LA CONVERSIÓN / RAPITO (02)

LA CONVERSIÓN / RAPITO (02)

por - Críticas
02 Jul, 2024 08:17 | Sin comentarios
Cualquier película de Marco Bellocchio mejora la cartelera de la semana. Cualquier película del maestro italiano es un testimonio de todo lo que puede ser el cine. La conversión, además, es una de sus mejores películas.

LA GRAMÁTICA DE LA INTIMIDAD

En la gran comedia La sonrisa de mi madre (o La hora de la religión), Marco Bellocchio introduce una escena inicial que no tiene mucho que ver con el drama humorístico que define la trama (un pintor enfáticamente ateo se entera de que el Vaticano pretende canonizar a su madre como una santa): un niño discute solo en un patio como si estuviera disputando con alguien algo de suma importancia. Gesticula, el tono de su voz sube en tanto su indignación se acrecienta, camina de un lado a otro. ¿Con quién habla?, ¿a quién se dirige? Cuando se le pregunta, responde que le preocupa que Dios puede inmiscuirse en sus pensamientos, porque puede escucharlo y limita su libertad. La clarividencia precoz del niño es admirable: intenta conjurar la presunta omnipresencia y omnisciencia del Altísimo; intuye que nunca podrá eludir en el espacio secreto de su intimidad la oreja celestial del rector del mundo. 

Aquella escena tan simpática como reveladora se imbrica con el drama que reconstruye Bellocchio en La conversión, título comprensible en Argentina, porque ese es el motivo principal (no el único): el secuestro de un niño nacido en el seno de una familia judía que el papa Pío IX y el clero le arrebataron a los Mortara. Por cierto: el título original en italiano es Rapito, palabra que en español corresponde a secuestro. ¿Por qué la Santa Iglesia necesita de un niño indefenso de seis años y querido por sus padres? ¿A qué delirio responden estas circunstancias? 

En 1858, más precisamente, un 23 de junio, los Estados Pontificios ordenaron a la policía local, con el consentimiento del representante de Dios en la Tierra, que uno de los hijos de la familia Mortara fuera buscado de la casa paterna para incorporarlo a una institución bajo la protección y el cuidado del papa. La fundamentación del secuestro proviene de un rumor, una acción presupuesta tan verosímil como la resurrección de la carne. Edgardo de bebé había sufrido una fiebre casi letal. En la desesperación, la niñera, ferviente creyente católica, bautizó a la criatura para que su alma fuera salvada en el paso indetenible al otro mundo. Bastó esa anécdota para que Pier Gaetano Feletti pudiera justificar una acción semejante y no exenta de crueldad. Para el inquisidor tardío era inadmisible que un cristiano pudiera ser educado como judío.

Todo esto es el preludio de La conversión, una de las grandes películas de Bellocchio, en la que sus obsesiones de siempre vuelven a escenificarse en un drama que dista de ser personal. El rapto teológico tiene lugar en un contexto de revuelta social y cuestionamientos diversos de los que la autoridad del papa y la Iglesia no está exenta. A Bellocchio la fe le parece un delirio fascinante del que nadie puede sustraerse en Italia; su nación, además, tampoco pude erigirse sin trampas, disputas y operaciones que hoy podrían tildarse de mafiosas. La trama jurídica de La conversión así lo sugiere. La lucha de los padres contra la Iglesia y sus poderes es estéril. Las mallas del poder se imponen. Lo que es justo no depende de un razonamiento jurídico.

Hay que ver para creer. Bellocchio sigue puntillosamente las transformaciones imperceptibles por las que un niño que supo encontrar auxilio en las oraciones proferidas en hebreo y dirigidas a Yahvé pudo más tarde y sin darse cuenta sentirse amparado por plegarias en latín dedicadas al Dios que se hizo carne, vivió en los mortales, fue crucificado, resucitó y prometió una segunda venida. Las sesiones de catequesis, las conversaciones con sus compañeros, las palabras del maestro superior o las del propio Pío IX se van imprimiendo en el corazón del niño, como sucede con el ganado cuando el hierro caliente deja una marca para el resto de su vida. Dicho en otras palabras: el yo es un palimpsesto. En efecto, la conciencia del niño oscila entre su pasado afectivo y la muda alucinación con la que comprende un sistema de creencia parecido y distinto. Esa discrepancia se escenifica en un momento iracundo en el que la madre visita al niño y es testigo de la acción simbólica sobre él. Pero nada es comparable a una de las escenas más anticlericales jamás filmadas: el niño mira en total soledad y en la noche al Cristo crucificado que decora la capilla en la que reza todos los días. Lo que sucede entre el Cristo de madera y el niño de carne y hueso constituye un triunfo del cine y de la racionalidad crítica. Es una escena insolente y paradójicamente religiosa. En el instante en que empiezan a sonar los tres repiques de las campanas lejanas del inicio de «Cantus en memoria de Benjamin Britten», de Arvo Pärt, lo que sigue a continuación es un breve encuentro con el Hijo de Dios. No es fácil, ni siquiera para él, ser el desprendimiento de la sustancia divina; nadie está excusado de sentirse extenuado de interpretar un papel inmortal. 

Pero La conversión no se circunscribe solamente a seguir el derrotero de un niño judío que en su juventud será un clérigo y un soldado del Señor. Verlo a Edgardo, vestido de negro y peleando ante quienes no están convencidos de los efectos políticos de la trabajosa y larga Unificación italiana, como también del rol del papa en esos menesteres, es una prueba de la contingencia de su destino. Podría estar del otro lado, como también podría ser aún judío. Hay una escena inolvidable en la que Bellocchio toma la posición de los rebeldes en Bolonia. La cámara asume la perspectiva del invasor y el rebelde a través de un travelling hacia adelante que coincide con la mirada de uno de los tantos que han tomado un edificio eclesiástico. La cámara se dirige hacia la ventana que da a la plaza, otros rebeldes están afuera, los monjes y religiosos corren para todos lados. Esa escena glosa la maestría de Bellocchio: el movimiento de cámara elocuente, la musicalización precisa, el desplazamiento coreográfico adecuado de los personajes y la noción voluntaria del punto de vista son propios de un maestro que comprende el tiempo de una escena, su ritmo y la noción de espacio que necesita. Las secuencias operísticas del cineasta italiano son indelebles. Y no son pura estética. Se trata de un fragmento de impugnación al poder del clero. La Historia penetra en la historia de forma dialéctica.

Tantas cosas buenas pueden decirse de La conversión. ¿Hay que señalar todavía que a Bellocchio le importa la noción de encuadre? En el desenlace, en el regreso de Edgardo a la casa materna, hay una lección de lo que significa encuadrar. ¿Qué más decir? La reconstrucción de la época, la selección de rostros de cada intérprete secundario o extra, la tenue luz elegida para la mayoría de las escenas, la atención puesta en los rituales que rigen una fe como la cristiana. Todo esto acompaña la gracia o la desgracia que suscitó un rumor lanzado con inocencia por una niñera que modificó el destino de un hombre. Si es o no la voluntad de Dios es irrelevante. Nadie lo puede saber, ni siquiera aquel que fue obligado a optar por la genuflexión ante la cruz y después creyó en los misterios de la fe.

La conversión / Rapito, Italia-Francia-Alemania, 2023.

Dirigida por Marco Bellocchio.

Escrita por M. Bellocchio y Susanna Nicchiarelli.

*Publicada por Revista Ñ en el mes de junio.

Roger Koza / Copyleft 2024

*Leer acá primera lectura sobre este film en su estreno en Cannes 2023