LA DIGNIDAD DE LO IMPRODUCTIVO
Por Roger Koza
El lenguaje habla por sí mismo. Más allá del usuario, que cree elegir todas las palabras y ser su amo, una palabra ordena lo que éste mira, escucha y siente. Creemos elegir las palabras, pero a veces nos eligen a nosotros, o, para ser más precisos, en ellas, involuntariamente, somos.
Las palabras tienen historia. Ciertos términos viven su esplendor, algunos se imponen en el intercambio cotidiano y otros mueren, descansan en un anonimato que sólo desconoce el filólogo y el lingüista.
Hay un concepto ubicuo, listo para ser usado por cualquiera de nosotros y definir prácticamente todo, una palabra epocal que encierra nuestro modo generalizado de estar en el mundo: ¿qué son nuestras vidas sino una pasión por producir? Nos encanta usar la palabra “producción” en cuestiones de belleza y en situaciones de estancamiento económico: una mujer se produce, un ministerio de economía anuncia una revolución productiva. Pero el uso del término no se reduce a los destinos de la libido y la obtención de riquezas. Los académicos también hablan de producción. Todo el tiempo escuchamos: producir discursos, textos, enunciados. Y si se trata de cine, existe una figura todopoderosa e histórica: el productor.
Sí, la producción es un imperativo colectivo, una determinación histórica. Quien no produce poco vale y tiene. El improductivo es un agente anómalo, acaso una fuerza de reserva, pero jamás podría hacer de su excepción una regla. Naturalizar la improductividad es una propuesta de locos.
Una provocación: “Si un gobierno decretara en pleno verano que las vacaciones son prolongadas indefinidamente y que, so pena de muerte, nadie debe abandonar el paraíso en que se encuentra, se producirían suicidios en masa y masacres sin precedentes”. La aseveración de Cioran podrá causar gracia o irritación, pero en su clarividencia cómica devela parte de un problema. ¿En qué consiste el tiempo dedicado a la improductividad? ¿Qué tiempo es ése en el que no se trabaja? Alguien dirá que sólo cuando dormimos abandonamos esta obsesión por un hacer infinito, pero también ahí la actividad no cesa: el inconsciente produce sueños y posteriormente, ya sea en un diván o en un cuaderno de notas, viene el tiempo de la elaboración. La interpretación es también una forma de trabajo y una modalidad de producción.
Un modo simpático de hablar sobre lo improductivo es nombrarlo a través del vocablo que, como suele decirse, es etimológicamente lo contrario del negocio: el ocio. Sustantivo positivo, siempre y cuando sea medido y racionalizado, el ocio es esencialmente tanto una forma de experiencia desligada de la producción como una operación subjetiva en la que el tiempo se extiende y se diluye sin culpa alguna.
A pesar de que el negocio del cine es capturar el tiempo ocioso de su público, el ocio en sí mismo no es justamente un tema reiterado. ¿Cómo filmar el paso del tiempo desentendiéndose de esa actividad que define a los hombres –la producción– y los conflictos que de ahí surgen?
El extraordinario cineasta chileno Raul Ruiz, en su libro Poética del cine, postulaba una “teoría del conflicto central”, una suerte de universal (histórico) que organiza la mayoría de las películas; a saber: “Una historia tiene lugar cuando alguien quiere algo y otro no quiere que lo obtenga. A partir de ese momento, a través de diferentes digresiones, todos los elementos de la historia se ordenan alrededor de ese conflicto central”. En 007 Operación Skyfall (2012) James Bond debe atrapar al demente interpretado por Javier Bardem: uno trabaja para sostener un orden, el otro desea el caos total. Se trata de un ejemplo elemental.
Ruiz identifica un problema en ese credo establecido que incluso excede al cine: “Afirmar de una historia que no puede existir sino en razón de un conflicto central nos obliga a eliminar todas aquellas otras que no incluyen ninguna confrontación, dejando de lado los acontecimientos a los que somos indiferentes o sólo despiertan en nosotros una vaga curiosidad –tales como un paisaje, una tormenta lejana o una cena entre amigos–, a menos que tales escenas encuadren dos combates entre buenos y malos”. Lo que indica Ruiz, precisamente, es que en el cine tampoco lo improductivo o el tiempo del ocio tiene un lugar privilegiado. El relato produce sentido, y sostener un film en la pasividad, registrar el mero estar sin ninguna promesa de evolución, es un camino rara vez transitado. Aparentemente, un paseo, una charla entre amigos mientras beben y cantan, el descanso de un personaje o de muchos personajes al lado del mar o en un bosque sólo pueden ser escenas de transición, no escenas centrales. Si define la naturaleza de una película, el ocio es una interdicción.
En Cosmópolis (2012), del genial David Cronenberg, el multimillonario interpretado por Robert Pattinson sólo tiene un objetivo: cortarse el pelo al otro lado de la ciudad. Eric Packer vive (en el film) prácticamente en su limusina. Como el presidente de Estados Unidos está en Manhattan, la seguridad callejera altera el tráfico normal. Su presencia provoca protestas y disturbios, la calle es un desorden. La velocidad del vehículo es mínima, y el film, prácticamente, transcurre en ese universo cerrado en movimiento, un símbolo preciso del poder del capital. Los asesores y colaboradores de Packer entran y salen de la limusina, también su médico y una amante. La limusina es un no lugar en el que se vive.
Los opuestos coinciden: Packer, en algún sentido, ha reducido a un insólito grado cero la lógica de la productividad. Su situación potencial es ociosa: gana millones (y hasta puede perder varios) sin hacer prácticamente nada. La abstracción de la riqueza alcanza aquí su máxima expresión. El millonario ya no hace su fortuna gracias al esfuerzo de súbditos desconocidos que producen mercancías para él; sus pocos colaboradores solamente multiplican las cifras de su fortuna desde una notebook y una tablet. Es el capitalismo abstracto y digital, en el que un millonario abstraído de todo acumula infinitamente.
Se podría creer que Erick Packer, es, entonces, dueño de su tiempo. En la ociosa productividad intrínseca a su modelo de riqueza, él podría cultivar un hedonismo absoluto. Pero en Cosmópolis hay una revelación: el ocio, al menos la condición de su ejercicio, el tiempo, ha sido convertido en medida de riqueza. Una misteriosa asesora de “Teoría”, interpretada por Samantha Morton, le trasmite las buenas nuevas al joven millonario: “Los números corren, el dinero crea el tiempo. Solía ser al revés, el reloj aceleró el triunfo del capitalismo… Porque el tiempo es un bien corporativo. Pertenece al sistema del libre mercado”. Es una tesis tan diabólica como verificable.
El gran director del ocio se llama Otar Iosseliani. En el documental sobre el director georgiano El mirlo silbador, de Julie Bertuccelli, la discípula de este maestro secreto del cine europeo radicado hace años en Francia le pregunta sobre uno de los tantos papelitos con frases cortas que están clavados en un pizarrón y que son fragmentos de diálogos y situaciones posibles de Jardines en otoño. El papel dice: “Lo contrario a un mirlo cantor”. Iosseliani responde: “Lo contrario del mirlo cantor es un tipo que trabaja todo el tiempo”.
El tema excluyente en toda la obra de Iosseliani es el ocio inteligente y libertario, una práctica estética y política a contramano de una sociedad global que legitima el trabajo como valor absoluto: beber, cantar, amar, cultivar la amistad, viajar, pintar son acciones subversivas frente a las coordenadas institucionales y simbólicas de un sistema de vida dominante donde la producción lo es todo. En sus películas los personajes están siempre dispuestos a la fuga, pues intuyen que el trabajo suele ser la piedra mítica que Sísifo empuja infinitamente sin redención alguna.
Jardines en otoño se circunscribe a contar la historia de Vincent, un inverosímil Ministro de Agricultura de Francia que un buen día es destituido de su puesto al mismo tiempo que su esposa lo abandona por un miembro de su gabinete. ¿Qué hacer si no se tiene que trabajar? Vivir, en un sentido que, lógicamente, excede lo biológico. A partir de esa premisa, Iosseliani ofrece unos 200 planos secuencia coreográficos donde personajes diversos (curas cristianos ortodoxos, refugiados africanos, artistas, funcionarios públicos, prostitutas, etc.) interactúan y atraviesan la nueva vida de Vincent. Nada en particular ocurre, más allá de que Vincent descubrirá su casa tomada, tendrá un accidente callejero y se reencontrará con amores pretéritos.
El legítimo heredero de Jacques Tati propone una perspectiva hedonista, que no confunde con el consumo. La riqueza espiritual deviene de un saber vivir, incompatible con esa pulsión por poseerlo todo y cronometrar la eficiencia del tiempo.
Este artículo fue publicado en diciembre de 2012 por la revista Quid
Roger Koza / Copyleft 2013
Muy buen texto Roger. Pero, en cuanto a cosmopolis, me queda la inquietud de si en realidad no se trata, paradójicamente, de la exasperación de la lógica del uso «eficaz» del tiempo en el capitalismo avanzado (y en mostrar eso en toda su obscenidad esta, creo, el genio de cronenberg), que no de un ocio como ejercicio libertario, lo cual sí está en Jardines en otoño.
Lo que intenté decir justamente es lo que decís vos: EP tiene todo el tiempo del mundo pero no es vivido como ocio sino como un tiempo que ya ni siquiera es percibido porque es capital. O algo así. Saludos. RK
Si sí. Entendido entonces. Saludos
TIEMPO ES ORO, S E DECIA EN LOS COMIENZOS DE LCAPITALISMO FINANCIERO