LA CASA DEL CINEASTA: NO TE OLVIDES DE LA BELLEZA

LA CASA DEL CINEASTA: NO TE OLVIDES DE LA BELLEZA

por - Columnas
24 Ago, 2024 03:40 | 1 comentario
Antes de un nuevo estreno, un recuerdo, una genealogía. Los ríos no viene de ningún lado. Hay signos cercanos y lejanos que han acudido a la hora de concebir una nueva película.

Hace unos años, un hombre desconocido golpeó la puerta de mi casa. Tenía unos setenta años, llevaba un bastón y una bolsa de compras. Le pregunté qué necesitaba. Abrió los ojos y se quedó en silencio. Volví a preguntarle si necesitaba algo. Me miró, como se mira a una aparición. Después de unos instantes, se fue sin decir palabra. Cerré la puerta. Pero la herida ya estaba abierta.

¿Por qué perdura una escena en la memoria? ¿Por qué razón algo aleatorio con lo que nos topamos, entre todas las cosas que están en el mundo, nos alcanza y deja su huella? No lo sé. Pero ese hombre mirándome desde la puerta se instaló en mí, abrió preguntas e inquietudes. Despertó un ansia. Las primeras preguntas y las posibles conjeturas son básicas. ¿Quién es? ¿A quién busca? Se equivocó de lugar y esperaba encontrar a otra personaTal vez sufra alguna enfermedad de la memoria. Preguntas y respuestas legítimas, factibles. Pero la herida no se cerró. Ese hombre, el que golpeó la puerta, el que me miró como se mira a una aparición, el que se fue sin decir palabra, instaló una inquietud.

Los ríos

Unos meses después, tal vez un año, la imagen de ese hombre se asoció a una voz, la de un pescador del río Paraná llamado Godoy. Recordé que Godoy decía: “Negro venía, venía negro”. Y contaba su experiencia durante un tornado en el río: cómo se oscureció, cómo el día se transformó en noche, cómo el viento levantaba el agua, el temor a caerse y que lo coman las palometas. Su relato concluía: “Me perdí en el tiempo”. Busqué esa cinta. Volví a escucharla. Lo habíamos grabado sólo en sonido durante la realización de una de mis películas, El rostro, pero al fin quedó afuera del montaje. Sin embargo, la voz de Godoy, la emoción que lo embargó cuando nos contó ese suceso, volvió a habitarme. Entonces ocurrió lo irremediable. El hombre que golpeó la puerta de mi casa y el pescador que se perdió en el tiempo se unieron de alguna forma inexplicable y se transformaron en el origen de Los ríos. Una presencia. Una voz. Ese encuentro vino a alterar las preguntas. Las iniciales, quién es, qué busca, dieron paso al interrogante que orientó el camino: ¿qué vino a decirme?

Una película que nazca en el silencio de ese hombre, en la urgencia de su mirada, deberá resguardar la herida de la experiencia original, lo sé; preservar lo rasgado. Y allí fui. Me dejé llevar. Comencé a desplegar, primero en los papeles y luego en el montaje con Mario Bocchichio, la materia: cauces y corrientes, resplandores y sombras de la orilla, árboles y pájaros, los rumores del agua, los remolinos, una memoria antigua. Busqué en mis archivos retazos de esta memoria, grabé nuevos fragmentos del mundo, acá y allá, en mi terraza y en el río, porque viene negro, muy negro, y estamos perdidos en el tiempo. Busqué retazos de poemas amados que ofrecieran posibles decires del hombre de los ojos inmensos. Tardé en saberlo. Al fin, no sin antes recorrer una buena parte del camino, encontré una posible respuesta en el territorio de los saberes frágiles: viene negro, muy negro, no te olvides de la belleza.

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La gruta continua

Aunque están vinculados a una ciencia, la espeleología, la fragilidad es la cualidad principal de los saberes que asisten a La gruta continua, la película de Julián D´Angiolillo. El ansia exploratoria de sus personajes, en Italia y en Cuba, le otorga al film su espíritu y su estructura. No siempre está visible la entrada a una gruta. A veces la entrada es estrecha, a veces muy amplia. A veces tienen recorridos breves, a veces se ramifican, se expanden, se vuelven inexpugnables. Eso sí: siempre alojan riesgos y enigmas. Para encontrar algunas respuestas a la inquietud de conocimiento hay que saber leer las señales. ¿Y cuáles son esos signos?  ¿Interpretar qué? ¿Cómo sopla, cómo aspira, cómo habla la caverna, cómo se mueve el agua en el interior, cómo se desplaza y se pierde la luz en la penumbra? Las respuestas serán, indefectiblemente, parciales, provisorias.

Siempre que puede, D´Angiolillo se interna en las grutas con sus personajes, mira donde es difícil mirar. Lo que la cámara recoge son fragmentos, retazos de la cavidad del mundo, piedra y luz, piedra y sombra, refugios inhóspitos donde la vida se vuelve, necesariamente, más lenta. Para ajustarse a ese ritmo de las cosas, y no dejarse abrumar por lo inmediato y sus urgencias, hay que aquietar la respiración, andar en puntillas, mirar por el rabillo del ojo. Si en la superficie hay vientos imponentes, en la gruta hay tenues movimientos del aire. Mirar se vuelve exigente. De las profundidades, con la sensibilidad de las corrientes leves, el director nos trae sus hallazgos, epifanías vaciadas de elocuencia. 

D´Angiolillo también presta atención a lo que los personajes tienen para decir. Su escucha parece desatender a la mayoría de los datos duros para que se destaquen otras cosas de sus decires. Tal vez, sería otra forma de pensarlo, la misma elección de los personajes contiene ese recorte. De todos ellos conocemos su pasión incesante a pesar de los muchos años de exploraciones. La experiencia de recorrer la cueva, estar en la cueva, respirar en la cueva y enfrentarse a sus misterios -más que a resolverlos-, ocupan el centro de su entusiasmo. Sus palabras, muchas de las que la película atiende, tienen la cualidad que el poeta Arnaldo Calveyra esperaba para aquellas que conformarían sus poemas: que sean mitad palabra y mitad silencio. Uno de los personajes, por ejemplo, explica la dificultad para estudiar el comportamiento de las corrientes de agua en el interior de las grutas. “No tienen un régimen como los ríos”, dice. Y se queda en silencio. ¿Cómo avanzar con la explicación si todos los esfuerzos por sistematizar los movimientos del agua son infructuosos? ¿Cómo hablar de la imposibilidad, de lo que se comporta con desobediencia? Lo intenta, sin ocultar la fascinación por lo imprevisto: “Son impulsos que vagan en las profundidades”. 

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Piazza (Alberto Giacometti)

Siempre encontré un vínculo especial entre silencio y belleza en los cuadros de Alberto Giacometti. Pienso en “Annete”, “Desnudo de pie”, “Diego”, o el cuadro en el que pinta a su madre, de memoria, en su casa de Stampa. En todos ellos, pintados entre 1949 y 1951, las figuras están inmóviles y nos miran de frente. El espacio es íntimo y los objetos escasos. Todo es presa de una sensación doble: la inmovilidad, por un lado, una vitalidad que emana de los cuerpos y amenaza sus contornos, por otro. A veces, algún ocre pugna por aparecer bajo la lluvia de cenizas que cayó sobre el cuadro. Cuando le preguntaron, en una entrevista, por el sentido que tenía para él pintar, contestó: “Ver, comprender el mundo, sentirlo intensamente y ampliar al máximo nuestra capacidad de exploración”. 

En cierto momento, Giacometti empezó a mirar muy de cerca lo que pintaba, convencido de que lo que había para ver en las cosas y las personas era inagotable y que la cercanía le revelaría algo nuevo. Creía que si lograba ser preciso en un detalle del rostro desde él se irradiaría un principio de unidad hacia todo lo demás.  Podía trabajar meses sobre una pintura y concluir que la tarea era imposible porque entre los dos ojos, por ejemplo, encontraba un desierto infranqueable. Claro, no eran las formas visibles del rostro lo que intentaba pintar sino el acontecimiento que intuía en él. Para ello, inevitablemente debía establecer un diálogo con la parte de silencio de la persona que tenía frente a sí.

En sus visiones, siempre despojadas, está el rostro y su desierto, el cuerpo y su abismo. Cada vez que miro estos cuadros, los que nombré al comienzo fundamentalmente, siento que el silencio de esos seres es infinito. Y también, tal vez por eso mismo, siento presente lo vivo, con su enorme verdad y su belleza. Son todos seres cercanos los que pinta: su madre, su esposa Annette, su hermano Diego. Allí están, alojados en su mundo cotidiano y, al mismo tiempo, desalojados, por la visión del pintor, para que los miremos y nos miren.

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Hay tres imperativos para el cine que se han vuelto muy fuertes en este tiempo. Son tan poderosos y extendidos que no nos permiten estar fuera de esta batalla. Queramos o no. Su carácter dogmático, su pregnancia y su cualidad mítica –es decir cuasi religiosa-, nos lleva, entre otras cosas, a pensar la forma como uniforme. Las consecuencias a las que nos conducen son evidentes: los relatos están muertos desde antes de nacer. 

Los ríos

El primero de estos imperativos podría formularse así: el relato no debe detenerse nunca. Si el relato no se detiene nunca –la hipernarratividad queda asociada a esta idea, de alguna manera-, si el flujo es permanente, cualquier suspensión será considerada una falla. La velocidad y la actividad permanente, es necesario decirlo, casi siempre atentan contra la profundidad. El confinamiento a categoría de error de cualquier actitud contemplativa, de cualquier descanso, asimila los relatos a una maquinaria de producción donde no hay tiempo ni espacio para el silencio ni para cualquier acercamiento a lo humano que sobrevive en cada uno de nosotros: el temblor, la fragilidad, la angustia. ¿Qué sombra, qué espejo, qué habitación vacía, resguardan los relatos para nosotros? ¿Qué intemperie? 

Es necesario saberlo todo, es otro de los imperativos.  Se espera que los relatos satisfagan, como si eso fuera posible, la demanda de un saber cerrado y completo. Todo debe ser explicado y aclarado, y no parece haber lugar para la ambigüedad o para la sugerencia, aquellas que conduzcan al espectador a conjeturas personales. Lo abierto está considerado como un error y es frecuente ver reacciones ampulosas frente a la ambigüedad. No hablo del final abierto, inscripto ya en un saber unificado, hablo de lo abierto como la porción de silencio que deben resguardar los relatos para que lo humano sobreviva. 

El tercer imperativo está en el orden de la imagen, concebida como una superficie brillante y lisa, que nos deslumbra y nos apacigua –nos somete- al mismo tiempo. A ese tipo de imagen, convertida en cliché, no se le puede preguntar nada, porque no hay nada en ella que conduzca a alguna pregunta.  La imagen sólo es en su condición de visibilidad; es tersa y autosuficiente, una superficie lisa hecha de fuegos de artificio. La propagación de este tipo de imágenes genera un efecto abrumador; se impone como una divinidad y provoca encantamiento. Por supuesto, la consecuencia subsidiaria es la condena a todo lo que se manifieste de otra manera. Desde el infierno de lo igual sale un dedo –o un fusil- que acusa a lo distinto.

Este tipo de imágenes quedan asociadas a una idea de belleza. Qué bella fotografía, solemos leer o escuchar, como una aceptación de lo uniforme, como un acto reflejo ante la imposición. Es bella porque brilla, es bella porque es transparente, es bella porque no tiene espesor. Como si estuviésemos viendo una puesta de sol, en una playa sin viento un día brillante, sin nada que nos aqueje, sin preguntas para hacernos, sin amenazas, sin las sombras que alberga, incluso, la misma caída del sol.  La continuidad de esa imagen al infinito aterra, porque se convierte en una especie de aplanadora que alisa la percepción y la sensibilidad. Me lo repito una vez más, cada vez, ante cada película, que veo o hago: no, no hay belleza sin espanto; no hay belleza si la imagen no aloja su silencio. 

Gustavo Fontán / Copyleft 2024