LA CASA DEL CINEASTA: LOS ESPEJISMOS
Un espejismo es siempre un enigma. ¿Qué es eso que veo o que escucho, eso que se mueve en la penumbra, inalcanzable, ilegible, eso que deslumbra el paisaje y lo desforma? ¿Qué es eso que acontece, inexplicable, frente a nosotros, como una revelación, como una inquietud, como una amenaza? Ilusión óptica debido a la reflexión total de la luz cuando atraviesa capas de aire de densidad distinta, lo que provoca que los objetos lejanos den una imagen más cercana e invertida, dice el diccionario. Pero también da una segunda acepción: Concepto o imagen sin verdadera realidad. Me gusta el deslizamiento del carácter estrictamente material de la primera definición a una posible condición más abstracta en la segunda. Lo que es pura materia en la primera, el objeto, la luz, nuestros ojos, alcanza al mundo de las ideas en la segunda. En ambas se contempla, de todos modos, las distancias con lo real, como si el foco principal estuviese puesto en el alejamiento de algo que preexiste. Quisiera, tomándome una atribución, agregar otra idea para definir un espejismo: Se dice de toda imagen que alberga un misterio y nos invita, o nos somete, a conjeturar sobre su naturaleza. Tal vez, esto que acabo de formular no es estrictamente un nuevo concepto sino tan solo una consecuencia de la existencia del espejismo: su forma de vincularnos con él, lo que provoca sobre nuestra percepción y nuestro entendimiento. Pero no quiero dejar de formularlo, ya que es en relación a ese vínculo -el espejismo y quien mira el espejismo- que intentaré pensar algunas cuestiones que no tienen otro fin que seguir indagando en el lenguaje cinematográfico, acto inevitable para mí, si quiero seguir haciendo películas.
Podemos pensar el espejismo como una forma particular del fuera de campo: la imagen alberga un secreto, pero no lo esconde del todo. Hay algo latente, algo ambiguo, algo indefinido, y eso reclama nuestra atención. La imagen cobra poder por ese secreto: a raíz de él se vuelve puro interrogante. ¿Qué es eso que aparece ante mis ojos? ¿Cuál es la verdadera naturaleza de lo que se muestra? Las preguntas ocurren porque estas imágenes, para transformarse en espejismos, deben tener la posibilidad de sugerir aquello que ocultan en sí mismas. ¿Estás seguro de lo que ves? ¿Serás capaz de entrar en mi vida secreta? El espejismo nos invita siempre a asomarnos a su abismo.
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En Parajes (1), un libro maravilloso de Cristina Iglesia, hay, a lo largo de los diversos relatos que lo conforman, varios ejemplos de lo que llamo espejismo. Tomaré un fragmento del relato que abre el libro, Fuegos, para atender a dos cuestiones: las características del espejismo, y el efecto que provoca en quien lo mira.
“Anoche, desde la tranquera que da al camino, el lugar ideal para ver el río o lo que siempre imagino que es el río -esa curva azulada, casi nube-, el lugar ideal para proponerme que esta vez llegaré de nuevo hasta su orilla, como si estuviera realmente muy distante, anoche, desde ese lugar que es donde me bajo del coche cuando voy llegando para caminar despacio hasta la casa, anoche, desde allí, vi de golpe algo que confundí primero con los rojos del atardecer pero que, poco a poco, comprendí que eran fuegos, varios fuegos cubriendo de un rojo inesperado la línea del horizonte en el bañado. No pude dejar de mirar como el viento agitaba esos colores llameantes mientras la noche se hacía más de noche”.
Quisiera reparar en algunas cosas que están implícitas en este fragmento. Iglesia da cuenta, en principio, de algo que ve de golpe, algo que surge de la totalidad del paisaje y reclama su atención. Enseguida, cautiva de lo que ve, ya no puede dejar de mirar. Lo que aparece tiene una potencia tal que no le resulta indiferente. La imagen irrumpe y lo cotidiano se sale de cauce. Eso que ve, claro, esa luz rojiza del atardecer, está cargado de tal extrañeza, que obliga a la mirada a volverse interrogación. Hay algo en esa luz, cierto temblor, cierta iridiscencia, que al mismo tiempo que se afirma se niega. Lo que se forma, se desforma, de manera incesante. Poco a poco, quien mira reconoce que esa luz que irrumpió como la del atardecer proviene del fuego en el bañado. El poco a poco, implica una acción sujeta al tiempo, inscripta en un devenir. Y ese tiempo no termina con el descubrimiento de la verdadera naturaleza de la imagen, sino que continúa hasta que llega la noche, cuando el fuego y su luz adquieren otra forma, otro comportamiento. La imagen alcanzó con su fiebre a quien la mira de tal modo que su efecto permanece aun cuando ya no está frente a sus ojos, y ya en la galería de la casa, un rato después la quemazón monopolizará la conversación y las conjeturas.
“Nada es seguro en el campo”, dice Iglesia en Fuegos. Quizás por ese saber, su mirada está atenta a lo que se muestra novedoso, ambiguo, y sus ojos son nuevos cada vez.
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En El desierto de los tártaros (2), la novela de Dino Buzzati, y luego en la adaptación cinematográfica homónima (3) de Valerio Zulini, el espejismo también ocurre en la línea de horizonte, pero acciona sobre otro sistema de lecturas y valoraciones. El teniente Drogo es destinado a la fortaleza Bastiani, casi olvidada frente al desierto, un trozo de frontera muerta. Pronto sabe que quienes están ahí no se van, permanecen mucho más de lo necesario, en algunos casos toda su vida, convencidos de que los tártaros avanzarán un día sobre el fuerte. El anhelo de la gloria los retiene y muy pronto Drogo correrá la misma suerte:
“¡Oh!, es demasiado tarde ya para regresar, detrás de él se amplía el estruendo de la multitud que lo sigue, empujada por idéntica ilusión, pero aún invisible por el blanco camino desierto”.
La creencia está alimentada, de manera magistral en la narración, por una serie de espejismos. Quienes montan guardia, suelen ver señales en el horizonte: niebla que puede ser humo, resplandores que pueden ser fuegos, movimientos de las sombras, temblores de lo invisible. Eso que aparece, sugerido en el fondo del paisaje, son las señales, siempre ambiguas, de que no están equivocados y que la espera se vuelve necesaria. Una noche, Drogo y quienes montan guardia con él, advierten una mancha oscura que se acerca y se aleja. Va y viene. Una mancha negra que se mueve en la oscuridad los pone en alerta y los aterra:
“Colgados sobre la interminable noche, Drogo y Tronk estuvieron apoyados en el parapeto, con los ojos clavados en el fondo, allá donde empezaba la llanura de los tártaros. La enigmática mancha parecía inmóvil, como si estuviera durmiendo, y poco a poco Giovanni empezaba a pensar que realmente no era nada, sólo una peña negra parecida a una monja y que sus ojos se habían engañado, en parte por cansancio, nada más, una estúpida alucinación. Ahora sentía incluso una sombra de opaca amargura, como cuando las graves horas del destino nos pasan al lado sin tocarnos y su estruendo se pierde en lontananza mientras nos quedamos solos, entre torbellinos de hojas secas, añorando la terrible pero gran ocasión perdida”.
Pero pronto la sombra vuelve a moverse y la ilusión del combate y de la gloria, al mismo tiempo que el terror de lo indescifrable, lo invaden. Esa mancha negra que se mueve puede ser el enemigo esperado, pero, al mismo tiempo, quizás no. La imagen es incierta, negro sobre negro, un espejismo. Por la mañana, una parte del misterio se devela: es un caballo negro, ensillado, que da la sensación de haber sido montado hasta un poco antes de escaparse. El enigma no se resuelve de todos modos porque lo que aparece preserva un secreto: el caballo no es de ellos, no pertenece a la fortaleza. El espejismo, el fuera de campo, entonces, persiste. El caballo conserva su misterio y pasa a ser un mensaje valioso, pero opaco. Es probable que presida al enemigo, que los tártaros estuviesen cerca, ocultos tras las rocas, invisibles para ellos. Pero tal vez no, porque los tártaros montan en caballos blancos, así se contaron siempre unos a otros a lo largo de muchos años, así lo testimonia un cuadro colgado en la sala. La imagen impregna el tiempo presente, de tal manera, que ahonda en la sensibilidad en forma de remolino, no solo de emociones, sino también de memoria y de promesas. La narración dura mientras el espejismo permanece.
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“Dos sherpas están asomados al abismo. Sus cabezas oteando el nadir. Los cuerpos estirados sobre las rocas, las manos tomadas del canto de un precipicio. Se dirían que esperan algo. Pero sin ansiedad. Con un repertorio de gestos serenos que modulan entre la resignación y el escepticismo”.
Así comienza Dos sherpas (4), la magistral novela de Sebastián Martínez Daniell. ¿Qué miran los dos guías, uno viejo y uno joven, uno muy experimentado y el otro novato, debajo de ellos, asomados al abismo en la ladera sur del Everest? Miran el cuerpo inmóvil de un turista inglés, al que conducían hasta la cima y se despeñó. Está diez metros debajo de ellos y no hay modo de bajar. Solo pueden contemplarlo, asomándose al abismo. El turista cayó cuando atravesaban una curva que no presentaba demasiado riesgos. El sherpa viejo iba adelante, el turista en el medio, el sherpa joven cerraba la fila. El joven no vio nada porque la pared de la montaña le negó la visión. Al doblar, vio el cuerpo faltante. El viejo, sí, percibió la caída por el rabillo del ojo. No solo algunos movimientos del cuerpo al caer, el brazo manoteando el aire, por ejemplo, sino que fue testigo de la última palabra que salió de boca del inglés:
“¿A quién le dijo “pero” el inglés en el último instante en que sintió que podía mantener el equilibrio? ¿Quién fue el destinatario del eco astringente de esas tres letras sajonas pronunciadas sin estridencias, en voz baja, como si formaran parte de un diálogo íntimo, murmurado?”
Ahí está el cuerpo inmóvil, debajo de ellos, inalcanzable. La niebla que lo habita no es similar a la de los fuegos del texto de Cristina Iglesia o a la línea del horizonte por la que avanzarán los tártaros. Pero, de todos modos, la distancia desde la que se mira, y la imposibilidad de quebrar esa distancia, transforman a ese cuerpo en un faro cargado de preguntas. Es otro tipo niebla, pero igual de potente. ¿Está muerto? ¿O está simplemente desmayado y en algún momento asistirán al movimiento de un brazo o de una pierna, primero lento, con más vigor después, a pesar de los dolores, hasta que el cuerpo entero se reincorpore? ¿Quién es el hombre que yace? ¿Quiénes son ellos, los dos sherpas, uno joven y otro viejo, los que tratan de leer en un cuerpo alguna señal de vida? La escena está cargada de tensión aunque somete a todos sus protagonistas a la inmovilidad. El tiempo, entonces, es todo lo que abarca la voz -la narración- mientras dura el espejismo. Cada sherpa piensa en su propia vida; en el pasado el sherpa viejo, en su futuro, fundamentalmente, el joven. Pero la voz que narra los excede y los amplifica por canales inesperados pero lúcidos. Un ascensor municipal que se desploma, la antigua Roma, los hongos y las algas, la obsesión de Manet por la luz, la obsesión de Renoir por los detalles. Deriva maravillosa a partir de un cuerpo que yace y dos que lo observan sin poder acercarse.
Casi todos los capítulos del libro están encabezados por un número. Algunos pocos, por un nombre. Uno de ellos se titula Fuera de campo. Copio un fragmento:
“Lo real está en el fuera de campo, permea desde un más allá aberrante. Es inaccesible. Y nosotros nos vamos conformando con lo perceptible nomás. Un poco al modo de los astrónomos que infieren la presencia del invisible agujero negro sólo por sus efectos gravitacionales. Lo real está ausente: apenas si vemos sus consecuencias”.
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De manera recurrente, durante los días de escritura de esta nota, vino a mí una vieja imagen vinculada a una escena con mi padre. Tal vez, una de las más antiguas. Habíamos ido a pasar dos días a la casa de su primo en Villanueva, junto al río Salado. La casa no tenía luz y la experiencia de la caída del sol y de la noche fue poderosa. Un farol a querosén, encendido muy tarde, compensó un poco la negrura que ya había ganado todo. Escuché que mi padre se iría; saldría un rato con su primo y otro hombre. Me quedé en la casa con mi madre y mi hermano. Tal vez había alguien más, pero no lo recuerdo. Tampoco me acuerdo nada del tiempo que medió hasta el regreso de mi padre y de los hombres. Los escuché, estaban en un galpón a pocos metros de la casa. Corrí hacia él, un poco porque me inquietaba su salida, un poco por curiosidad. Mi padre me vio llegar y me orientó con una linterna. El haz de luz, después de guiar mi camino, se desplazó por el espacio, y, aunque solo lo rozó, alcancé a ver el cuerpo de una liebre, ya destripada, colgando de un gancho. Fue muy breve, un impacto del que todavía dura su huella. El cuerpo colgante, claro, abría otra escena, y la abre todavía, llena de preguntas para mí: ¿Qué hacía mi padre ahí? ¿Qué hace un hombre que nunca tuvo armas ni las empuñó jamás en una escena de cacería? ¿Quería mi padre que yo viera ese cuerpo colgante? Es espejismo es incesante y nos invita a velar frente a él, atentos a sus secretos. ¿Cómo hacer para que el cine, las imágenes de las películas que quiero filmar, conserven la cualidad del espejismo? ¿Cómo hacer para que la imagen nos hable y se calle, resguarde su capacidad de silencio sin dejar de hablar? Me lo pregunto cada vez. Allí está el cuerpo de la liebre todavía, muchísimos años después, en un viejo galpón oscuro, hablándome.
Referencias bibliográficas:
Iglesia, C., (2021), Parajes. Córdoba: Nudista.
Buzzati, D., (1985). El desierto de los tártaros. Buenos Aires: Hyspamérica Ediciones.
Zurlini, V., (1976), El desierto de los tártaros. Film italiano.
Martínez Daniell, S., (2018), Dos sherpas. Buenos Aires: Entropía.
Gustavo Fontán / Copyleft 2023
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