LA ÉPOCA INCONMENSURABLE
En el inicio de sus fundamentales Memorias de un revolucionario, Victor Serge escribe: “Aun desde antes de salir de la infancia, me parece que tuve, muy claro, este doble sentimiento que habría de dominarme durante toda la primera parte de mi vida: el de vivir en un mundo sin evasión posible donde el único remedio era luchar por una evasión imposible. Sentía una aversión mezclada de rabias de indignación hacia los hombres a los que veía instalarse en él cómodamente. ¿Cómo podían ignorar su cautiverio, cómo podían ignorar su iniquidad?”.
La cita revela una sensibilidad en sintonía con la de muchos otros hombres que, frente a una situación específica en la historia de un país, creyeron tener una oportunidad inédita para reinventar la distribución del poder e instituir un nuevo orden social. Sobre lo que sucedió finalmente con ese experimento social que marcó el siglo XX se ha dicho de todo. La legitimidad del gesto inicial y el deseo de emancipación colectiva no pueden desconocerse, del mismo modo que tampoco puede pasarse por alto que apenas unos 12 años después de la revolución la creación del Gulag viniera a institucionalizar abiertamente un sistema de campos de concentración ya en plena operación. Aún hoy, las experiencias de vida y muerte en los campos recogidas por ejemplo en los valientes y estremecedores Relatos de Kolymá, de Varlam Shalámov –autor cuya importancia solamente es equiparable a la de un Primo Levi–, no forman parte de la memoria colectiva. Las contradicciones de aquella experiencia social son complejas y desbordan la tradicional exégesis en donde la traición de la revolución se adjudica solamente a Stalin. (1)
El cine en Rusia empieza un poco más tarde que en otros países. Stenka Razin, la primera película realizada allí, se estrenó en 1908. Más allá de la recreación narrativa de una vieja canción folclórica que es el eje narrativo del film, lo más interesante consiste en un matiz indirecto que será determinante en el cine que se producirá por varias décadas en la Unión Soviética. ¿De qué se trata? Quien vea ese film inaugural podrá constatar que en todos sus planos el protagonismo es de un colectivo. Después de 1917, al menos en todas las películas canónicas de la Unión Soviética, el pueblo será el protagonista de los relatos, en contrapunto dialéctico en algunas ocasiones con las figuras de Lenin primero y Stalin después.
Oficialmente, el cine soviético como tal nace el 27 de agosto de 1919, cuando se nacionalizan las empresas relacionadas con la producción cinematográfica. En ese momento, Lenin firma el decreto “sobre la transferencia del comercio fotográfico y la industria a los Narkompros” y desde ahí el arte que según él era el que más interesaba al nuevo régimen político empezó su extraordinaria evolución; unos pocos años después, se estrenaron películas que fueron paradigmáticas del período: Aelita (1924), de Yakov Protazanov, La huelga (1925) y El acorazado Potemkin (1925), de Sergei Eisenstein, Por la ley (1926), de Lev Kuleshov, El abrigo (1926), de Grigori Kozintsev y Leonid Trauberg, El fin de San Petersburgo (1927), de Vsevolod Pudovkin y Mikhail Doller, Su imperio (1928), de Nutsa Gogoberidze y Mikhail Kalatozov, y El hombre de la cámara (1929), de Dziga Vertov.
En todos esos films era ostensible la fascinación por el movimiento, la experimentación con el montaje como forma de estimulación del pensamiento y la peculiar relación que se establecía entre la Historia y su representación. Si el cine estadounidense desde sus inicios reconstruyó una y otra vez el nacimiento de la nación democrática, que ya tenía más de 150 años, a partir de un modelo narrativo sobre el que erigió su clasicismo, sus pares soviéticos repetían ese gesto fundacional pero prácticamente al mismo tiempo que la nueva nación estaba consolidando su existencia (o lo que veían como la construcción de una nueva Humanidad). Legitimar un mito, periodizar sus victorias, evidenciar la rectitud y el sacrificio de sus líderes fue un imperativo del cine soviético en pos de propagar un nuevo orden en el tiempo. No se trataba solamente de mistificar un pasado demasiado reciente, sino de consolidar una revolución que alguna vez –hacía demasiado poco tiempo– parecía imposible. Mito y propaganda, relato y mensaje, celebración y pedagogía, en esas coordenadas simbólicas y también tecnológicas los cineastas revolucionarios trabajaron sobre un sistema variopinto de representación, e intuyeron que el poder de la persuasión y la incitación a la movilización residían en este arte también naciente. El cine y la revolución casi marchaban en paralelo.
En su magnífico libro The Red Atlantis. Communist Culture in the Abscence of Communism, Jim Hoberman decía que Octubre (1928) “era el equivalente soviético de la Capilla Sextina: la obra de un artista al que se le encarga representar el sagrado origen del universo”. Ese film de Eisenstein estrenado en 1928, a diez años de la toma del Palacio de Invierno, es un ejemplo sustantivo de la sofisticación formal del director y de cómo una película trabajaba a fondo sobre el imaginario revolucionario. La representación de un hecho reciente en la Historia necesitaba de un inmediato perfeccionamiento épico que reforzara la memoria y el sentido del presente.
Lo extraordinario del caso resulta la inmensa confianza que Eisenstein le adjudicaba a la potencia expresiva del cine, no subsumido aún a un cuento lineal ilustrado en imágenes. Es aquí donde el famoso montaje de atracciones (o intelectual) sustituye el concepto fuerte de argumento, del mismo modo que el colectivo como protagonista heroico sustituye al valiente solitario o al líder carismático que lleva adelante la proeza de la emancipación de todos. En efecto, la gloria siempre le pertenece al colectivo, y si bien Lenin, Trotski o el propio Nikolai Podvoiski (interpretándose a sí mismo) tienen una destacada presencia en algunas escenas, la fuerza dramática reside en la representación del pueblo.
El misterio de Octubre está en su prodigioso montaje. En Eisenstein un plano ya de por sí significa, pero a su vez se resignifica en el choque con otros precedentes y posteriores (lo que implica una diferencia del efecto Kuleshov, en el que el sentido está en la asociación, y también del extraordinario sistema de montaje a distancia de Artavazd Pelechian). En esa forma de distribución de imágenes, bastante barroca pero excitante, se cree estimular las conciencias de los espectadores. Un buen ejemplo es la secuencia yuxtapuesta en la que los planos de las iglesias ortodoxas vistas en picado, seguido por planos cortos sobre distintos íconos religiosos, entre los que se incluyen, además, figuras religiosas de la China milenaria: instante sublime en el que se puede verificar la confianza del cineasta en los presuntos efectos de sus imágenes. ¿Qué se debe ver? La falsedad de la religión, una superstición universal. A este fulgor formalista le caerá la sospecha de ininteligibilidad una vez que Stalin decrete el realismo socialista como estética, pues no todos los destinatarios parecían cómodos frente a ese esplendor visual.
Entre fines de la década del ‘20 y mitad de la siguiente, el cine soviético rebasa sus propias expectativas propagandistas. Nunca deja de ser eficiente al respecto, pero siempre hay una dimensión estética que lo excede. Películas como Tierra (1930), de Aleksandr Dovzhenko, Sal para Svanetia (1930), de Kalatozov, y Felicidad (1936), de Aleksandr Medvedkin, no dejan de alabar el nuevo sistema del mundo, en el que el atraso tecnológico y social que ha hecho estragos en los hombres parece superarse, pero más allá de solventar esa interpretación necesaria, en ninguno de los casos se desestima hallar una forma sensible mediante la cual se pueda hacer sentir la interacción de la naturaleza con los hombres. Las formas de registro de los animales, las flores y el espacio abismal de la geografía de la región ocupan una deliberada atención por parte de los cineastas, quienes asimismo idolatran de inmediato la aparición de nuevos prodigios tecnológicos, como si se tratara de encarnaciones de entes libertarios. Los tractores y los trenes adquieren una insólita hermosura poética en este período.
Con el realismo socialista llegaron los géneros, la censura sistemática y una cierta normalización general de la forma cinematográfica. Es un período con muchas películas olvidables, otras atendibles, algunas delirantes y pocas admirables. El sentido homenaje mistificador que Vertov le dispensa al líder de la flamante dictadura del proletariado en Tres cantos para Lenin (1934), cuya primera canción revela los efectos revolucionarios y liberadores en la vida de las mujeres (algo que se puede ver también en muchas películas soviéticas, incluso tardías, como Sin temor, de 1972, dirigida por Ali Khamraev), es tímido y circunspecto comparado con las películas que protagonizó el actor georgiano Mikheil Gelovani interpretando a Stalin, las cuales solían divinizar la figura paterna del dictador en relatos que robustecían la monumentalidad del régimen y la pureza de su líder. Películas como El hombre con el rifle (1938), El juramento (1946) o La caída de Berlín (1950) son tan irrisorias como fascinantes en el modo que representan a Stalin. El cine era el suplemento ideológico del orden simbólico que también se enhebraba como una ficción, un relato absoluto que tenía un telos impostergable. Ya no se trataba para ese entonces de propaganda; más bien, la operación consistía en intensificar sistemáticamente la ficción constitutiva del poder y sus diversas formas de representación.
No existe ninguna película más eficiente para entender y desmontar la puesta en escena total del régimen soviético en sus ya consolidados años ‘50 y ‘60 que la magistral Revue (2008), de Sergei Loznitsa, donde el director ucraniano trabaja sobre materiales de archivo diversos (programas de televisión, noticieros, películas generales y de propaganda) para componer un mosaico fabuloso de situaciones de época.
Lo que sucede en esta pieza lúcida e incisiva es que se pueden entrever el funcionamiento de una mentalidad (ya pretérita) y también los modos de constitución de esta: la felicidad era una disposición de ánimo colectiva garantizada por un Estado, un padre uniformado cuidaba de todo y una pedagogía disciplinaba a los participantes para ser uno entre otros en esta especie de cuerpo místico comunista. Cualquiera sea la posición ideológica que se tenga frente a esa experiencia que empezó en 1917, el film de Loznitsa transmite una forma de vida que transcurrió en otro mundo, como si se tratara de fragmentos audiovisuales hallados en una expedición a un planeta desconocido.
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1: La equiparación de los escritos de Levi y Shalámov no debería llevar a una conclusión falaz en la que se hacen equivalentes el gesto fundacional de la revolución rusa y el proyecto del nazismo; ambos proyectos son originariamente antitéticos, más allá del fracaso del proyecto de emancipación que se consolidó en 1917 y fue perdiendo paulatinamente el sentido inicial de ese inesperado acontecimiento histórico.
*Este texto fue comisionado por Revista Ñ; esta versión apenas difiere de la que se publicó en el mes de mayo de 2017.
*Fotogramas: Sal para Svanetia (encabezado); Octubre.
Roger Koza / Copyleft 2017
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