LA CORDILLERA (02)
La discusión en torno a La cordillera parece darse en torno a previsibles dicotomías, narrativas y políticas. Por un lado, se dice que son en verdad dos películas (o una atravesada por una subtrama con final abierto). Por otra parte, se la rechaza por distintas hipótesis sobre a quién representa el protagonista, caracterizándola como “kirchnerista” (porque presenta una imagen oscura de un presidente de ojos azules sin pasado político) o “macrista” (porque su previsible moraleja es la cómplice rendición ante el poder). Ambas “grietas” obedecen a la misma lectura equívoca, que la película misma habilita en su necesidad de (para decirlo en sus términos) quedar bien con Dios y con el Diablo.
Esa buscada ambigüedad narrativa / política podría ser vista como representación del “significante vacío” de Laclau (una nominación abierta que puede dar cuenta de todas las demandas en un momento particular), pero sería otro modo de profundizar el equívoco: sin duda el personaje del presidente Blanco juega ya desde su nombre con ese deslizamiento paradigmático que la película propone y depone cíclicamente (thriller político o fantástico, populismo de izquierda o derecha). En verdad ese vaivén no es más que un juego de alusiones que no dejan de jugar con la referencialidad: no hay significante “flotante” sino indeterminación (al menos hasta el evidente cumplimiento del pacto fáustico que es, en todo sentido, la verdadera cumbre del film).
Todo es y no es al mismo tiempo: Al inicio se habla de algo sucedido en 2006 y se dice que sucedió hace diez años. Luego escuchamos la voz de un periodista de nombre imaginario que reconocemos como la de Marcelo Longobardi. En Chile gobierna una mujer. Etcétera. Es, inequívocamente, el presente. No porque Mitre y Llinás hayan acertado en un arriesgado ejercicio futurista, sino porque la coyuntura no estaba muy lejos del guion. Por eso, en esa una suerte de espacio-tiempo paralelo, los personajes tienen otro nombre pero todos representan un papel predeterminado. No hay nada abstracto en el cine de Mitre: los símbolos están ahí (como esa Casa Rosada vuelta set), y solo se trata de barajar los referentes para borronear las posibles identidades (cosa que la actual crisis de los partidos políticos permite).
Digamos que este es un problema global, salvo en el omnipresente caso norteamericano: hasta en su cine la Historia aparece referenciada con nombre y apellido, atravesando todos los géneros (basta ver como sus presidentes son representados o mencionados hasta en los dibujos animados). Hollywood no necesita inventar partidos: habla abiertamente de demócratas o republicanos, o deja en claro a qué tradición representan sus políticos. “Este juego lo inventamos nosotros” dice el personaje de Christian Slater, y esa frase reúne ambas líneas, narrativa y política: No en vano ese clímax (que es el centro de La cordillera) está hablado en esa lengua franca que es el inglés, pero -como sugiere con perspicacia Roger Koza- en el tono de dos tahúres de Nueve reinas.
El problema es que en esa reducción de la política a un juego de tronos, todo se limita a posiciones personales: La cumbre parece cualquier reunión de mafiosos de El padrino. Por eso las escenas más representativas son las de la confrontación solitaria, el diálogo tête à tête donde los personajes se miden y recelan. Una ilustración de los secretos y mentiras de los gobernantes, que nos deja espiar sus malos tratos. No se trata de cómo se construye hegemonía, sino de poder en el sentido más maquiavélico del término (“voy solo”, dice Blanco al final, y ya sabemos que no se refiere solo a su BMW). No hay estructura social, determinaciones políticas, construcciones colectivas. Solo movimientos de un ajedrez que se juega entre sonrisas falsas, tragos inamistosos y sexo programado.
Por eso esas repetidas escenas de diálogos más o menos chispeantes son inevitables y esperados oasis en medio de los grandes espacios vacíos que la película exhibe como valor de producción: el hotel glacial, la cordillera prescindente, el ceremonial de rigor. Blanco sobre blanco, nada queda de la impronta documental de El estudiante, donde el ámbito condicionaba la representación (a su pesar, claro). La cordillera repite el pacto fáustico, pero en una escala seis millones de dólares mayor, transformada la película misma por la fatuidad del dinero. La cumbre de Mitre se parece a un esplendoroso festival de cine (literalmente hablando), como si importara más la alfombra roja y el despliegue de medios (incluyendo la probada capacidad del cineasta) que la película misma, puro vehículo hacia la cima.
Ricardo Darín (una estrella haciendo de hombre común) es el signo de esas derivas: desde que aparece sabemos que no puede ser “el hombre invisible” que la película propone como enigma, y no porque Darín no sea un enorme actor de cine, sino porque todo su trabajo (como el de la película toda) es invisibilizar que las cartas están marcadas desde el inicio. Lo sabemos antes de su encuentro con el Diablo, y del desde entonces previsible final: no hay hombres comunes en el poder (La cordillera no es Desde el jardín). Cuando el presidente sin pasado sorprende a sus interlocutores citando a Marx o hablando en inglés, sabemos que se trae alguna carta bajo la manga. Pero que pase por encima de su jefe de gabinete, y arregle una coima multimillonaria por su cuenta, es más inverosímil que tener una hija que recuerda crímenes que no vivió. Lo fantástico es una concesión inútil o un juego de distracción más: en cualquier caso, un artificio.
Pero no hay dos películas, ni siquiera una subtrama y menos un final abierto (en todo caso hay un manotazo de guionista): El pasado explica el presente, pero queda en tinieblas (como casi todo lo demás). Un crimen tapa otro, y lo que la película misma desecha es lo que pone como certeza en boca de su personaje más enigmático (ese presidente brasileño que puede ser un Lula de temer): no existe el “mal” sino los intereses, amparados en razón de Estado. Algo de eso aparecía con más claridad (y menos banalidad) en El candidato, la película de Daniel Hendler estrenada este mismo año (aunque en ese caso con un verdadero problema de indecisión entre la comedia o la tragedia): no se puede llegar al poder sin una estrategia comunicacional (como acaso deja ver La cordillera en su escena más negra y amable, la de padre e hija cantando el jingle de campaña).
La ideología es, como el cine mismo, un dispositivo de identificación. No se trata de fluctuar entre personajes buenos y malos, o de un personaje que pasa de bueno a malo, sino de identificarse con el dispositivo: el mejor tahúr es aquel que hasta los estafados festejan. Blanco es El estudiante devenido presidente (asumiendo por fin lo que aquel “no” final significaba), o la contracara del padre de La patota (que buscaba dar racionalidad a su hija). En (su) conclusión, La cordillera se rinde ante el realismo “cínico”: los que no se traicionan o se entregan serán arrasados. Desde ese punto de vista, el “significante vacío” tiene otro sentido, cambiando de sustantivo-adjetivo a adjetivo-sustantivo: el vacío no es una relación sino el lugar mismo de la sumisión. La antipolítica y su discurso equivalencial puramente negativo. O mero reflejo del discurso del poder: la alianza para el progreso que propone el Diablo, mientras el presidente se dedica a “hacer lo que hay que hacer” (como dice hoy mismo una publicidad gubernamental).
Una visión resueltamente pesimista para una inversión millonaria, que confirma todo lo que sospechábamos: los corruptos buscan el poder, o el poder corrompe. Lo mismo da. Mitre no es el heredero de Bielinsky, y la oscura “argentinidad” de Darín, (que Campanella entrevió y Borensztein pervirtió) sigue esperando su obra maestra, tanto como esa cruza única entre modernidad y clasicismo que fue El aura, una película que jugaba a cuestionar las cómodas certezas del cineasta tanto como las del espectador. Hay películas que abren puertas, y otras que las cierran (¿habrá alguien que vuelva a animarse entre nosotros a una ficción sobre los aparatos ideológicos del Estado?). Podría decirse de La cordillera lo que Stephen King dijo de El resplandor (otra película sobre cómo el Diablo nos gobierna): “Es un Cadillac sin motor”, un film lustroso y prolijo pero sin alma. Sería fácil agregar que Mitre hizo su propio pacto fáustico, pero es un cineasta lo suficientemente inteligente como para no cumplir su propia profecía.
Nicolás Prividera / Copyleft 2017
Otras lecturas en el sitio: Los vernáculos (leer aquí)
Entrevista a Ricardo Darín (leer aquí)
Te respondo en público esta vez, a ver si divertimos un poco a los giles que no tienen nada que hacer y se dedican a escribir comments. Tu nota tiene un procedimiento asombroso: Se ocupa de un análisis interesante, que demuestra que se ha tomado el film en serio, y, al mismo tiempo, que el film ofrece tela para cortar en ese sentido. Acaso haya algo perezoso en tomar («legítimamente», según dictamina el anónimo juez que ha escrito el copete de la nota) el concepto del «Significante vacío» sin relacionarlo con ciertas formas poéticas del cine moderno. Vos sabés: Lo que es una operación reaccionaria en la política pública puede ser una operación radical en un objeto poético. Sus reglas, mi querido, no son las mismas. En ese sentido, reaparece también tu argumento obstinado: La acusación de «antipolítica». ¿Es preciso recordarte que un objeto cinematográfico hace política con otros fines y con otros medios que los individuos que aspiran al oficio de la dirigencia pública? Llamar «antipolítico» a un objeto por el sólo hecho de elaborar una hiperbole en donde los llamados «politicos» quedan como unos canallas, ¿No es un abuso de la literalidad?
Pero todas estas discusiones, válidas a mi entender, se ven opacadas por una serie de gestos demagógicos. EL análisis apasionado y responsable aparece sembrado de pequeños guiños tribuneros, en donde el ensayista parece querer decirle a su audiencia de masturbantes cibernéticos «Ojo que no me gustó, eh…» Dicho proceder se ve coronado con un moño en ese final simplificador (lo del «cadillac sin motor» ya es directamente digno de Bernades) que tira por la borda cualquier sutileza o profundidad analítica y funciona (para el rudimentario auditorio de los blogs) casi como una calificación compuesta de estrellitas.
Estimado Mariano: El autor de los copetes soy yo, lo que me parece obvio y por eso no los firmo. «Legítimamente» refiere a que me parece un uso pertinente en el texto respeto del objeto, más allá de los resultados de su aplicación. Yo escribí en su momento algo que remite a ese término sin hacer uso de él, aunque yo creo que la aparición de lo metafísico (en clave demoníaca) en el film viene a ocupar paulatinamente el lugar de ese vacío. Nada más por ahora. Estoy seguro que Nicolás responderá. Abrazo. R
Me alegra verlo por acá, estimado. Como verá no tenemos “masturbantes cibernéticos” (deben estar todos en el blog de Quintín, donde supongo no va a perder tiempo…)
Lo que tiene un “procedimiento asombroso” es su respuesta, porque de algún modo replica la estrategia del film aunque es usted proclive a separar sus facetas: ¿Me responde aquí como coguionista, como cineasta, como espectador? Entiendo que el film le “gustó”, pero preferiría que no hablemos en esos términos, incluso hablando de films ajenos. Tampoco hablemos de “mal” o “bien”…
Por supuesto que me he tomado La cordillera en serio (acaso más que sus favorecedores), y desde ya que “ofrece tela para cortar”: esa es su apuesta (me los imagino a usted y Mitre riéndose a lo Borges y Bioy, imaginando las discusiones absurdas que iban a generar entre quienes quisieran ponerle nombre propio a cada personaje).
Lo perezoso de mi parte ha sido, efectivamente, no deslindar lo del “significante vacío” en relación con “ciertas formas poéticas del cine moderno”: va por ahí la cosa más que por Laclau, pero como la película es sobre un presidente y no sobre un capomafia (digamos), me pareció que habilitaba tratar de relacionarlo. Pero no: una operación reaccionaria en política no puede ser una operación radical en un objeto poético. Las reglas no son tan distintas: ética y estética van juntas.
En ese sentido, la “antipolítica” de este film no difiere demasiado de La libertad de Alonso, por ejemplo (muestra canónica de significante vaciado, más que vacío). Si un objeto cinematográfico hace política con otros fines y con otros medios, no son disímiles como modos de intervención pública. Por eso mismo un film mainstream (como un político mainstream) puede tener más responsabilidades que otro, aunque estudiantes y presidentes digan igualmente “no”.
O sea (como la nota busca aclarar): No se trata de llamar “antipolítico” a un film por el solo hecho de que su protagonista sea un canalla, sino por los dispositivos y disposiciones en juego (que no solo son formales ya que incluyen el dinero invertido en esa campaña, como usted nos suele recordar). Por eso El ciudadano no es un film antipolítico (aunque su protagonista sea un canalla) y tantos otros si aunque sus héroes sean tenidos por tales…
El “gesto demagógico” no siempre es el final feliz, como aquí se demuestra: un presidente (argentino) no puede estar movido por ningún motivo virtuoso… Pero ese también es un error de cálculo en esos términos, porque se escapa lo que señalo con más énfasis: lo que falta a sus personajes es un contexto que vaya más allá de un mero decorado. Lo que falta son los lazos con grupos de interés, representados, presiones, etc, etc. Eso es literalmente antipolítico: no hay otros. Solo adversarios que juegan al poker y tienen las cartas marcadas.
Pero lo del “cadillac sin motor” era un elogio además de un lamento: lo era dicho por King sobre la adaptación de Kubrick de su propia novela. No hay que confundir una película grande con una gran película, como decía alguien en Revista de cine. Tampoco negar que Kubrick o Mitre saben filmar. Si no fuera así uno no se lamentaría por el literal derroche de talento.
De paso: mis respetos por sus palabras en la Lugones. En este tiempo de canallas, hasta “hacer lo que hay que hacer” se vuelve algo oscuro. El mal existe (en el alma humana…). Pero la política es, por suerte, otra cosa.
«Pero no: una operación reaccionaria en política no puede ser una operación radical en un objeto poético. Las reglas no son tan distintas: ética y estética van juntas»: Macanas. No me chupo el dedo; cualquiera sabe eso. Van juntas, son lo mismo, pero el objeto poético subvierte las prioridades: He ahí su ética. Lo que quiero decir es que del mismo modo en que es peligroso aplicar procedimientos poéticos para juzgar las acciones del poder (que es lo que los kirchneristas más ingenuos hicieron y siguen haciendo), tampoco es válido analizar los objetos poéticos con los cuidados que se precisan para interpelar al poder. La poética construye su propia ética, Prividera, y es ahí donde nunca habremos de ponernos de acuerdo. Quiero decir: La modernidad cinematográfica se ha ocupado de vaciar significantes en los últimos ochenta años, y no considero que pueda atribuirseles a esos juegos la irrupción en la política argentina de un imbécil como Macri.
El objeto poético no subvierte las prioridades: hay un mundo material (no hace falta ser George Harrison o el citado Marx para sentirlo bajo los pies), más allá de la “autonomía relativa” del campo artístico. Lo que no significa caer en ese marxismo vulgar sino todo lo contrario: asumir que “es válido analizar los objetos poéticos con los cuidados que se precisan para interpelar al poder”, porque el campo del arte está tan atravesado por el poder como cualquier otro. Del mismo modo, “aplicar procedimientos poéticos para juzgar las acciones del poder” es en buena medida lo que recomendaba Walter Benjamin cuando decía que no hay que estetizar la política sino politizar la estética.
La(s) poética(s) quiere(n), como cualquier poder creador, construir su propia ética. Pero por suerte todavía somos kantianos y no podemos vivir sin algún imperativo categórico que no nos haga matarnos entre nosotros o no querer imponer poéticas oficiales (para eso está el mercado…).
El modernismo no se ha ocupado de vaciar significantes: los ha poblado más que nunca en el siglo XX. Es la posmodernidad la que desea un mundo de significantes vacíos sobre los cuales (dejar al mercado) operar.
La irrupción de un tiempo político no tiene que ver con lo que el cine haya o no dejado de hacer, pero eso no le quita la responsabilidad de hacer algo ante eso. El NCA hizo algo con el menemismo, que acompañó su irrupción, y ahora parece que va a terminar con el macrismo, que acompaña su disolución.
Hay cineastas que acompañan de modo inconsciente, y otros de los que uno espera sean más autorreflexivos, es decir, críticos. Porque no es todo lo mismo, ni en el cine ni en la política.
(Dicho esto, no sé qué es lo que los kirchneristas hicieron y siguen haciendo, porque reducir esta discusión a esa grieta es tan absurdo como discutir si Blanco es Macri o Scioli).
Y otra cosa: Hasta donde yo entendí, el Presidente que aparece en «La cordillera» dice «Sí»
Como siempre, dice una cosa y la otra, como para que el espectador (o el autor) elija lo que mejor le venga. De todos modos no dice «si», solo levanta la manito. Lo que dice antes es «no» (como le mandan), pero incluso antes en un momernto (hasta donde yo entendí, sin leer el guión) dice algo así como «que linda palabra es ´no`»: Roque reloaded. Pero sin la supuesta ambiguedad de estudiante.
«A ver si divertimos un poco a los giles que no tienen nada que hacer y se dedican a escribir comments»…
Indudablemente no es que no tenga nada que hacer, sí me interesa dejar comentarios en sitios como éste porque es la única oportunidad que tenemos algunos giles de interactuar con críticos y/o realizadores respetados que ocupan espacios autorizados de discusión.
Esta vez lo hago sólo para agradecerle a NP su estimulante análisis y para manifestar mi sorpresa ante el comentario de Llinás sobre «el rudimentario auditorio de los blogs». Es curioso que alguien que levanta las banderas de un cine independiente descrea del valor de estos espacios de escritura, poco o nada sujetos a mandatos mediáticos, razonamientos mercantilistas o intereses institucionales.
Saludos.
Además ya no es un blog, es una página, Casi una revista de cine, je
Pido disculpas al caballero que se sintió ofendido; no todos tienen sus buenos modales.
En cuanto a vos, Prividera, tu respuesta es una caja de bombones para disentir. ¡Cada frase invita a la objeción, como en esos juicios que aparecen en las películas norteamericanas! Cito, al azar, una: «el campo del arte está tan atravesado por el poder como cualquier otro.» ¡No sé, che! Y tu interpretación de la frase de Benjamin ¡Tampoco creo que quisiera decir eso! En fin: Lo bueno de tus escritos es que están llenos de ideas; lo malo es que me parecen todas equivocas. También podría formularse al revés: Creo que tus ideas son todas equivocadas, pero disfruto de que esas ideas existan.
Aún así, insisto en que tu lealtad a un público borrascosamente kirchnerista, obtenido en tus días heroicos de atacar a «El Estudiante», te lleva a tratar a «La Cordillera» con injusticia. Sólo así me explico que te resistas a considerarlo un film que interpela, de un modo oblicuo y desafiante, a su territorio y a su tiempo.
“Cada frase invita a la objeción”, pero esta nunca se formula. No alcanza con decir “¡No sé, che!”. Al menos si se espera una respuesta que no se igualmente breve y escéptica. Pero tampoco puedo hacer mucho si lo que usted elige creer es que el discurso sobre el poder solo vale para las cumbres presidenciales.
Lo que no voy a aceptar de ninguna manera es lo de la “lealtad a un público borrascosamente kirchnerista”, una macarteada digna de Quintín indigna de usted. Lo irónico no es solo que la acusación de tribunero sea tribunera, sino que “borrascosamente kirchnerista” es la penosa consideración que Quintín tiene para la película! Por lo demás, yo no obtengo lealtades por escribir (curiosa denuncia para quien no creé en el poder en el arte). Y en todo caso no vendrían de los “kirchneristas”, muchos de los cuales adoraron El estudiante (¿no leé a los amigos de la revista Crisis?). Pero yo no ataqué esa película, como no ataco esta (ese lenguaje bélico se lo dejo a los belicosos: La crítica es otra cosa, aunque también se jueguen cuestiones de poder y bajadas de copete). Lo que hago es no leerla como sus autores pretenden que sea leída (aunque en este caso los traiciona su propia ambigüedad). Es decir: no veo cómo es que el film “interpela, de un modo oblicuo y desafiante, a su territorio y a su tiempo”. En la enunciación está la respuesta: si es oblícuo no es desafiante. Más bien podría decirse que es un poco cobarde (porque deja contento a todo el mundo, salvo a ese público con daño cerebral que no puede ver por encima de su tarro de pochoclo).
En fin: dejemos de lado las vaguedades, el macartismo, y las hipérboles. Decir que mis ideas están “todas equivocadas” es un ademán para no contestar ninguna. O sea: entrar a la cancha para llevarse la pelota, o tirarla afuera… Eso sí es poco elegante.
Lo demás lo respondo debajo de su otro comentario, aunque todo está relacionado…
Prividera. Acá Mitre. Coincido con mi amigo Llinas en que el texto es meticuloso y eso siempre se agradece… aunque también lamento ciertas frases poco elegantes, y lo tendencioso del copete. Lo mismo te diría a vos Llinás, en relación a la última acusación que le lanzas a Prividera de estar escribiendo para un hipotética tribuna Kirchnerista. Acá me ven, haciendo de arbitro. No suelo participar de polémicas, menos aún con cosas mías, así que esta no será la excepción.
Abrazos a ambos.
Estimado Santiago: el copete está circunscripto al texto de Prividera y el funcionamiento que tiene el concepto de Laclau en el análisis que él ejeerce sobre el film. Creo que él intenta debilitar el blindaje que supone su texto. No sé por qué lo leen (vos y Mariano) como tendencioso; está pegado al texto, no al film. En su momento, cuando escribí en Cannes sobre La cordillera, di mi parecer sobre cómo funcionaba el film y su relación con el presente, algo que he repetido en la nota con Darín y también posteriormente en una suerte de entrevista que se publicó el domingo 20 en La Nación. El jueves pasado, además, di una conferencia ante 200 estudiantes en la UNC y volví sobre La cordillera y su forma de entablar su vínculo con el presente. Espero haber sido más preciso en esta ocasión. Lejos estoy yo de chicanas y mala leche. Soy un apasionado de la razón, lo que implica saber que la razón no me pertenece. Saludos. R
Ahí he reescrito, para evitar suspicacias y confusiones, lo que quise escribir en el copete. R
Perdonen que no tenga hoy tiempo de contestar, espero retomar mañana todas las objeciones que me hacen. Pero no quería dejar de saludar a Mitre. Se agradece que se haya tomado la molestia de leer estas vagas líneas sobre su trabajo. Lamento que algunas frases hayan resultado poco elegantes, uno no siempre puede ser sutil en el juego. Pero yo no escribo para ninguna tribuna, y menos una que excluya a los autores, sobre todo a los que respeto. Entiendo que si se avienen a dejar sus comentarios así lo entienden. De todos modos, siguiendo la metáfora futbolera, creo que se puede jugar en toda la cancha, pero no se puede hacer goles en los dos arcos… Esa es mi mayor objeción ante la película, que espero profundizar a la luz de las críticas a la crítica. Dicho esto, no entiendo qué es lo tendencioso del copete de Roger, que no hace más que resumir por donde vienen los tiros. Necesitamos más películas que nos hagan pensar y discutir ideas, sobre todo en estos tiempos oscuros y denigrantes. Abrazo.
Roger, tu copete es más polémico que el Viejo de la Lugones.
Mariano, lo acabo de enmendar, y entiendo que así es más justo respecto de lo que quise escribir. Aún así, la comparación es absolutamente inconmensurable.
Pero, ya que estamos, ¿por qué crees que así era?
Sería bueno que se explicara en que consiste lo «polémico» del copete, es decir, entrar en la polémica o desestimarla con algo más que reducirla a un abusado adjetivo. (De paso: el viejo de la Lugones no es polémico: siempre estuvo ahí, solo que ahora se siente empoderado.)
Conozco y admiro la obra de Mariano Llinás, lo que no sabía es que tiene a Dios agarrado de las bolas. Bienvenido de todas maneras el debate sobre todo cuando tan notables personajes participan
Sin nada que hacer: no entiendo muy bien qué quiere decir usted con su notable concepto teológico. Saludos. R
Lo que yo quiero decir cuando hablo del auditorio de Prividera es que siento que estos intercambios serían más interesantes si no tuvieran que resolverse forzosamente en un juicio de valor binario sobre el film en cuestión. Si simplemente se pudiera discutir el film sin tener que aclarar si es “bueno” o “malo”, o si es “político” o no, o ese tipo de conclusiones. Fíjense que la mayoría de las objeciones con respecto a “La cordillera” (más allá de las grandes multitudes que simplemente se aburren) tienen que ver con ese horror a la indeterminación. Hay quienes se quejan de que “no se sabe” si es un film de tensión política o un film fantástico; los hay que protestan porque no se sabe si es, como dice Prividera, Macri o Scioli (con todo respeto, siento que al lado de ambos nuestro Blanco es Wittgenstein), pero en todo caso se manifiesta esa elusión como un defecto. El mismo objeto es acusado indistintamente de una u otra cosa de acuerdo con los afanes de quien escriba la crítica. Lo que yo sostengo es que esa indeterminación voluntaria (tanto de género cuanto de identificación con la política contingente) constituye un gesto político acabado. En tiempos de histérica idiotez, donde se ejerce una farsesca batalla discursiva entre fanáticos como el Viejo de la Lugones o Quintín por un lado, y los Bolu-K que escriben en Facebook por el otro, la afirmación de un objeto opaco y desobediente ante esas rivalidades de conventillo me resulta más valiente que cualquier aclaración complaciente. Prividera, en cambio, alterna momentos de reflexión con otros en donde parece escuchar a su tribuna de bolu-K que, al grito de “Y pegue Nico pegue!” se solazan con ese lugar de justiciero setentista que han elegido para él. Prividera, en esos momentos, elige un lugar simétrico al de sus enemigos, los viejos periodistas de El Amante devenidos furiosos macristas. Y debo decir que, en ese sentido, he de hacer un homenaje a mis amigos trostkistas: Son todos lo mismo.
Como diría Leonard Cohen: Hay una guerra entre los que creen que hay una guerra y los que creen que no la hay.
He intentado caracterizar la indeterminación como algo positivo, tanto en lo que escribí en mayo, como también en lo que respondí unas dos semanas atrás al diario que lleva el nombre del director y que nada tiene que ver con él. Mi lectura negativa -si se quiere- recaía en la inclusión metafísica del mal en el contexto del film, algo que expliqué en su momento.
Pero este comentario es una intromisión. Le respondés a Mitre sobre Privideram, no a mí, y me parece bien.
Igual agrego algo: no son todos iguales, como tampoco lo son los trostkistas. Los matices y las diferencias estimulan la inteligencia; el resto es instar a la violencia simbólica general que encabezan muchos de los que nombrás.
Saludos.
R
Empecé esta conversación diciendo, precisamente, que no quería mantenerla en términos de “bien” o “mal”… Pero ese binarismo no tiene nada que ver con decir que un film es “político” o no: la política es algo que está más allá del binarismo, aunque a veces juegue con eso (como asumía el citado Laclau). Empezando porque no hay nada fuera de lo político, salvo un estado de naturaleza puramente ideal.
El problema de “La cordillera”, como ya dije en la nota, no es su indeterminación: todo en ella está determinado, salvo (y no casualmente) las identidades políticas. Y ahí acaso hay miedo, más que cobardía: a quedar pegados a una tradición, a no contentar a todos, a –en definitiva- ser atacada más que por su vaguedad. Como si temiera convertirse en una película de Oliver Stone o Héctor Olivera (como si Olivera o Stone no hubieran hecho alguna buena), o como si toda referencialidad fuera empobrecedora y no enriquecedora (algo que Hollywood vive desmintiendo, desde El joven Lincoln de Ford hasta el viejo Lincoln de Spielberg, por solo nombrar dos lados de un mismo arco).
O sea: si “el mismo objeto es acusado indistintamente de una u otra cosa de acuerdo con los afanes de quien escriba la crítica” es justamente porque la “indeterminación voluntaria” de la película lo avala. Pero la identificación política nunca es contingente, responde a tradiciones. Y eso es lo que la película borra: no es solo el partido al que pertenece Blanco, sino su misma existencia como tal. No hay partidos (ni alianzas) en La cordillera, y todo se reduce a ver quien la tiene más larga.
Entonces, no se trata de un “objeto opaco y desobediente”: al ser opaco es obediente. Responde a la misma necesidad de marketing que su protagonista: ser un blanco al que todos (se) puedan apuntar. Valiente hubiera sido jugarse. Porque al final de todos modos va a tener razón Quintín: en diez, veinte o treinta años, cuando alguien quiera hacer una lectura política del cine argentino del período, La cordillera va a ser un film inevitablemente macrista, para bien o mal. Es decir: será visto como crítico de su tiempo o como complaciente con él.
No es lo mismo decir “no” siendo un héroe o un canalla, como sabía Brecht. El “son todos lo mismo” tarde o temprano se cae, y hasta los Blancos tienen que mostrar su juego.
Che, Prividera, ¿Vamos juntos a la charla de Quintín y Campanella?
Esa la veo más para el viejo de la Lugones…
Al final la Gran Película Argentina pareciera ser la de un taxidermista epiléptico que escucha música clásica y sueña con robar bancos, con razón nos gobernaron tantos años Eliseo Subiela y Marcelo Piñeiro.
Deberríamos preferir la de un muchacho del conurbano que falsifica billetes de 20 pesos? Nos fue mejor bajo el mandato de Alonso y Trapero?
Al final la gran película argentina va a ser una del siglo XVIII, parece… La esperamos con los ojos bien abiertos.
¿Qué quiere decir «bajo el mandato de Alonso y Trapero»? ¿A quién mandan? ¿A quién «gobernaron» Subiela y Piñeiro? ¿Qué tipo de objetivo es «la Gran Película Argentina»? ¿Están locos? ¡Son simplemente unos individuos que hacen películas! ¿No les parece que ya es hora de aflojar con ese tipo de categorías fascistas? Están convirtiendo a las películas en una mercancía para ser discutida como si fuera una tómbola por los tipos que escriben en internet, desvergonzadamente, lo primero que se les pasa por la cabeza.
Curioso que alguien que hace hablar al presidente con el diablo no entienda de metáforas.
El lenguaje es fascista, decía alguien. Pero las categorías son inevitables. ¿O tampoco leyó “Funes, el memorioso”?
De hecho “individuo” es una categpría más. Y ningún hombre es una isla… Pero dejémonos de citas. Usted no hace más que tirar la pelota afuera, o hacernos volver sobre cosas que a esta altura solo los dogmáticos no discuten: el poder, lo político, etc. Todas categorías culturales, que tocan al cine como a cualquier otra dimensión humana. Hablando de eso: ¿oyó hablar de “el fetichismo de la mercancía”? Se aplica justamente a la negación de entender los mecanismos de producción (de las cosas o las subjetividades).
Lo que no quita que haya individuos que solo quieran hacer películas, y no discutir sobre cine ni sobre nada más: me atrevería a decir que son la mayoría. Y que usted no está entre ellos, aunque haga el esfuerzo.
Bueno, che, lo de «gobernar» era un juego de palabras en relación a la taquilla y el punto de equilibrio que de repente tanto preocupa a los críticos. Solo me llama la atención el consenso alrededor de El aura. Por otro lado, las palabras modernidad e industria no deberían ir juntas desde 1941 en adelante. Lindo leerlos a esta hora.
Las palabras modernidad y cine independiente tampoco van necesariamente juntas, al menos desde los 90. Y hablo de todo el mundo. Demonizar o angelizar la industria o la independencia es una de esas falsas dicotomías quie no nos permiten ver la complejidad del campo.
De hecho, volviendo al asunto que nos reune, El estudiante y La cordillera tienen numerosos puntos en común, más allá de los seis milllones de diferencia. Y si algo se le críticó a El estudiante fue esa pretenciómn independiente cuando bien podía haber sido una película completamente industriosa, como lo demuestra ahora La cordillera. Pero el problema de base (que aquí discutimos) no tiene que ver con su forma de producción: eso apenas lo hace más evidente.
Me importa un rábano la taquilla, excepto cuando algunos críticos y en concordancia con los funcionarios de muchos gobiernos sostienen que un film visto por 200 personas no merece ser financiado.
No vi La cordillera. Aún no la dan en el Gaumont único cine que mi nula economía me permite ir, aparte de la reabierta Lugones, eso sí, pasando antes x cartelera). Tampoco tenía interés hasta este debate ( sería largo y excesivamente personal describir por qué, ya que El Estudiante – con todas lao objeciones que le hago, me parece una película muy interesante x discutible, y Los posibles, en mi parecer, me parece hast, lo mejor que hizo Santiago Mitre ( y era una película nada ambiguamente política- ya se Nicolás, no hay pelicula que no lo sea). Los ecos del delirio quntiniano de que la mayoría de los críticos » no pueden ver que sea una película kirchnerista» – no imagino a Llinás ni a Mitre ni remotamente haciendo tal cosa-, además de hacerme reir me dieron ganas de verla, amén de un tuit de Jorge Rial! quien con la mala leche acostumbrada pedía un Cordillera dos donde seguro iba a encontrar el final de la uno, o algo así.
Pero lo que si celebro, mas allá de la chicanas de costumbre, que a veces se pasan en munición gruesa- no en este caso- es la tradición polemista de Prividera y Llinás donde hay debate de ideas ( o de la ausencia de ellas en otras críticas) Y digo Polémica CON MAYUSCULA, en estos tiempos oscuros y aciagos. Imagino sin haber visto la película que la verdadera Cumbre se juega sin ambigüedades Aquí. Y además me sumo a la felicitación de NP a Llinás por su actitud en la sala Lugones en ocasión de la semana del cine francés, por hacer lo que hay que hacer ( no estuve, me lo contó una asidua espectadora de la sala con quien comparto esta semana la felicidad fassbinderiana de ver Ocho horas no hacen un día ). La actitud de Llinás es un hecho que lo honra, Y el viejo de la Lugones lo vi, lamentablemente multiplicado en varios espectadores no del todo viejos, de La farsa de los ausente, ante el pediodo de Fanego y del elenco entero x la Aparición con vida de Santiago Maldonado después del saludo final.. No era la mayoría del público pero no eran pocos los indignados “por politizar una función de teatro que pagado x sus impuestos” ( sic un espectador que se retiro putendo con su señora y su hija).. Los mismos que había aplaudido DE PIE una interpretación bien política ´- y no derecha precisamente-. De una obra de Arlt, un segundo antes de que Fanego Hiciera el pedido que todo ser humano! En fin, sin más que agregar hasta que vea la película, los saluda un joven viejo pasolinianamente escindido entre la razón y las entrañas en este tiempo de canallas.
Yo sí vi La cordillera y coincido en líneas generales con Prividera: tengo la sensación -reiterada en los tres filmes de Mitre- de un ampulosidad de la forma que envuelve un centro insustancial o, en todo caso, obvio. El estudiante me pareció un film valioso, al menos en el sentido de que se atrevía a cuestionar ciertos lugares comunes en torno de la política universitaria y de la militancia juvenil en particular, y aunque lo encontré también excesivamente pomposo, creo que es en general un film muy interesante en su contexto. La patota me resultó en general una película fallida, con algunos buenos pasajes, pero excesivamente explicitada desde esa escena inicial en la que todas las cartas del juego se muestran sobre la mesa. Pero aún así, en las dos primeras creí advertir una búsqueda personal valiosa de Mitre, como cineasta que se hacía preguntas no evidentes, más allá de ciertas soluciones bastante planas para mi gusto. Pero este film me resultó francamente decepcionante, no encuentro en él nada personal ni nada valioso en términos cinematográficos y me parece también que esa pendulación entre Marx y los fantasmas -que llevan indirectamente a Freud mediante la hipnosis y el inconsciente- es una cáscara lustrosa para un fruto sin carne y sin carozo. Para mi, no hay aquí dos películas como algunos comentarios señalan, hay una maniobra ampulosa que anuncia una revelación y que sólo conduce a una trivialidad de mesa de café. Un presidente argentino corrupto que se vende al gobierno norteamericano y que para llegar a la cima ha asesinado y traicionado a sus amigos… ¿Hace falta una película tan «sugestiva» para un enunciado tan pobre?
Saludos
Hola, no suele ser bastante de mi agrado el sitio.
Sin embargo, cuando se dan estas discusiones me interesa mucho poder leerlas. Lo hice con atención.
Me interesa nada más aportar esta cita de Truffaut al momento de referirse a Jean Cocteau en “Las películas de mi vida” ya que el hilo de la conversación -por alguna razón- me la recordó.
“Cocteau, por el contrario, estaba en todas partes, le interesaba todo, ayudaba en todo y a todo el mundo. ¿Debemos pensar que eso restaba valor a sus opiniones? No lo creo así, ya que sus eslogan, escritos o hablados, tenían tal precisión poética que más que una descripción constituían una verdadera antropométrica de la obra o del artista al que había decidido apoyar.
Sabía muy bien que entre la gente que le pedía ayuda había un porcentaje de falsos talentos, pero estoy seguro que pensaba: ‘El más mediocre de los artistas vale lo que el mejor espectador’. Él, que siempre se exponía, había elegido sistemáticamente el partido de los que lo hacen.”