LA MATERIA Y LOS OJOS

LA MATERIA Y LOS OJOS

por - Ensayos
23 Oct, 2017 08:32 | Sin comentarios
Diversos tópicos se incluyen en este extenso texto comisionado unos tres años atrás por el Festival de Mar del Plata, en el que se intenta pensar la materia del cine y la relación con los festivales.

Octubre de 2006. Cuatro días en un festival extraordinario. Un poco de casualidad, me invitan. En ese entonces no conocía mucho a Hans Hurch, el director de la Viennale. Había compartido azarosamente un cumpleaños con él durante una edición del festival de Mar del Plata, lo había visto luego por unos minutos en otro festival y fue justo en una breve conversación que tuvimos entonces cuando me invitó. Pensé que se trataba de esas charlas amenas y rápidas en las que predominan alguna incontinencia verbal de ocasión que jamás habrá de cumplirse. “Me encantarías que vinieras a Viena”. Un día cualquiera de agosto llega el mail. Me equivoqué. Voy. Así fue que en el otoño vienés me encontraba participando en un festival cuyo director hablaba por 40 minutos, citaba a Walter Benjamin y a los Straub y cuestionaba a muchos de sus auspiciantes en la ceremonia de apertura. La intensidad era evidente, no menos que la honestidad, tan brutal como sofisticada.

Tenía en mente ver en esos cuatros días de invitación la mayor cantidad de películas posibles. En esa edición de la Viennale pude volver a ver Juventud en marcha, y descubrir también dos películas formidables: Las lecciones de Hamburgo y Honor de caballería. La de Pedro Costa ya la había visto en pantalla grande y en el día de su estreno, pero quería volver a verla. Intuía su importancia. Hoy sé por qué: Juventud en marcha es una película fundamental, pues es una de las pocas que establece un puente directo entre dos regímenes de la imagen. En efecto, Costa es uno de los pocos cineastas contemporáneos que ha sabido conjurar la nitidez excesiva y la inmediatez concomitante de la estética digital y regular la relación entre el objetivo de una cámara digital y el recorrido del haz de luz pegando en los cuerpos y los objetos. El orden de visibilidad de sus películas y de esa en particular, como de las que vinieron luego, consigue establecer una ligazón entre una forma de captura de lo real que remite paradójicamente a una tradición clásica y moderna del cine analógico, aunque imposible sin la asistencia de esas cámaras livianas y pequeñas con las que trabaja. Es pertinente nombrar a Costa por motivos indirectos al tema elegido. Su física digital no es una ruptura con la física analógica. Sin embargo, había una cita distintiva en aquella visita a Viena, la cita cinéfila por excelencia, la que se espera alguna vez llegar a tener, incluso sabiendo de la dificultad de la empresa.

Sucede que en la Viennale de 2006 proyectaban La noche del cazador de Charles Laughton, una película que había visto 15 veces, primero en un VHS extranjero y luego en un DVD que había comprado en España, a principios de siglo. Pero jamás había tenido contacto directo con la materia real de ese film, jamás lo había visto como fue concebido desde su inicio. En Viena proyectaban una copia restaurada en 35mm. ¡Qué privilegio! ¿Cómo sería ver la ópera prima de Laughton en una pantalla inmensa? ¿Cómo sería encontrarse con semejante obra maestra en las mejores condiciones con las que se puede uno enfrentar a una obra de esa naturaleza?

Esperaba la escapada de los niños subiéndose en el bote y lanzándose a la corriente del río con tanta ansiedad. Esa escena que siempre me ha representado tantas cosas. Quería abrir los ojos como Kiarostami aconseja: tomando prestado un set suplementario de ojos, como si tuviera cuatro ojos para ver (y cuatro orejas para acompañarlos). ¿Podría ver algo que no había visto jamás?. Sucedió, vi algo que nunca había visto jamás, la película misma. No se trataba solamente de contemplar la dimensión del espacio en otra escala y de apreciar apropiadamente los movimientos de la luz, en los que se desplegaba un conjunto de variaciones del blanco y negro, cuya expresividad determinaba el carácter onírico de la secuencia, y que no había podido ver en otras ediciones, ni siquiera más tarde en la edición de BluRay de Criterion Collection.

Confrontar la figura de Robert Mitchum montando en su caballo vista desde una panorámica merecía ser descripto como una alucinación. Corroborar el poder físico de la profundidad de campo cuando un conejo se entromete en el cuadro como si estuviera acompañando y protegiendo a los niños desde lejos mientras el bote se deslizaba por la corriente del río también era una alucinación. Ese pasaje casi animista que dura varios minutos se traslucía de un modo tal en la pantalla como si la propia película fuera un organismo vivo duplicado en ese rectángulo que solamente recoge luz. De pronto, el viejo concepto de aura, el que definía una forma de experiencia respecto de la obra de arte, aquel del que había hablado Benjamin como propio de las artes que eludían la reproducción técnica, adquiría una inesperada actualidad y aplicación. En su tiempo era impensable, pero a casi 80 años de ese texto es posible postular una inversión dialéctica concedida por la propia transformación de los sistemas de reproducción: la forma en la que se veía y oía La noche del cazador recuperaba una experiencia perimida, acaso no del todo reproducible en forma privada.

Una hipótesis primera: la prepotencia de la textura digital y su total desvinculación entre el referente y su representación produce por contraste un efecto de ontología por el cual la imagen analógica, dada su propia materialidad, que presupone todavía la existencia y un remanente de lo que se ve en la imagen, su indexicalidad fotográfica, revive inevitablemente la noción de aura, pues se trata en cierta medida de una experiencia irrepetible.

En la hermosa Gartenbaukino, una de las salas del festival, antes de que empiece la película, había divisado un puesto de ventas del festival en el que se conseguían libros y películas. Entre los DVD de que disponían estaba curiosamente a la venta el film de Laugthon que estaba por ver. A la salida los empleados ya se habían ido, pero en mi casa yo ya contaba con mi copia digital. Sin embargo, tenía claro que lo que había visto en la sala no era exactamente igual a lo que esta me garantizaba, pues había una ausencia, una falta. Lo que estaba en el film era lo mismo, sin duda, pero el medio hacía una diferencia.

Eran casi las 12 de la noche cuando llegué al hotel. Último día de festival, acaso una estadía perfecta e inolvidable. Había visto una de mis películas favoritas, esas que viajan conmigo. Debido a que no había servicio de internet gratuito en la habitación, quería saber algo del mundo y sus noticias. Eso me llevó a prender la televisión. Pasé con el control dos o tres canales y en eso aparece Lillian Gish con una escopeta en la mano. Justo en ese momento en el que la lámpara del orfanato se apagaba, el reflejo en la ventana del psicópata se perdía por un instante y todo indicaba que se avecinaba lo peor. Esa escena es formidable: luz, acción, sombra, ritmo, precisión. La noche del cazador se volvía a meter en mi vida, apenas unos minutos después de haberla visto en pantalla grande.

La casualidad fue providencia, un relámpago que permitía pensar una diferencia. La transmisión de La noche del cazador en el mismo día en que la había visto en el cine y en 35 mm sintetizaba una forma de experiencia con el cine y con las imágenes. De lo que se trata entonces es justamente de pensar esa experiencia, la cual implica una yuxtaposición de dos estadios en la historia y evolución de la imagen, que tiene implicancia estrictamente sobre el sentido mismo de experiencia.

¿Qué es una experiencia? ¿Qué significa tener una experiencia? Toda experiencia consiste en una correlación, no necesariamente voluntaria y no del todo consciente, entre conocimientos que se tienen, valoraciones diversas sobre lo circundante (sujetos y objetos, en sus acciones y usos), una imagen de sí que involucra la mirada de los otros, una repetición de hábitos que conforman una sensibilidad determinada. En cualquier experiencia, conocimiento, valoración, autopercepción y sensorialidad constituyen una condición de posibilidad de la misma experiencia. Toda experiencia tiene una historia que la habilita.

Si se trata de pensar la experiencia del cine habrá que advertir que existe algo así como una poética del espectador, una construcción por el cual este aprende a relacionarse con regímenes de representación, modalidades de trabajo con el sonido, conceptos de montaje, sistemas de interpretación. Pero de lo que se trata ahora es de advertir algo más: la experiencia de la experiencia del cine, es decir, su condición material, la naturaleza de las imágenes y de cómo la índole de una imagen imprime una forma de experiencia.

Una segunda hipótesis: la importancia de que existan espacios de exhibición en 35 mm y 16 mm, espacios en los que se insista en la física (y química) de la imagen perteneciente a un periodo de la evolución, pasa fundamentalmente por resguardar una forma de experiencia que está por motivos no del todo claros en vías de extinción. No solamente desaparecen especies animales, también dejan de existir prácticas sociales, artefactos de una época, medios expresivos diversos, formas de hacer experiencia.

Se dirá que es ese el destino de todas las cosas, su degradación inexpugnable, el precio que se paga por existir. Un cuerpo envejece, un artefacto se desgasta y deviene inútil. ¿No es eso lo que se constata en los magnéticos planos inolvidables de un film como Decasia, de Bill Morrison? En cada fotograma recogido y reorganizado como texto de Decasia se transmite el ocaso inminente del soporte de una imagen y a la vez su dignidad intrínseca por ser todavía portador de una impresión acerca de algo que estuvo en algún momento presente y que una cámara lo registró en su mero estar y duración. Los fotogramas funcionan aquí como la iconografía de la decadencia que padece potencialmente cualquier imagen y de la pertinencia que inspira a su vez luchar por su improbable eternidad. La hermosura de Decasia, que poco tiene que ver con un tropel de fotogramas agrupados al azar, pasa por constatar la materia del fantasma material que es el cine, observar los átomos constitutivos de la imagen esfumándose frente a los ojos. Y aquí se percibe un límite: la propia materia de la película –literalmente, películas encontradas en vías de desaparición– constituye una materialidad incompatible e imposible de concebir a través de la naturaleza digital de una imagen. La degradación digital, en última instancia, es de otro orden, y recién ahora empezamos a pensar la desaparición de archivos, cuyo efecto inmediato es la defunción de un mito sobre la ontología digital, su inmortalidad, decretada en un principio y desmentida en la práctica. Los archivos de ceros y unos pueden migrar, pero también morir.

II

En otras palabras, ¿quiénes son los que todavía pueden reconocer en una proyección cualquiera la diferencia entre una imagen digital de una imagen analógica? La distinción puede resultar evidente para cierta generación específica y algunos sujetos entrenados o comunidad de cinéfilos, pero son cada vez menos los que cuentan con un criterio de distinción incorporado en su mirada y en su escucha. Se trata de un saber perceptivo que ha dejado de transmitirse por razones evidentes, del mismo modo que se ha naturalizado un estándar deficiente en las proyecciones digitales y comerciales, ya que el público ha ido perdiendo con el tiempo un sistema de reconocimiento del brillo, los contrastes, la temperatura de los colores. Tal vez la única apreciación intuitiva con la que se cuenta es la de si una imagen en el cine luce como una imagen nítida que en su resplandor unívoco remite a una buena transmisión deportiva en HD. Del sonido ya ni siquiera se cuenta con las categorías pertinentes y necesarias para decodificar la experiencia sonora en la salas. La fragmentación sonora del 5.1 y el concepto de división dominante que se ejercita en las salas ni siquiera parece ser tema de competencia reflexiva. Simplemente es así, ya que el sonido es el fuera de campo de cómo se piensa el cine. El oído se ha convertido en un apéndice del ojo. Al tímpano le han crecido pestañas.

Se necesita ahondar un poco más en la estructura de la experiencia. Un primer escollo radica en separar el medio del contenido. La forma de exhibición y desde qué se proyecta y emite una película debe entrar en la consideración de la experiencia. Un fetichismo propio del consumidor consiste en creer que al obtener una película, susceptible de ser reproducible de forma privada, aquello que alguna vez él o ella vio bajo otras condiciones, es decir, en una sala y en condiciones de proyección óptimas, la necesidad de tener un encuentro con un film en el espacio ideal de su plasmación es irrelevante. La posesión de un archivo, sea en un disco, un DVD e incluso un BluRay, no es equivalente a la película misma. He aquí un problema, en donde sigue teniendo vigencia la pretérita objeción a la reproductibilidad de la obra de arte. La película en casa, su acceso en internet, su posesión directa como copia digital es insuficiente para acceder a una forma más originaria y propia de la concepción material de la película como tal. El recolector de fetiches confunde la reproducción de una historia o un acontecimiento en imágenes con la anatomía que la sustenta. Es cierto que la copia analógica que se exhibía en cualquier sala era una copia de copias, pero como tal se trataba de una copia original que además garantizada una continuidad entre las formas de registro y los modos de proyección. La transposición de formatos y cambios de sistemas de exhibición altera en parte ese triple carácter transitivo entre el referente, la forma de registro de él y su posterior reproducción. El descubrimiento de que existe una relación diferente entre la proyección analógica y una proyección digital, a propósito de las pausas del parpadeo a las que estimula la imagen, lo que comporta incluso otro sentido del tiempo, profundiza y confirma una amalgama materialista entre la imagen y su genealogía, su reproducción y el tipo de experiencia[1].

Es por eso que importa preservar modos de hacer experiencia con el cine y del cine. La concepción originaria de una película, que implica una cierta forma de reproducción, dadas las circunstancias de hoy, puede solamente garantizarse en museos del cine, salas de cinematecas y festivales de cine. No hay otros espacios. Dichas instituciones privadas o estatales son las que avalan una posible supervivencia de la experiencia. En este sentido, la inclusión en la programación de películas restauradas y eventualmente digitalizadas en el contexto de un festival de cine merece ser tenida en cuenta como una modalidad de resguardo de una forma de hacer experiencia. Es por eso que un festival de cine debe ostentar precisión didáctica y claridad conceptual. Ya desde su catálogo, como también en la presentación de las películas a la hora de proyectarse, habría que insistir en cómo un modo de exhibición afecta la cualidad de la experiencia. Es por eso que frente a la elección de una nueva copia en el formato original y otra versión digitalizada, la preferencia por la primera opción, por lo dicho hasta aquí, no merece siquiera una explicación. Si se tratara de una copia digitalizada de un título pretérito, dado que no hay posibilidad alguna de trabajar con una copia analógica, la decisión amerita un doble ejercicio de clarificación: primero, es necesario saber si las condiciones de proyección garantizan una proyección a la altura de las circunstancias; segundo, hay que poder verificar cómo fue el procedimiento de digitalización, una preocupación a veces ausente entre los programadores. Hay cierta concepción cosmética que en ocasiones pretende mejorar los negativos originales sobreponiendo una materialidad que el film desconocía. Como sea, el trabajo de la institución consiste en resguardar y producir una forma de experiencia, y en establecer mediaciones simbólicas regulares que permitan restituir las condiciones de percepción de un film, es decir, reconstruir el criterio de distinción del público, como también poner en juego su sensibilidad frente a las distintas naturalezas que hoy afectan a la imagen.

En un libro clave en la materia titulado Film Curatorship: Archives, Museums, and the Digital Marketplace, Michael Loebenstein afirma:

“Nuestra profesión debería ser considerada como una profesión que puede preservar ciertas formas de cómo los espectadores ven las películas, ciertas prácticas vinculadas al trato con las películas –el hecho de que se trate de vida almacenada, por ejemplo, que la historia esté registrada ahí, y de cómo esos recuerdos fueron incorporados a nuestra imagen de quiénes somos, y del lugar en el que estamos parados y de lo que el siglo XX ha sido”. (Paolo Cherchi Usai, David Francis, Alexander Horwath, Micheal Loebenstein, 2008: 14)

Lo que dice Loebenstein es el punto de partida de una ética de la programación, y no solamente del archivista y el coleccionista. La cita, además, invalida una objeción frecuente frente a la defensa de los formatos originales que suele estar articulada en un ataque contra la pureza de su procedencia, pues lo que importa es el acceso y la circulación, sin importar o problematizar que aquello que circula es a veces un remedo de lo que puede ser un film en condiciones óptimas de proyección. La libre circulación no es incompatible con el resguardo de una forma de encuentro con un film. Son tópicos yuxtapuestos pero no necesariamente en disputa.

III

Fue en Mar del Plata, unos dos años atrás, la última vez que vi (y redescubrí) toda la fuerza fílmica que tienen los caballos para el cine. La presencia de este animal, que suele ser un habitué de los westerns y algunas películas de guerra, era notable: los músculos, el carácter táctil de la crin, los ojos, el dominio del movimiento respecto al desplazamiento en el espacio, el sonido peculiar del golpe de las patas sobre la tierra al galopar. Los animales en el cine son una cifra de la mirada de un cineasta. Pero no se trataba solamente del animal y su relación con la cámara. Miklós Jancsó siempre supo filmar caballos, además de cuerpos desnudos, y entendió como pocos que el espacio constituía una entidad dramática por excelencia. Pero la fuerza que advenía de la pantalla en la proyección de Los rojos y los blancos respondía a su propia materia. Era una hermosa copia en 35 mm.

El actual director artístico del festival, Fernando Martín Peña, tiene mucho que ver con la insistente agenda del festival (una forma visible de resistencia a ciertas modas y tendencias) en sostener secciones denominadas rescates, revisiones, tributos, que introducen el pasado del cine como tema de actualidad. Véase la programación de la edición 28 del festival, que se celebró del 16 al 24 de noviembre de 2013. La lectura a la distancia de su programación es asombrosa: Filmoteca en vivo exhibía ocho títulos muy diversos, algunos magistrales: Thérèse, de Alain Cavalier, y Adiós, muñeca, de Dick Richards, estaban en la selección. Cine Argentino Siempre reunía 18 títulos recientemente restaurados por el INCAA, casi todos de primera línea y de autores indiscutibles como Hugo del Carril, Carlos Hugo Christensen, Manuel Romero, Carlos Schlieper. En esa misma edición estaban programados los homenajes a Pierre Ètaix, Miklós Jancsó, Jorge Cedrón, Juan Antonio Bardem y Gabriel Figueroa. Y si esto resultaba insuficiente, había una sección titulada Britannia Side A: The First Hitchcock, en la que se exhibían copias restauradas en DCP de El inquilino, El ring y Chantaje, películas silentes del director de Vértigo y Psicosis. Por las dudas de que el modernismo de Hitchcock fuera demasiado conspicuo y eclipsara todo, a los programadores no le pareció suficiente y agregaron otra sección dedicada a Roberto Rossellini: Roma ciudad abierta, Paisà, Alemania, año cero, Amore, Stromboli, Viaje a Italia, India, seis títulos emblemáticos del director italiano, una verdadera orgía cinéfila.

Si se desconociera el resto de la programación, conformada por cine contemporáneo, se podría concluir que esta edición o el festival en sí adolecía de cierta nostalgia incurable y su discusión con el cine contemporáneo y su propuesta del cine del presente era apenas evidente. Sucede que el balance era perfecto: la diversidad de las competencias y las secciones no competitivas demarcaban una lectura holística y dialéctica de todo lo que sucede en el panorama actual espejándose a su vez en una historia del cine. En esa ocasión, había películas como Historia de mi muerte, Bloody Beans, El desconocido del lago, Nuestra Sunhi, El último de los injustos, Tomas descartadas de la vida de un hombre feliz, Tierra bárbara, Un cuento de Michel Montaigne, Guerra narco, Detective ciego, Los bastardos (la de Claire Denis), Los celos, entre otras películas importantes del periodo. Es decir, las últimas películas de Straub, Garrel, Hong, To, Lanzmann, Guiraudie, Mekas, entre otros. En otras palabras, lo mejor del cine contemporáneo estaba presente en el festival, sujeto a una racionalidad que organizaba el diseño de programación en un ida y vuelta entre lo actual y lo inactual. A la distancia, si existiese un premio a mejor programación de un festival de cine, la edición de 2013 de Mar del Plata era imbatible. No es una afirmación entusiasta y simpática, es una aseveración justa, solamente.

El cine tiene un pasado. Los festivales de cine, voluntaria o involuntariamente, establecen una relación con él. A menudo, la relación con la propia historia del cine es canónica y automática. Un par de títulos de relleno y alguna rareza y se cumple con la cuota de lo requerido, pero no siempre hay un esfuerzo por entender y proponer cómo un conjunto de películas de hoy pueden dialogar con la época clásica del cine, acaso un pasado demasiado difuso. En este sentido, es probablemente el Festival de Mar del Plata el que más ha insistido en Latinoamérica en priorizar y evidenciar la presencia del pasado como un horizonte de inteligibilidad para preguntarse sobre qué es el cine. Un festival de cine ensaya una respuesta, siempre abierta y disponible a discusión, sobre qué se concibe como cine. En Mar del Plata el pasado importa, aunque jamás como una fuerza de castración que impida detectar a los programadores las derivas del cine contemporáneo y algún director capaz de inventar una forma cinematográfica. Como sea, los focos y tributos mencionados más arriba son un buen ejemplo, acaso no siempre sujetos a un criterio holístico y homogéneo (algo que también sucede en la programación de las competencias) de cómo el festival mantiene una política de programación que no desestima la historia del cine en el seno de la contemporaneidad. Triple nexo, entonces, con el pasado: la lógica relación de poéticas “antiguas” y contemporáneas, la repetición de intereses temáticos que vuelven décadas después con sus diferencias contextuales y la propia materialidad del cine que, según su época, tiene su propia existencia física.

¿Una historia material de las imágenes? Véase entonces la captación de los colores de los ’50, que no es igual a la cualidad lumínica de los ‘70, y distinta a su vez al tratamiento de color que se viene trabajando desde la existencia del cine digital, cuyo mayor aporte cromático pasa por los cielos nocturnos y algunas otras escenas nocturnas. Es decir que si un espectador aprende a distinguir la luz y su tiempo, puede empezar a leer una historia física de la imagen (y el sonido), lo que conlleva visualizar la propia materia cambiante, ligada a las formas de registro y sistemas de revelado. Técnica, estética, tiempo, tópico, la historia del cine es un despliegue de formas, texturas e intereses yuxtapuestos que componen un estrato en el que se acumulan los avances de la técnica, la evolución del lenguaje y el estado de la propia materia de almacenamiento de la luz.

Cuando se decidió pasar algunos capítulos de Sucesos argentinos –uno de estos involucraba la propia historia del festival en sus inicios–, lo más interesante no radicaba estrictamente en el documento en tanto que registro de comportamientos y lectura distanciada de un discurso afectado y oficial de aquel tiempo, por el que se intentaban ordenar simbólicamente las escenas del noticiero, sino en el sistema de registro, propio de una noción cinematográfica, imposible de repetirse e imitar por los camarógrafos de hoy dedicados al registro de la actualidad. El documento óptico por antonomasia reside ahí en la misma concepción de registro, que revela una historia secreta e indirecta de la imagen y su composición. ¿Una arqueología de la imagen? Probablemente.

Si un festival de cine asume enteramente este ida y vuelta entre pasado y presente en sus tres posibles recorridos de tiempo, es decir, si se establecen genealogías entre poéticas, relaciones creativas entre temáticas y abordajes, y si se piensa en la historia física de la imagen, se apuesta entonces por una formación de la audiencia, por la que sus miembros puedan adquirir una capacidad de discernimiento en varios frentes, acaso una competencia crítica que le devuelva de a poco la autonomía a cada espectador, liberando un poco más la mirada, la cual siempre está en peligro ante regímenes audiovisuales que instalan formas de visibilidad y ocultamientos. Los festivales de cine tienen un potencial emancipador no del todo explorado, una dimensión política que es parte de una problemática mayor: la relación que mantenemos con las imágenes como signo de una forma de habitar el mundo.

IV

Vida en sombras es una película hermosa, probablemente una de las películas más cinéfilas de la historia, propia del linaje al que pertenecen Primer plano, El espíritu de la colmena, La vida útil, Irma Vep, Why Don’t You Play in Hell?. Después de unir esfuerzos con la Filmoteca Española y el laboratorio Deluxe Barcelona, y contar con la ayuda de Antònia y Beatriu Llobet y Núria Tressera, el hallazgo de una copia del film en 16 mm en el año 2007 permitió que la Filmoteca de Catalunya, en 2012, estrenara en el mes de septiembre una versión restaurada de Vida en sombras en el Festival de San Sebastián. Dos meses después, el Festival de Cine de Mar del Plata la estrenaba en Argentina.

El film dirigido por Llorenç Llobet-Gràcia tiene como protagonista al enorme Fernando Fernán Gómez, que aquí parece canalizar a Lawrence Oliver, por motivos que el film más tarde revelará. Su personaje nace literalmente en un parque de diversiones, en el que uno de los tantos números de atracciones consiste en la proyección de una película de los hermanos Lumière. La madre del protagonista dará a luz a su hijo durante una función, y quizás por eso ese niño llamado Carlos quedará signado para siempre por el acontecimiento: el cine, ese peculiar régimen de luz, será su pasión, la materia de su vida, su modo de estar en el mundo.

La historia de Carlos está dividida en episodios: nacimiento, niñez, juventud, vida adulta. En su niñez ir al cine será la actividad elegida; en su juventud empezará a escribir crítica cinematográfica; más tarde empezará a filmar (en este sentido, Llobet-Gràcia se adelanta en la ficción a todos los jóvenes turcos de los Cahiers du Cinéma que pasarían tempranamente de la crítica al cine habiendo decretado en ese pasaje la política de los autores, algo que el film anticipa con una sorprendente lucidez). La historia de Carlos, además, está atravesada por la historia de España. Será testigo de la Guerra Civil y sus primeras tomas pasarán por hacer un registro de esa desgracia política. En el medio de todo esto, Carlos contraerá matrimonio y en algún momento quedará viudo. La depresión que ese hecho traerá aparejado es genialmente resuelta frente al poder terapéutico del cine, cuando Carlos asiste a una función de Rebecca de Alfred Hitchcock en la sala que funciona al frente de su casa.

Sospecho que algunos de los espectadores del film de Llobet-Gràcia en Mar del Plata habrán podido encontrarse con un hermano en la pantalla. Ese hombre estaba proyectado de la butaca a la pantalla y viceversa. La experiencia del cine como una forma de mediación entre la identidad móvil que observa el movimiento de las imágenes para quizás encontrar un lugar en el mundo que nunca dejar de transformarse, es la retórica con la que uno se llega a explicar por qué existe esa pasión conocida como cinefilia.

La historia del cine es para el cinéfilo una necesidad, una urgencia, una deuda. La necesidad de mirar lo que otros han visto y anunciado después como la existencia de un tesoro constituye un camino por recorrer. Los cinéfilos emiten signos para que otros sepan que algo los espera en un territorio olvidado, en un film perdido. Los rescates curatoriales saldan esa deuda y ponen a disposición una experiencia deseada que había sido negada. Pero aquí hay que distinguir un matiz: no se trata de un culto al pasado, que haga de este una fuente de legitimación, un depósito de la verdad de un arte. Frente a la farragosa proliferación de imágenes que no pertenecen ya solamente al cine, esa salida y encuentros con los muertos parece venerable. De ningún modo. El interés por el pasado del cine estriba siempre en ver si hay ahí una posibilidad para el presente, un camino para explorar. Cuando se quiere proteger una ontología de la imagen asociada a la proyección analógica, esto responde solamente a que no se desvanezca una forma de la experiencia, la cual, eventualmente, servirá para aprender a ver mejor las nuevas imágenes que pertenecen al cine de este presente digitalizado. El culto por el pasado es sospechoso, no menos que lo que suscita el entusiasmo desmedido y acrítico por el futuro y la presunta promesa de libertad puesta en el avance de la tecnología. Ídolos falsos.

Alguna vez tuve en mis manos el tercer acto de Las estaciones de Artavazd Peleshian. Decía recién, el pasado, una cierta relación con él como fuerza que empuja el cine al presente y a su propio abismo. Se me ocurre lo siguiente: de la confrontación de Las estaciones y Nuestro siglo, exhibidas imaginariamente en una próxima edición del Festival de Mar del Plata y en 35 mm, un cineasta de hoy puede llegar a entrever un camino del cine que todavía no ha sido recorrido. Sí, el pasado como una zona abierta y detenida que puede recomenzar. Sucede que lo que hizo Peleshian, por ejemplo, no tiene herederos. ¿No es hora de que en uno de esos rescates marplatenses se vea una película de ese director? Quizás entre el público esté sentado un cineasta joven que, frente a la percepción material de Las estaciones, se pregunte cómo puede hoy el cine digital recoger el desafío que dejó un maestro del pasado (que todavía vive) y vuelva entonces a poner en movimiento una poética de la imagen difícil de designar.

[1] Jim Hoberman (2014: 23) sostiene en El cine después del cine que “la esencia del cine no es tanto una cuestión de indexicalidad fotográfica como de la presencia de un parpadeo material; el film puede definirse por el ritmo del proyector de la película, lo que equivale a decir, el sentido de las películas entendidas como un aparato o una máquina”.

* Este texto fue publicado en el libro La imagen recobrada: La memoria del cine argentino en el Festival de Mar del Plata, edición  a cargo de Daniel Kozak y publicado por el Festival de Mar del Plata en el 2015. 

* Fotogramas: La noche del cazador (portada); 1) Decasia; 2) Los rojos y los blancos, 3) Safo, historia de una pasión; 4) Vida en sombras

Roger Koza / Copyleft 2017