según los programadores, los títulos más difundidos del realizador. Hay que señalar, sin embargo que, dentro de ese período las obras muy conocidas del realizador no son muchas. Sin duda, El caballo de hierro y La diligencia, posiblemente El delator, tal vez El joven Lincoln, quizás Huracán; el resto son obras, en su mayoría a descubrir. Curiosamente, 1940 y 1941, los años inmediatos a la finalización de este ciclo ofrecen cuatro títulos mayores de la filmografía “fordiana” (Viñas de ira, Hombres del mar, El camino del tabaco y ¡Que verde era mi valle!, obras en las que el director, a pesar de adaptar autores consagrados (Steinbeck, O´Neill, E. Caldwell y Richard Llewellyn) consiguió transmitir con fidelidad su cosmovisión y mostrar en plenitud su estilo visual y narrativo. Además, la primera y la última consiguieron numerosos premios y le otorgaron gran prestigio a su director. Luego vendrían los poco estudiados documentales de guerra y, a partir de 1945, la gloriosa etapa de madurez del director. Pero volvamos al ciclo de la Sala Lugones. Es sabido que de la profusa obra del período mudo de Ford se conservan muy pocas películas y en este caso se exhiben cuatro, una, la casi ignota Simplemente amigos, El legado trágico, una suerte de borrador de El hombre quieto ambientado en Irlanda y dos títulos que, junto con la no exhibida El caballo de hierro, muestras ya las dotes del director en la etapa silente: Tres hombre malos, de la que el director hiciera una remake en 1949, un western que fusiona con sabiduría, épica, drama, romance y abundantes toques de comedia y Cuatro hijos, un vigoroso melodrama en el que se detectan ecos del gran F.W. Murnau. Hay en el ciclo algunos títulos menores, como El intrépido, Mar de fondo y Río arriba, cuyo mayor interés radica en la presencia de Humphrey Bogart y Spencer Tracy en primerizos papeles importantes y en El ídolo del regimiento hay que sobrellevar a Shirley Temple aunque hay en el film una interesante mirada sobre el mundo de los niños. El resto, en mayor o menor grado ofrece indudables motivos de interés. Así, los tres largometrajes protagonizados por Will Rogers (Doctor Bull, El juez Priest y Barco a la deriva) son títulos que muestran de manera indiscutible los rasgos más característicos del director y su capacidad para fusionar, en ocasiones en el mismo plano, drama y comedia. Peregrinación, una de las varias colaboraciones del realizador con el guionista Dudley Nichols es un melodrama con madre posesiva que remite a la anterior Cuatro hijos. Paz en la tierra es uno de los films más atípicos de Ford, una saga familiar que transcurre entre la Guerra de Secesión y la Primera Guerra Mundial, Prisionero de Shark Island convierte en protagonista del film al asesino de Abraham Lincoln y en Cuatro hombres y una plegaria, a través de la investigación que hacen tres jóvenes sobre el asesinato de su padre en varios países, el director fusiona el drama familiar con el relato de aventuras. Finalmente Al redoblar de tambores, rodado en 1939 es el primer film en color de Ford, una suerte de pre-western ambientado en los años de la Independencia de Estados Unidos (fines del siglo XVIII) y es un relato que cuenta con varios momentos sublimes.
La monumental filmografía de John Ford es uno de los pilares esenciales del cine clásico norteamericano y si bien se pueden preferir los maravillosos títulos de su etapa de madurez, esta incursión en varios films de su obra hasta 1939 permite cuestionar lo afirmado por el venerable Andrew Sarris y sostener que si el director hubiera muerto en 1939 también se lo debería considerar uno de los grandes realizadores de Hollywood.
Fotogramas: 1) Qué verde era mi valle (encabezado); 2) Viñas de ira; 3) Cuatro hombres y una plegaria
Jorge García / Copyleft 2018
Muchas gracias a don Jorge García por este artículo, es realmente muy útil.
Me gustan mucho los western y con el correr de los años he comprobado que lo que entendemos los aficionados por género del oeste, no es más que un puñado de grandes películas que volvemos a ver una y otra vez. De hecho Ford y Hawks no tienen una filmografía muy extensa sobre el tema. Así que todo datito se agradece.
En lo personal, los western de Ford me producen una melancolía y a veces hasta una tristeza que prefiero evitar. Nunca he disfrutado una película de Ford como lo he hecho con Hawks (Red River, 3er western favorito), Tourneur (Great Day In The Morning, 2do western favorito) o Boetticher (Estación Comanche y The Tall T, las 2 mejores películas que he visto).
Pero My Darling Clementine tiene algo extraño: a veces da la sensación de que el tiempo se detiene o a veces se alarga como un chicle, muy modernamente. Lo mismo pasa con Master Wagon, que además es una sincera aventura sobre el respeto y la tolerancia religiosa.
Saludos desde Chile.