JUROR #2
EN EL BARRO
El detractor típico de Clint Eastwood no tiene dudas. Lo llamará un Embajador del Mal. Dirá que el viejo lleva cinco décadas usando al cine como su caballo de Troya, sin escrúpulos ni vergüenza. Y es verdad que sus películas parecen artefactos entretenidos, advertirá el detractor, pero en su interior ocultan las armas de la ideología. Sean westerns, policiales o pequeños melodramas, todos los géneros de Eastwood nos distraen de su espíritu infame. No es clásico, alegará el detractor: es conservador. Un enviado del Norte (su paladín más eficaz) que tiene la tarea sigilosa de izar la bandera sin que los distraídos se den cuenta.
Para todos aquellos, los desconfiados que levantan las cejas, Juror #2 será otra prueba difícil de sortear (una que hablará tanto del detractor típico como de Eastwood; no la persona, sino el hombre de cine). El film que acaba de estrenarse en MAX tiene el mérito de renovar la cualidad que poseen las mejores películas del director: una fuerza escurridiza que esquiva los acorralamientos y los dedos acusatorios, justamente porque se niega a adoptar posiciones cómodas. Si el detractor de Eastwood ataca con las ideas sin reconocer la imagen, Juror #2 ofrece una filosofía alternativa. Parte de las imágenes para descubrir allí su visión de mundo barrosa. Elige como escenario un juicio donde todas las personas están seguras de tener la razón, más allá de los hechos, sólo para probar que están equivocadas. O que quizás están equivocadas y acertadas en simultáneo. Quiero decir, que ciertos dilemas de la humanidad no pisan tierra firme.
Juror #2 puede leerse en ese sentido como una reescritura de 12 hombres en pugna, el clásico judicial que Sidney Lumet filmó en los años 50. Como en aquella película, Eastwood observa a un jurado integrado por civiles que debe encerrarse entre cuatro paredes para definir si el acusado es culpable o inocente. En este caso, se trata de James Sythe, un tipo sospechado de asesinar a la novia. Pero el film no gasta demasiado tiempo en sembrar dudas sobre quién cometió el crimen (como sí hace, por ejemplo, Anatomía de una caída, otro espécimen reciente del drama judicial). En apenas quince minutos, un flashback borra la incertidumbre: Justin, uno de los miembros del jurado, chocó con su auto a la chica que apareció sin vida al costado de la ruta. Era una noche oscura y tormentosa, en un camino pedregoso, y él nunca se dio cuenta de lo que había sucedido hasta ahora, mientras escucha la exposición de los abogados. Por esa precoz revelación, lo que mueve a la película no es el misterio de la culpabilidad, sino el suspenso de las almas. Más que la verdad de los hechos, la verdad de las personas: cómo éstas se comportan ante la realidad, y en el caso de Justin, qué va a hacer ahora que sabe que el culpable no es el acusado sino él mismo.
Eastwood entiende que tanto el sospechoso como el jurado son imágenes que proyectan sentidos para el público (el del cine y el del tribunal). Por eso, a Justin lo vemos en principio como el póster de un esposo ideal. Se preocupa por llevarle hielo a la cama a su mujer embarazada y la sorprende al armar la habitación para la bebé, llena de peluchitos y de mariposas pintadas en la pared. Eastwood explota además la fisicalidad que ofrece su actor: Nicholas Hoult tiene el rostro de un niño que apenas ha crecido (casi idéntico a la máscara inocente que llevaba a los doce años, cuando saltó a la fama con Un chico genial). Su barbilla es reluciente, sus ojos azules encandilan. En cierto sentido, posee una suavidad que contrasta con los héroes más toscos de Eastwood, pero también con el acusado de esta película. Sythe es pulposo, está tatuado y cubierto de vellos. Luce como el tipo de hombre que podría haberse montado de vikingo para tomar el Capitolio, o simplemente como el novio tóxico que molería a palos a su pareja.
Todo esto importa porque Juror #2 es una película sobre las apariencias. O mejor dicho, una película que está hecha de apariencias. De los abogados que actúan frente al tribunal, de los hombres que actúan en sus vidas cotidianas y cada tanto despellejan sus sentimientos. Eastwood sabe que todas estas ideas no tienen valor en sí mismas, sino como imágenes, y por esa razón adecúa sus composiciones a los rostros y los cuerpos parlantes de sus actores. El primer avistaje de Sythe, por ejemplo, es tomado al ras del suelo. Vemos sus pies temblando de nervios bajo la mesa, hasta que la cámara se eleva y llega a captar lo que ve el resto del tribunal. La tensión siempre se trama en ese punto medular: el vacío entre lo que ignoran las personas y lo que sólo puede ver el cine.
Pero la verdadera estrella aquí es el rostro de Justin. Lo vemos en primer plano, mutando a medida que ata cabos y especula con el desenlace del juicio. Es un rostro que se revela sin palabras, en un lugar donde todo el mundo habla sin parar. Está desnudo ante la sala, aunque la ironía es que nadie lo mira. Todos se hicieron una idea sobre el caso, definieron su opinión y asumieron una posición férrea al respecto. Sólo la cámara está ahí para dedicarle atención. Le destina el tiempo que el resto le niega y así captura la verdad que se escapa de sus ojos vidriosos, de sus labios que caen abiertos, de la saliva que traga y de las manos con las que cubre su boca, como si quisiera frenar todo lo que tiene adentro. Ese rostro descontrolado es la otra cara del rostro macizo de Faith, la abogada de la víctima, que cree fervientemente en la ley. Su dominio gestual equivale a la imagen de los palacios de la Justicia: esos edificios firmes, monumentales, que imponen reverencias. Si ella es el templo que se sostiene, Justin es su desmoronamiento.
En cierta manera, lo peculiar que hace Eastwood es que no niega por completo las imágenes proyectadas por los personajes. Su secreto consiste en cambio en jugar a la paradoja. Justin mató a la chica, pero no es exactamente un asesino. Sythe es inocente, pero aún así tiene brotes de violencia. ¿No es acaso esa facultad de sostener ideas contrapuestas una imposibilidad de nuestro tiempo? Juror #2 funda así una poética de contrapuntos. Hace equilibrio al introducir elementos que parecerían cancelarse mutuamente, pero que en realidad se complican. ¿Es Justin culpable? ¿Se hará justicia si termina encerrado aunque el choque haya sido un accidente? ¿Y si condenan a Sythe?
Esa pátina resbalosa entra en disputa con la misma retórica del juicio. En una de las escenas, el montaje enhebra las exposiciones de los dos abogados que parecen fundirse perfectamente, a no ser porque construyen discursos antagónicos, como si fueran sustancias que no pueden coexistir y se repelen. En uno Sythe es una bestia, en el otro un tipo honesto. Pero Juror #2 empuja los límites de su drama hasta que esas posiciones tambalean.
Eastwood, un estadounidense orgulloso, cierra la película con una mirada desolada sobre su país. Quizás lo más curioso sea el acercamiento final a la arquitectura de la Justicia, que es inverso al que ensayaba Lumet más de sesenta años atrás. En 12 hombres en pugna, la cámara iba desde el suelo hacia el cielo, siguiendo la escalada del edificio: la promesa de un monumento. Juror #2 va desde el pico del palacio hacia el cemento, donde encuentra a Justin y Faith, triunfantes y derrotados al mismo tiempo. ¿Han fallado las instituciones ancianas a las personas, o son las personas quienes le fallaron a la Justicia?
Hoy, cuando la mayor parte de los directores hacen películas de puntos finales, Eastwood elige los puntos suspensivos.
Juror #2, EE.UU., 2024.
Dirigida por Clint Eastwood.
Escrita por Jonathan A. Abrams.
Iván Zgaib / Copyleft 2024
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