LA INTENSA VIDA DE LOS DESAFORTUNADOS: UN DIÁLOGO CON ARTURO RIPSTEIN
Por Roger Koza
El cine de Arturo Ripstein es una anomalía en la cultura cinematográfica de nuestro tiempo. ¿A quién le puede interesar mirar y estar junto a personajes cuya suerte nunca está de su lado? Frente a la cultura del éxito como virtud espiritual apodíctica, los malogrados de Ripstein son creaturas que en el imaginario vigente constituyen la comunidad del espanto. Las prostitutas, los travestis, los jugadores, los endemoniados y tantos otras figuras de la decadencia pertenecen a una representación del mundo que se prefiere apartar e ignorar.
En cierta medida, las películas del director de La calle de la amargura están pobladas por todos los que quedan en el fuera de campo del cine oficial. Tal vez se trate del gran contracampo de un victorioso cine de la felicidad. Sucede que la distracción en un film de Ripstein es imposible, y escaparse de él tampoco. Los espectadores permanecen encerrados en el misterioso magnetismo de sus películas, prisioneros como pasaba con toda la familia de El castillo de la pureza, una de sus tantas películas memorables. ¿Cuál es el secreto de Ripstein? ¿Por qué sus películas tienen algo que sus muchos imitadores y meros epígonos jamás consiguen incorporar a sus relatos?
La clave del cine del director mexicano más importante en décadas es que sus películas conjuran la mentira y la impostura. Hay una intensidad detectable en todas ellas que poco tiene que ver con una cierta tendencia del cine de su país a lo pusilánime: los personajes están vivos y si bien pueden ser vencidos por la desgracia, a esa instancia llegan con una dignidad y una entereza casi imperceptibles que desunen el pesimismo del cinismo. Además, Ripstein, cuyos mundos sombríos no rehúyen del humor, siempre dispensa una cierta dosis de amabilidad a sus personajes. Los respeta, los quiere, él está con ellos en el hundimiento y los filma hasta el último aliento.
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Roger Koza: En su extensa filmografía, se ha concentrado casi siempre en el malestar y lo desagradable sin renunciar no obstante al humor, en la mayoría de los casos. Los perdedores o los marginales pueblan sus películas. ¿A qué se debe esta elección temática transversal? Por otra parte, la infelicidad o la amargura no suelen ser los temas predilectos del gran público.
Arturo Ripstein: Creo que lo que le interesa ver al público en el cine es muy discutible; ya ha cambiado tanto con el tiempo que es difícil ponerle parámetros. Cuando era un jovencito cineasta, o más bien un aprendiz de cineasta, las mejores películas eran las películas comerciales. No existía una dicotomía entre un cine de estrenos y otro que era el mejor. Al cineclub se iba a ver películas viejas que no se exhibían en el momento; se trataba de conocer la historia del cine, ya que no existía el video o el DVD, y tampoco se pasaban las películas por televisión. Kurosawa, Ford, Fellini se estrenaban; no era cine raro o más bien era también parte del cine que le gustaba al público. Era una época en la que había alternativas. Uno podía optar por ver la última de Bresson, Hawks o Truffaut.
RK: ¿Por qué cree que esta situación cambió?
AR: Poco después, el cine de Estados Unidos empezó a devorar todo. En aquel entonces, que todo se politizada, se llama penetración cultural. Ahora se llama libre mercado. Y hoy todo eso no tiene nada de pecaminoso, como sí lo tenía entonces. Desde entonces se constituyeron dos bandos: los que querían ver un cine de cierta ambición y calidad y otro que quería ver un cine de entretenimiento. El resultado es que empezaron a variar enormemente los gustos. Chabrol fue un cineasta de todos y un día se convirtió en un cineasta de elitistas. Yo fui testigo de que había cola para ir a ver una película de Bergman. ¡Berg-man, no Bat-man! Lo que los gringos hacen genialmente es no solamente convencer a todos de que ellos hacen el mejor cine –una de las grandes falacias–, sino también de que es ese el único cine posible.
RK: Es decir que, en el inicio de su carrera, el tipo de cine que usted hacía era esencialmente popular, incluso cuando el malestar se repetía en sus relatos.
AR: Como yo me acostumbré a que las películas comerciales eran las de Dreyer, empecé a filmar y a hablar de las cosas que realmente me importaban. Usted lo dice con cierta sutileza al invocar el término “malestar”. El desagrado y el disgusto es lo que me parecía interesante. No es ciertamente lo único ni lo más grato. Lo desagradable suele ser interesante cuando le pasa a los demás. Pero era ese universo el que me interesaba. Los temas ya estaban entonces engranados; el camino que iba a recorrer y que de hecho intenté recorrer; casi siempre sin éxito, y no me refiero al éxito comercial, sino al resultado final. Acaso mis películas son desagradables, pero me hubiera gustado que fueran infinitamente más desagradables.
RK: El malestar, como usted suele retratarlo, parece inconexo de la realidad social circundante. El tiempo histórico suele ser difuso, como si usted asumiera una determinación de la posición y las circunstancias de sus personajes. Por ejemplo, en su penúltimo film, Las razones del corazón, los personajes viven encerrados en un departamento y el espectador desconoce lo que está sucediendo en México. Dicho en otras palabras: ¿en dónde sitúa usted el malestar?
AR: Exactamente en donde usted lo sitúa. A mi me tocó ser parte de una generación de cineastas de puño cerrado y en alto en donde se decía que se podía utilizar la cámara como un arma. Llegué muy rápido a una conclusión: solamente se podía utilizar la cámara como un arma cuando la tomaba y le pegaba en la cabeza a alguien. De otro modo, esta suposición era enormemente trivial. Esto incluye tanto al cine antropológico como al cine político. Ninguna de esas películas tuvo alguna utilidad; las películas pueden haber sido mejores o peores. A esta altura, La hora de los hornos, de mi muy querido amigo Pino Solanas, puede ser una gran película, o una lamentable película, pero es un film que no movió nada. Los movimientos sociales siempre me parecieron movimientos de políticos, sociólogos, antropólogos. Jamás pretendí que mis películas fueran políticas o sociales o antropológicamente válidas. Eran películas que contaban un cuento. Esa era mi mayor pretensión.
RK: ¿Por qué cree usted que desestimó esa misión extracinematográfica?
AR: Entendí rápido que la forma de contar el cuento era el cuento. Fui por ese camino. Lo demás me parecía una leve hipocresía y una falta de conciencia sobre las limitaciones que a uno le tocaban. Ser cineasta y cambiar el mundo era particularmente difícil. Todos estábamos perfectamente enterados que la forma de cambiar el mundo era ser los Beatles, no ser el Che Guevara, que lo cambió muy para mal. Tener la pretensión de concientizar o desalienar al público era una pretensión fútil y absurda. Yo preferí entonces contar el cuento y la forma de cómo contarlo. Yo nunca quise que mis películas tuvieran algún valor más allá de lo que implicaba la película misma. Era una época en la que mi generación tenía valores inflamatorios aunque ni siquiera prendían un cigarro. Al final de cuentas, yo no quería ser un cineasta estruendoso. Preferí un camino más cauto, prudente y serio, a pesar de los altibajos del camino y las vueltas que uno da. Lo que yo hacía, en un sentido político, era rigurosamente inútil.
RK: ¿No cree usted que a pesar de su legítima negación a concederle a su cine un matiz político o antropológico, alguna visión del mundo se transcribe en sus films?
AR: Sí, al final del final del final, todas las películas terminarán siendo antropología. En el año 2613, ver que en un momento nos metíamos en un automóvil para movernos de un punto a otro, o que se usaban corbatas o que la gente se alimentaba con un artefacto que se llamaba tenedor, serán cosas absolutamente fascinantes debido a su ajenidad. Imagínese usted que hubieran existido películas en las que hubiéramos podido ver a Aquenatón en Egipto. Tanto las peores como las mejores servirán en la posteridad porque se verá la singularidad de una época. Estamos aún en las cuevas de Altamira del cine.
RK: Sin embargo, más allá de lo que acaba de decir sobre la inutilidad social de su cine, usted ha tenido siempre una gran sensibilidad para el retrato social. Los marginales y los hombres de las clases más bajas han sido casi siempre los personajes preferenciales de sus películas.
AR: Yo siempre he filmado para conmover y no para convencer. A la hora de conmover siempre me han interesado más los personajes que vivían en el último estirón de la cuerda, o en la última escala de la supervivencia; siempre me parecieron más fascinantes esos personajes que aquellos absortos que se preocupaban en ciertas trivialidades. Los personajes con corbata siempre me salieron mucho peor fotografiados. No los olvido ni los desprecio, yo formo parte de ese sector, pero también soy parte de un país y una ciudad –más bien de una ciudad– que me da esto en los ojos. Y es algo que me conmueve. Es lo que me determina y me convence.
RK: ¿Por qué le convence?
AR: Mis personajes que cenan con modales en una mesa siempre me parecen menos facetados que los que tienen peores modales. Me interesa ver en ellos un acontecimiento; los otros son objetos ya finalizados. Me gustan los personajes en evolución. Cierta miseria propende a cambiar, a ponerse peor. Y es por ese lado por donde se pueden encontrar muchísimas más opciones narrativas que en otros espacios y su gente, ya más o menos finalizados. Lo otro termina siendo incómodo y desagradable y lo desagradable siempre tiene muchísimos más ángulos. Si Tolstoi empieza una novela diciendo “Todas las familias felices son iguales”, pues yo me permito decir lo mismo.
RK: Usted ha trabajado en distintos géneros: western, películas de época y en especial se ha focalizado en el melodrama. ¿Por qué ha elegido fundamentalmente el melodrama, que conlleva trabajar las emociones y los vínculos en una forma específica?
AR: Soy heredero del melodrama nacional. Al ser hijo de un cineasta, crecí muy cerca de las películas de una época y del modo en el que se hacían; crecí viendo las películas que hacían mi padre y sus colegas. Y la mayoría eran melodramas, pero melodramas ensalzadores, que es otra cosa. Eran melodramas en los que al final de cuentas los buenos era premiados y los malos eran punidos. Eran películas fáciles de estructurar y tenían sentido en un país en desarrollo. Era una época en la que se buscaba tener un rostro distinto al que teníamos. Se filmaba lo que nos hubiera gustado que sucediera. El melodrama facilita esa flexibilidad y encontrar ese rostro. Por otro lado, el melodrama, que es un género literario delicioso, es lo que aprendí en mis lecturas inglesas del siglo XIX, o en Dostoyevski o en tantos otros. Todos esos artistas o escritores me mostraban la relevancia que tenía hablar de familias y dolores inmediatos, o de amores y desamores.
RK: ¿Se trata de un género cinematográfico ligado a la Historia?
AR: Algún teórico sugirió en alguna oportunidad que en México, después de 70 años de clausura política con un partido único, lo que ocurrió con ese partido es que tenía una voz oficial; había una verdad oficial que se decidía en los discursos. Esa verdad oficial lo que logró fue, de alguna forma, arrebatarnos la palabra íntima. La palabra que definía ciertas experiencias se perdió por completo. Lo que sucedió entonces es que en el melodrama se daba un lenguaje y un conocimiento que los personajes tenían intramuros: lo que decían en sus casas era distinto, porque el ágora estaba usurpada por el poder. En el mundo doméstico se recuperaba otra forma de la palabra. Se podían decir otras cosas y de otros modos. Es ahí en donde surge el melodrama.
RK: Así entendido, el melodrama tendría un potencial político y una gran flexibilidad.
AR: El melodrama tiene una gran versatilidad. Puede derivar en tragedia o en comedia. Yo siempre he buscado que en todas mis películas aparezca el sentido del humor. En verdad, no he podido evitarlo. Me divierte mucho cometer ciertas tropelías. Es verdad que trabajo con lo desagradable, pero el humor también está presente en mis películas. Hay veces que no, como por ejemplo en Las razones del corazón, que es más Flaubert que otra cosa, y en donde tomo el camino de la tragedia. Y cuando eso es así se trabaja con una cierta dulzura y delicadeza, respetando los mecanismos del melodrama. Cualquier juego se juega con sus reglas, y es solamente al conocerlas cuando se puede saber cómo darles la vuelta. Yo crecí en un entorno en el que el melodrama era ensalzador y hablaba de los valores más mediatos de la sociedad a la que pertenezco; en mis melodramas lo que suelo hacer es darle la vuelta exacta y sacarle el guante. Mis melodramas son unos guantes pero vistos desde el lado de adentro.
RK:. Cuénteme un poco la relación de su cine con la literatura. Usted ha trabajado con obras de Donoso, Rulfo, García Márquez, entre tantos otros.
AR: La literatura fue tan importante para mí como ir a ver películas. Siempre supe que era más interesante trabajar con escritores que con guionistas profesionales. Estos últimos tenían mañas adquiridas y soluciones hechas que yo desdeñaba. Preferí siempre a los escritores. A veces ellos entendían el cine y en ocasiones yo ponía mi mano. Pero ellos suministraban las palabras y eran la fuente de la coherencia para mis necesidades de hacer una película.
RK: Hay una película clave en la historia de su carrera, que es El imperio de la fortuna (se puede ver aquí y mi crítica). Es la primera vez que usted empieza a trabajar con quien será su actual esposa y su guionista inseparable, Paz Alicia Garciadiego. ¿Cómo ha sido trabajar con ella por más de 30 años?
AR: Cuando conocí a Paz me di cuenta de que existe con ella una especie de afinidad muy curiosa con respecto a lo que a mí me conmueve e interesa. Yo siempre filmé lo que me horrorizaba y me daba curiosidad. Me espanta la realidad y por eso hago películas. Puedo entonces constituir una realidad y estructurarla. La realidad como tal no tiene estructura. El arte trabaja en eso, opera sobre lo informe. Descubrí que las nociones de Garciadiego estaban muy cerca de mí. Profesionalmente no tenemos desacuerdos graves. Vi que mi voz iba a tener gracias a ella otras cadencias y sonidos. Lógicamente, es también una mujer y eso conlleva una mirada. ¿Cómo vemos nosotros a los hombres y las mujeres? Paz termina siendo la voz de mis ojos.
RK: Más allá de los guiones y el argumento, usted como cineasta suele preferir el plano secuencia. En sus películas el espacio es una entidad dramática que usted delimita y recorre con la cámara. ¿A qué se debe su predilección por el registro sostenido?
AR: Porque es facilísimo. Es la verdadera razón. Trabajar con planos secuencia es fácil. Hay que tener en claro ciertos movimientos y qué tensiones tienen que precipitarse en la escena. Cada plano tiene que tener pulsiones y tensiones que determinan la estructura y el ritmo y su sentido. Hay que tener eso presente y saber que no hay modificaciones. Lo que sale de principio a fin, es lo que es. Se deja o se quita, pero no se modifica. Es lindísimo filmar así. Por otra parte, la mirada unívoca siempre me ha parecido grata y amable.
RK: ¿En qué sentido es unívoca?
AR: Es unívoca en el sentido de que no presenta las aristas que proporciona el montaje. Solamente tenemos la ondulación de la continuidad. Prefiero entonces la ondulación y no la arista; así me despego de la velocidad y prefiero la no velocidad; prefiero la evolución del hecho frente a los ojos. Para hacer cine se necesita la cámara, solamente con ella se hace. Lo demás puede existir o no, puede haber guión o no, malo o bueno, incluso puede ser inexistente, como en todo Von Sternberg o su opuesto, Elias Kazan. El guión puede o no existir en una película, lo mismo sucede con los actores que pueden ser sustituidos por unos muñequitos, pero lo que no puede dejar de existir es la cámara. O, más bien, lo que la cámara produce.
RK: Usted parece preferir el blanco y negro sobre el color.
AR: Si fuera por mí, las películas serían en blanco y negro. Hay pocas que quise hacer en color desde un inicio. Aprendí a ver cine en blanco y negro. Aprendí a ver los rostros y el polvo cegador de ese modo. El blanco y negro significaba disminuir la realidad en un elemento. Curiosamente, la realidad se volvía más real y asombrosa. Picasso alguna vez dijo: “El color debilita”. Y eso lo dijo él. La obra en blanco y negro de Picasso es sin duda su obra más poderosa. Cuando leí esa afirmación la tomé como propia.
Esta entrevista fue publicada en otra versión por la revista Ñ en el mes de junio de 2016
Roger Koza / Copyleft 2016
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