LA COLUMNA DE JORGE GARCÍA (22): VINCENTE MINNELLI: LA MARCA DE UN ESTILO
Por Jorge García
Curioso destino el de Vincente Minnelli, un realizador que provocó controversias entre los normalmente homogéneos críticos cahieristas (Godard no tuvo empacho en El desprecio en hacer que su protagonista entrara a la bañadera con el sombrero puesto, como homenaje al Dean Martin de Dios sabe cuanto amé, mientras que Truffaut no vaciló en calificarlo como un esclavo de Hollywood). Y Orson Welles en una célebre entrevista, ante la pregunta acerca de que opinaba de Minnelli respondió socarronamente: “Seamos serios, estamos hablando de cine”. Sin embargo, así como hay directores que a lo largo de su carrera desarrollan sus ideas de manera consecuente sin ningún componente visual que los identifique, hay otros que logran expresarlas a través de un estilo constante, que los convierte en auténticos autores cinematográficos y este es el caso de Vincente Minnelli. Nacido en 1913, de padres europeos dedicados al teatro, desde muy niño mostró su vocación en ese terreno, integrando una compañía infantil. Ya adolescente, abandonó sus estudios para iniciarse como diseñador de decorados teatrales, dirigiendo a partir de 1935 en Broadway varias exitosas comedias musicales, lo que provocó que el productor Arthur Freed lo convocara para trabajar en la Metro Goldwyn-Mayer, donde desarrollará prácticamente toda su carrera, primero como asistente en diversos rubros, debutando como director en 1942 con Una cabaña en las nubes, un musical con reparto de actores mayoritariamente negros. A lo largo de 43 años y más de 30 películas, concretará en esa compañía una de las carreras más personales del cine norteamericano. Hay en esa filmografía una temática que la recorre como un hilo conductor: el esfuerzo de sus protagonistas por conciliar los sueños personales con la realidad. Cuando ese conflicto no logra resolverse, puede llevar a la autodestrucción, como en Sed de vivir, ese notable biopic sobre Vincent Van Gogh y cuando se trata de darle curso de manera forzada, la visión edulcorada y la inverosimilitud irrumpen (La rebelde debutante). Pero en la mayoría de los casos, la tensión entre esos dos elementos da lugar a un profundo proceso de autoconocimiento y aprendizaje, que colocará a sus personajes en mejores condiciones para enfrentar la realidad, aun pagando altos costos. Minnelli desarrollará esa temática, principalmente, a través de tres géneros.
1) Los musicales, visualmente muy barrocos, con una imaginativa utilización del color y los decorados y en los cuales, sobre todo en los de la primera etapa, los sueños se integran sin mayor conflicto en la vida real (El pirata), si bien pronto aparecerán algunos nubarrones que cuestionarán esa idea en dos títulos del género sorprendentemente deprimentes, como Un americano en Paris y Brindis al amor.
2) las comedias, género en el que no se incluye a Minnelli cuando se habla de sus grandes exponentes, a pesar de haber realizado en ese terreno notables películas, como El padre de la novia y Designios de mujer. El tono narrativo generalmente es más clásico que en los musicales, lo que no le impide incluir una secuencia casi surrealista, como la pesadilla de Spencer Tracy, en la citada El padre de la novia.
3) los melodramas, especialmente los de su etapa de madurez, tal vez sus film más personales, progresivamente pesimistas y en los que se percibe la constatación dolorosa de la imposibilidad de confrontar una visión propia del mundo con la necesidad de vivir en él sin salir deteriorado en el intento. Es ese desasosiego el que recorre esa maravillosa película que es Dios sabe cuánto amé, auténtico tratado sobre la desilusión. No casualmente, dos de los mejores melodramas de Minnelli, Cautivos del mal y Dos semanas en otra ciudad, se relacionan con Hollywood, referente indispensable cuando se habla de sueños triturados.
Por cierto que, como en todo gran director, ninguno de estos géneros se manifiesta en estado puro y así es que podemos considerar a Gigi como un drama con canciones, la secuencia final de Designios de mujer reúne varios géneros y algunos momentos de sus melodramas tienen una puesta en escena que los acercan al musical. Pero decía antes que lo que caracteriza a Minnelli era la representación visual de esos conflictos, que no pasa únicamente por el refinamiento y el buen gusto que le han endilgado algunos críticos. Es que aparte de su apego a elementos de la cultura europea como la tradición pictórica y el surrealismo, hay en sus películas una confrontación permanente entre realidad e irrealidad. ¿Qué es más irreal en Brigadoon, ese pueblito perdido en el tiempo y las montañas o los planos de Nueva York que nos ofrece el director al comienzo de la película? Además, en sus films existe un infrecuente uso dramático del color y una utilización de los decorados -tanto para definir a sus personajes como para representar sus sueños- que no tiene parangón en la historia del cine. Es así que en Pasiones sin freno, un cortinado adquiere un papel casi protagónico, siendo desencadenante de los enfrentamientos entre varios personajes. También se le ha cuestionado a Minnelli ser un cineasta demasiado “burgués” alejado de cualquier connotación social y/o política. Sin embargo pocos directores mostraron su agudeza para describir la vida cotidiana de la clase media norteamericana a principios de los 50 como ocurre en El padre de la novia y existen pocos films que cuestionen “el sueño americano” con la lucidez con que Minnelli lo hace en Dios sabe cuánto amé. Cineasta creador de un universo propio, aunque su influencia se percibe en cineastas como Stanley Donen, Richard Quine, Blake Edwards y Jacques Demy, sus películas requieren una permanente revisión, con la certeza de que siempre se encontrarán en ellas elementos novedosos (personalmente, me gustaría hoy poder volver a ver Nina, su última y generalmente despreciado film).
(Versión modificada de una nota escrita en la revista El Amante en mayo de 1994)
Jorge García / Copyleft 2013
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