LA COLUMNA DE JORGE GARCÍA (31): GILDA, VIOLETA Y EL MONO

LA COLUMNA DE JORGE GARCÍA (31): GILDA, VIOLETA Y EL MONO

por - Críticas, Ensayos
30 Oct, 2016 04:16 | comentarios

Violeta se fue a los cielos

Por Jorge García

De Gilda:no me arrepiento de este amor, la película, por el momento solo diré que desarrolla una mirada bastante lavada y superficial sobre la cantante, ignorando sus aristas oscuras (sobre el particular hay en la página agenciapacourondo.com.ar una interesante entrevista a Polo Tissera, sobrino de Quique Tolosa, guitarrista de la banda de Gilda que también murió en el accidente que le costó la vida a la cantante, y están en youtube los nueve capítulos del documental La Banda de Gilda que también aporta varios datos) y ofreciendo una galería marcadamente esquemática de personajes secundarios. Si la película sobrevive es por el oficio con que está narrada y la entrega y convicción con que Natalia Oreiro asume su personaje. Pero la intención de esta nota no es polemizar sobre la película en sí sino referirme a un par de cuestiones –aparentemente extracinematográficas- que aparecen en las críticas de Marcela Gamberini y Roger Koza.

En el caso de la reseña de Marcela se trata de la comparación que hace de la figura de Gilda con la de Violeta Parra. Gilda fue un fenómeno popular (con todo lo ambiguo y elusivo que resulta el término) de cierta importancia, aunque no de la dimensión que se le pretende asignar, agigantado por su prematura muerte. Pero el intento de equiparar a esta maestra jardinera que un día abandonó su profesión para cantar cumbias con una figura enorme de la cultura latinoamericana como la chilena Violeta Parra resulta a todas luces arbitraria. Violeta fue una notable investigadora y recopiladora del folclore de su país, cantante, guitarrista, compositora, pintora, ceramista y poeta (vale la pena en ese terreno leer sus Décimas), con una vida contradictoria y torturada que terminó empujándola al suicidio. En el terreno estrictamente musical, muchas de sus obras se han convertido en clásicos de la música del continente y –sobre todo en las últimas que compuso- se conjugaron la angustia existencial que la atormentaba con potentes cuestionamientos a las políticas de las clases dominantes y los poderosos (Volver a los 17, Gracias a la vida, Maldigo del alto cielo, Arriba quemando el sol, Arauco tiene una pena, La carta, ¿Qué dirá el Santo Padre? son buen ejemplo de ello), sin contar sus valiosas obras para guitarra solista (hay un muy buen disco con ellas de Cecilia Zabala). Esto marca enormes diferencias con Gilda, un personaje no demasiado interesante que consiguió un impensado éxito y sobre el cual, en lo que hace a los valores estéticos de sus obras musicales, prefiero guardar un piadoso silencio.

Tampoco parece acertado el utilizar como elemento común las relaciones de ambas con sus respectivos padres (y por cierto que tampoco veo a Gilda como una víctima asfixiada por el “orden simbólico y material del patriarcado”). Sería más o menos lo mismo que comparar a Palito Ortega con Joan Manuel Serrat porque fueran del mismo signo astrológico o a Abel Pintos con Silvio Rodríguez en razón de que sus madres hubieran nacido en provincias. Y de ninguna manera puedo catalogar las discusiones de Gilda con los rufianes de poca monta que manejan el negocio de la cumbia que muestra la película como un enfrentamiento con los poderosos. Por otra parte, tuve la oportunidad de ver (de esto hace siglos) en un recital en Buenos Aires a Violeta Parra, y apreciar la intransferible profundidad de sus canciones y su malhumor con los cantantes “comerciales”, una experiencia muy diferente a la que proponían los recitales de Gilda. Y en cuanto a la película de Andrés Wood, que cuenta con un protagónico de Francisca Gavilán similar en intensidad al de Oreiro, creo que el documental Viola chilensis (apelativo con el que bautizó a la Violeta su hermano el gran poeta Nicanor Parra), de Luis R. Vera, que también se puede ver en youtube, refleja mucho mejor su figura que la película de Wood. Violeta Parra fue – más allá de no haber conquistado éxitos masivos (su áspera personalidad, entre otras cosas, lo impedía)- un auténtico ícono de la cultura popular latinoamericana, algo que Gilda, más allá de su breve y exitosa carrera truncada por la muerte, difícilmente podrá conseguir.

Gilda: no me arrepiento de este amor

Mi otro punto de divergencia, en este caso con la nota de Roger Koza, tiene que ver con su afirmación de desde Gatica, el Mono, el cine argentino no contaba con una película de esta naturaleza. Dejemos de lado las diferencias de calidad, insoslayables y a la vista, de ambas películas, lo que me hace ruido es establecer un paralelo entre ellas y, por añadidura, con los personajes que las protagonizan. Se puede coincidir con Roger en que la cultura popular nace de las humildes y que, llegado el caso, desde la música y las canciones consigue suspender las preferencias y diferencias de clase (que eventualmente sería el caso de Gilda). El caso de José María Gatica sería diametralmente opuesto. Nacido en Villa Mercedes (San Luis) en contraposición con la cantante, en un hogar de pobreza extrema, desde su llegada a Buenos aires, siendo un niño aun, comenzó a trabajar como lustrabotas para ganarse unos pesos. Sus constantes peleas y su capacidad para defenderse llamaron la atención de un peluquero albanés, Lázaro Koci, relacionado con el boxeo, quien lo conectaría con ese mundo. Allí, desde 1945, hasta su retiro en 1956 (pareciera que el período de auge del peronismo coincidió con el de su carrera) se convirtió en el ídolo popular que reflejó de manera más cruda la lucha de clases. El Luna Park en sus presentaciones se dividía sin matices entre una tribuna que lo ovacionaba e iba a verlo ganar y un ring-side que gozaba inmensamente con sus (muy escasas) derrotas. Incluso diferían los apodos, la popular lo llamaba Tigre y la platea lo calificaba con el más despectivo Mono, que fue el que finalmente le quedó. Nunca, ni siquiera con Maradona, el ídolo que más se le parecía, se produjo una división tan tajante. Es que la clase media gorila de la platea no podía soportar a ese lumpen analfabeto, fanfarrón, prepotente y soberbio que para colmo era peronista hasta los tuétanos (su bata tenía impresa los nombres de Perón-Evita). Proscripto (se le prohibió combatir después de la caída del peronismo), su decadencia fue irreversible, dilapidó los millones ganados, vivió otra vez en una extrema pobreza y hasta tuvo que soportar la humillación de que su archi-rival, Alfredo Prada (con quien disputó seis épicos combates) lo contratara como portero de un restaurant que tenía. Gordo, rengo (producto de una lesión en una payasesca pelea con Martín Karadagian) y borracho, encontró la muerte bajo las ruedas de un colectivo cuando solo tenía 38 años.

Si menciono todos estos hechos es para señalar las diferencias entre una película políticamente aséptica con un personaje, como Gilda, bastante anodino y otra comprometida con un sector social sobre alguien que representó la rebeldía visceral de los no ilustrados, el aullido rabioso de un personaje que recorrió la parábola de miseria-gloria-miseria y que, a diferencia de la cantante, en cuyo funeral se la recordaba por sus presuntas virtudes de santa, consiguió que la multitud que lo acompañaba a su entierro lo hiciera cantando la marcha peronista.

Jorge García / Copyleft 2016