SÓLO QUEDAN LAS ALTURAS

No deja de ser sorprendente que un actor pueda frente a cámara registrar el momento exacto en el que la conciencia es interceptada por algo o alguien y afectada de inmediato por un inesperado estímulo que puede cambiar para siempre el trayecto de una vida cualquiera. Sin ningún énfasis, Thomas Salvador pone en escena dos momentos de esa índole. En una ocasión, el personaje que él interpreta mira por la ventana y descubre las montañas como un destino. En otra, la cocinera de un parador en los Alpes entiende que quiere llamar por teléfono a un hombre para una cita. Son escenas ordinarias sobre una situación invisible extraordinaria. Observar el movimiento de la conciencia no deja de ser una proeza del cinematógrafo.

La historia elegida por Salvador es la de un ingeniero que abandona su exitosa profesión sin saber muy bien la razón. La montaña nevada le reclama primero su interés y le concederá luego un acceso a lo fantástico. No podría imaginar jamás el misterio al que será invitado. Después de abandonar la venta de robots y peregrinar a la montaña con un iglú y un equipo de alpinismo, y tras sortear la preocupación de su madre y sus dos hermanos, el ingeniero devenido en alpinista experimentará con su propio cuerpo la materia misma de la montaña. Enunciarlo así no significa conjurar el asombro y el placer que depara verlo consustanciarse con la vida mineral. Lo que sucede solo puede verse desprovisto de su misterio si se arriesga una descripción. Alguna vez se intentó algo parecido en El abismo de James Cameron, pero las coordenadas simbólicas de aquella película eran otras. Lo fantástico en Cameron se vinculaba a la inteligencia extraterrestre. No es el caso. 

La subtrama de La montaña es mínima pero precisa. La cocinera acompaña al protagonista desde la distancia y cuando tiene que sumarse a la trama mantiene la elegancia de los secundarios. Apenas se sabrá que tiene un hijo y que está sola hace un tiempo. Información escasa y suficiente, como sucede también con el personaje de Salvador. Pero es lo que necesita el relato, porque no todo gira en torno a un argumento, y acá importan tanto los miembros de nuestra especie como las montañas. Y a Salvador no le es indiferente ese paisaje que solamente admite la panorámica. En casos así, se impone el recuerdo del dictum de Ernst Lubitsch sobre el hecho de filmar montañas: quien es capaz de filmarlas, entonces puede retratar personas o cualquier otra cosa.

La figura humana ante las montañas nevadas es poco y nada. Algunos planos de Salvador son elocuentes: la nieve se extiende sobre la superficie de la piedra y el cielo desconoce cualquier límite. Frente al espacio visto en expansión, la arrogancia vertical de un hombre caminando por ese paisaje se vuelve insignificante. Eso explica la determinación de los montañistas y de la literatura espiritual que a veces insufla el temple de los que quieren vencer las alturas. Sin embargo, acá no se invoca la metafísica de un René Daumal y tantos otros que trabajaron la analogía del ascenso como un contrapunto del interior de la conciencia hacia lo esplendoroso. Lo espiritual es acá sustituido por un fenómeno material que combina lo mineral con la luz y tiene efectos sobre la experiencia física. Lo fantástico no es necesariamente un territorio de la metafísica. 

En su película anterior, Salvador había depositado en el agua la causa del superpoder que descubría su protagonista. En esta ocasión, eligió lo mineral como fuente de fascinación y punto de partida de una mutación no exenta de bellezas y enigmas. Estos dos últimos términos pueden incluirse con justicia en cualquier alusión a sus dos largometrajes.

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La montaña / The Montage, Francia, 2022.

Dirigida por Thomas Salvador. 

Escrita por Naïla Guiguet y T. Salvador.

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Publicada en La Voz del Interior en noviembre.

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