LA LUZ INCIDENTE (02)
LA MUJER EN SU LABERINTO
Por Marcela Gamberini
Pocas cosas son tan inenarrables como el dolor. La pérdida del marido, joven, hace que Luisa viva su duelo como puede. Se refugia a veces en sus hijas pequeñas, bebes apenas, que no saben nada acerca de lo sucedido. A veces en su madre y en su suegra, quienes la acompañan.
Con una puesta en escena elegante, se luce como siempre Érica Rivas, en el papel de Luisa. Si alguna vez en Por tu culpa la gran película de Anahí Berneri, Rivas hacía también de una madre con marido ausente, en ese caso el dolor se trasvasaba en su cuerpo, despeinada, desarreglada, alborotada. Es que en Por tu culpa Rivas estaba desbordaba y su cuerpo se hacía carne y uña de este desborde. El caso de La luz incidente es el revés de trama de aquella película. Rivas está contendida, su pelo siempre tirante, su elegante aunque sencilla vestimenta, sus zapatos bajos, su andar pausado muestran a una madre viuda, contendida en ella misma. Sobria, de ojitos tristes y manos agarradas en el regazo. Ella es la que contiene su pena y su dolor; su cuerpo lo contiene, como un recipiente oscuro que apenas deja pasar la luz. Y a la vez ella es contenida por los encuadres, que de líneas rectas la sitúan en los bordes, en los márgenes de esas habitaciones y fundamentalmente pasillos de esa casa que parece un laberinto moderno. Ella encerrada en ese laberinto que es su casa y a la vez su cuerpo, como una extensión mágica y consistente.
Luisa es un fantasma, se mueve lentamente, es amorosa con sus hijas, es refractaria a su madre, responde a su suegra. Cuando sobre el comienzo huele las camisas del marido, aspira su olor y su presencia me pregunto: ¿qué queda del amor cuando el otro se va? ¿Cuándo desaparece? ¿Dónde va el amor? En el olor de esa ropa, en el rostro de sus bebes, en cama de la casa quinta. Fantasmática, Luisa huele, respira apenas, camina a pasos lentos.
En cada uno de los planos de la película aparecen lámparas encendidas (Nadie encendía las lámparas, se llama un cuento de Felisberto Hernández, maravilloso cuento fantástico, de fantasmas también) lámparas de luces incidentes y débiles, ventanas entornadas con cortinas de tela que no dejan pasar la luz plena. Todo es fantasmagórico, interrogador, tenue. También hay espejos, que quieren reflejarla, aunque sea borrosamente; Luisa necesita recuperar su identidad de mujer, el espejo ayuda pero no resuelve; sabemos los espectros no se reflejan. Cuando Luisa va a la oficina de su esposo muerto, su reflejo es demasiado débil sobre ese vidrio que a la vez la duplica, como si otra Luisa entrara a ese espacio que ya no le pertenece. El dato más que interesante es que Luisa al momento de enterarse de la muerte de su marido y de su hermano desaparece (la dopan) y claramente desaparece junto con su marido. Ahí existe una ausencia, un vacío en su cabeza y en su corazón; no haber estado allí, en ese momento, en que era necesario reconocer los cuerpos, tocarlos, verlos; su madre y su suegra ocuparon ese lugar. El único momento en el que Luisa conecta con ella misma es cuando, por fin, se larga a llorar, exorcizando su pena, sublimando su angustia, dejando que las lágrimas fluyan y el cuerpo se estremezca con el llanto.
Ese teatro vacío al que la lleva su pretendiente, teatro que sólo lo concebimos lleno, la película lo presenta vacío, da miedo este vaciamiento, como dan miedo las apariciones. Ese teatro vacío, redondo es como el alma de Luisa que deberá aprender a llenarse. “Dígale que no estoy” le repite a Mary, la mucama, cada vez que alguien pregunta por ella. Es que realmente Luisa no está, su cuerpo no está en ningún lugar, no está en la oficina de su marido, ni en esa fiesta donde conoce a su pretendiente – Ernesto-, ni en ese teatro, ni en los restaurantes, ni en los bares; sólo tal vez “esté” cuando está con sus hijas, cuando las acaricia, cuando las levanta, cuando juegan. Luisa es un espectro, una aparecida que deambula en su laberinto.
La secuencia insuperable es aquella donde ella, le cuenta, breve y sencillamente a Ernesto, el accidente de su marido. El relato es tan conciso como el plano que los contiene, limitados ambos por paredes y a la vez, ese plano, es tan profundo como la decisión de Luisa. Termina el relato y el plano con ella, lejos, de espaldas, ofreciéndose recatada y temblorosa a los brazos de Ernesto. El relato termina allí donde ella decide mostrarse, donde comienza el sexo que la película, también recatada, decide no mostrar. Sin embargo, la escena que sigue inmediatamente a esta es la de Luisa planchando las camisas de su marido, tal vez como una forma de pedir perdón, de pedir cierta piedad, de aliviar la traición.
La luz incidente es una magnífica película, elegante, sobria en su relato y en su forma. Su blanco y negro reflejan las luces, siempre tenues, siempre en lámparas, siempre en destellos. Luisa es la película, es la luz que incide, es el cuerpo que contiene, es su laberinto privado. Ella y sus hijas, como en la hermosa escena final; cuando la madre se va y la deja a ella jugando con las niñas, hablando bajito, moviendo los juguetes. Ella y sus hijas, solas las tres, mientras la cámara, pudorosa se aleja, recorriendo en ese “travelling para atrás” el espacio y el tiempo, aquel que ya no podrán recuperar. La cámara se va por el pasillo laberíntico, hasta borronear la imagen de Luisa y sus hijas, hasta volverlas irreconocibles. Solo, en la soledad en la que están inmersas, quedan sus voces; su contrapunto sonoro. Ese diálogo imposible que uno mantiene con los bebés, como el dialogo imposible que mantiene Luisa con ella misma, con su madre, con Ernesto.
Seguramente La luz incidente sea una de las grandes apuestas de este año. Delicada en su tratamiento, no podía ser de otra manera cuando se trata de un duelo, de una pérdida dolorosa, de esas que roen el alma, trastocan los sentidos y nublan la vista. Delicada también en su ambientación que recrean los años sesenta de una manera más que eficiente.
La luz incidente es bella, carente de épica triunfalista personal, intimista, un drama privado que se desarrolla en las penumbras; en la casa de Luisa, en ese laberinto privado donde terciando a Felisberto: “alguien enciende las lámparas”.
Marcela Gamberini / Copyleft 2016
Marcela, justas y bellas palabras, para una película exquisita…
Gracias Jorge. Si, definitivamente una bella película.