LA SOCIEDAD DE LA NIEVE

LA SOCIEDAD DE LA NIEVE

por - Críticas
29 Ene, 2024 11:48 | Sin comentarios
No será la última vez que el cine visite el famoso caso de los rugbiers que sobrevivieron dramáticamente en la Cordillera de los Andes, pero la mirada del cineasta español se desmarca de las versiones precedentes y propone otro punto de partida distinto para indagar acerca del tema excluyente del caso: la antropofagia.

LA ÉTICA EN LA CARNE

Hay una hora que no es aún la noche 

y no es ya el día, 

en que los muertos y los vivos pueden tocarse.

traducción de Juan Forn de Czeslaw Milosz

Quién no se ha preguntado alguna vez, 

¿soy un monstruo,

o esto es ser una persona?

Clarice Lispector

No es casualidad que la palabra “sociedad” dé forma al título de la recientemente estrenada película sobre la tragedia de los Andes. La sociedad de la nieve (2023) es una nueva forma de contar la historia del accidente del vuelo 571 de la Fuerza Aérea Uruguaya, que en 1972 se estrelló contra la cordillera dejando a la deriva a toda su tripulación, entre la que viajaba un equipo de jóvenes rugbiers uruguayos. Náufragos en la nieve, teniendo que rebuscárselas en un ambiente “donde vivir es imposible”, dieciséis de ellos sobrevivieron setenta y dos días de múltiples penurias, derivando casi todas de dos de ellas, las más materiales y primarias: frío y hambre. Esas dos condiciones inhóspitas transforman, naturalmente, a quienes conforman el grupo humano, que se ve obligado a transgredir una de las pocas bases firmes de la sociedad tal y como la conocemos: quienes sobrevivieron (y varios de los que no también, que debieron resolver el tabú quién sabe cómo) se salvaron alimentándose de la carne humana de sus compañeros de viaje, una vez que se convertían (naturalmente) en cadáveres. Si es que se salvaron los que se salvaron, si es que no se salvaron los que no. La transgresión aporta una capa de sentido ineludible: aviones pueden caer, frío se puede tener, la montaña puede ser inhóspita y simultáneamente un hogar, pero carne humana no se puede comer. Por lo menos, no en esta sociedad, en la que todavía se sostiene el imaginario católico (que desterró la antropofagia como ritual en ciertas sociedades precolombinas de Latinoamérica), al que los protagonistas de la historia adscriben fervientemente. Pero sí en la de la nieve, creada sólo en esos setenta y dos días de 1972. 

Es aquel modo de supervivencia lo que aporta a la historia una capa de sentido ineludible. Tal es el impacto de la transgresión que aquello persiste en el imaginario colectivo como referencia para recordar el episodio. Pero además, propone preguntas para narrarlo una y otra vez, para continuar expandiendo no solo sus posibilidades de interpretación, sino de representación. Le otorga a la historia esa cuota mínima de “imposibilidad” que tienen las historias, aquello que ya no pertenece a lo real ni se rige con esas reglas, sino que otorga facultades de narración. La hace, al fin y al cabo, una historia extraordinaria. Solo por eso es atractivo volver a contarla, obsesionarse, buscar formas de representarla. En el caso del cine, y en cierto punto, plantea para la imagen un desafío: filmar pensando más en la pregunta que en la respuesta, o filmar sabiendo que la pregunta es por los modos de representación y no por el éxito de mostrar el tabú. Cómo filmar aquello que, abyecto, perturba identidad, sistema, orden.

No es que La sociedad de la nieve (2023) no contenga en su forma vicios propios de una mega producción de Netflix: un montaje acelerado, diálogo constante, monólogos y melodrama-quitismos. Pero es a la hora de filmar la abyección antropofágica que la película pega cierto volantazo con respecto a las anteriores adaptaciones de esta narración. Supervivientes de los Andes (1976), que en inglés se tradujo como Survive!, y Alive (1993) son conducidas por una pulsión de vida, además de un heroísmo latente, por el registro del haber salido de esa situación, por la sobre-vida. A pesar de que lo más deshonesto en términos representativos pueda parecer que en Alive ( cuando uno de los pilotos revuelve el mate como si se tratara de un té), las dos adaptaciones son bastante desconsideradas con la pregunta acerca de cómo filmar que un cuerpo se convierta en comida. El primer intento, de 1976, apurado, devela demasiado pronto la conclusión: no se trata de otra cosa nomás más que carne. Por eso la trata como tal, fileteando sin culpa en un primer plano detalle lo que parece una espalda rosada entre la nieve, en la que la cámara se detiene inmóvil mientras se la disecciona y se la convierte en carne animal. El segundo, en 1993, con el desparpajo propio de los estadounidenses, que suelen cometer el pecado de asumir que todo es suyo, el cuerpo se convierte en carne frente a todos: quienes comerán la carne observan a Josh Hamilton mientras da el primer paso de cortar un pedacito de trasero (me encantaría decirles que no pero sí), y apenas lo hace, pasan a imitarlo. Ninguna de las dos adaptaciones quiso estar a la altura de la complejidad de representación que merece el suceso. Supervivientes de los Andes (es tan extraño el “super” que antecede al vivientes, aún más que lejos que sobre, superiores, intocables, únicos) devela demasiado pronto el secreto de que cualquier cuerpo es, en definitiva, carne, despojadamente, para guarecerse en una suerte de intento de crudeza que deviene en grotesco. Pero por otro lado, Alive (1993), con su circo de observación e imitación, le otorga al momento de transformación de cuerpo a cadáver una audiencia. Así, espectaculariza la trasgresión, como es su costumbre, desacralizándola. 

En vez de concentrarse en la sobre o la super vida, La sociedad de la nieve coloca el punto en la forma-de-vida: la importancia no residirá en sobrevivir, sino en el cómo, en discutir más el proceso que el punto final. La narración en voz en off es crucial para marcar esto, ya que es conducida por Numa Turcatti (Enzo Vogrincic), uno de los no sobrevivientes, uno de los muertos. Un fantasma, pero también, el otro, aquel que permanece muerto en lo real, pero vive mientras se hable de él. Otorgar voz a los muertos cambia por antonomasia el rol de los que viven, que pierden su estatuto de sobrevivientes y pasan a convertirse en testigos, aquellos que tienen la capacidad de narrar, porque volvieron: vivieron una experiencia colectiva traumática e inefable, y deben intentar compartirlo, aunque sea imposible, por todos aquellos que no pueden hacerlo. 

El rol de testigo contiene dentro de sí un poderoso entendimiento del otro, y elimina la individualidad propagandística del héroe que sobrevive porque la vida tiene un valor ulterior, además de que no pierde tiempo en la agónica e insalvable pregunta del por-qué-yo-y no-él. Narrar es el único homenaje posible a los caídos. Y la manera de deslizar en la película la antropofagia lentamente habla de eso, ya que comienza suavemente con un plano detalle de uno de ellos llevándose a la boca una cascarita de su propia herida. En este caso, devorar mi especie empieza por mí, un salto didáctico que las anteriores adaptaciones no habían considerado. Comer al otro es, en definitiva, devorarme, porque deduce que yo soy tan carne como él. Es interesante el juego que se propone entre el yo y lo otro, rápidamente explicitado en la discusión entre los vivos dentro del fuselaje de si cometerán o no la trasgresión. Para nada solemne, el diálogo transcurre, simultáneamente, rápido y lento, mientras se hacen preguntas que ya no tienen mucho sentido, mientras la cámara acompaña los rostros desahuciados por cometer un pecado. Todavía se ven los hilos, cada vez más finos, de la sociedad que dejaron atrás: ¿Dios nos va a castigar o nos perdona? ¿Si sobrevivimos, iremos presos? ¿Quién tiene más derecho, el humano que antes era esta carne por no tener voz para expresarse o yo que soy un humano concreto y tengo derecho a sobrevivir? 

Dejando atrás las preguntas de la sociedad anterior, a la que ya no pertenecen, los protagonistas se asumen como carne dando su consentimiento de que los devoren si se convierten en cadáveres, tomando el lugar del otro. Un pedazo de vidrio roto es otorgado a Adolfo Strauch (Esteban Kukuriczka) , que ya se había reconocido en voz alta como capaz de la acción de devenir los cuerpos en comida. Él y otros tres encargados salen del fuselaje, el espacio donde aún resiste el bastión social, enfrascado en la figura de Marcelo Pérez del Castillo (Diego Vegezzi), el capitán del equipo al que pertenecían cuando todavía vivían bajo normas sociales conocidas, que está en contra de comer. Cuando los encargados de la tarea salen, el resto se queda dentro, y se ebulle en tensión, intentando observarlos desde las ventanas del avión. La cámara se acerca a Numa, nuestro punto de vista, en contra también de comer. Tener su punto de vista moral nos fuerza a reflexionar sobre nuestra propia percepción. La cámara se mueve para tomar la perspectiva del personaje mirando las figuras sobre la nieve, inclinadas frente a lo que no distinguimos, accionando. Un contraplano desde fuera del avión de la mirada de Numa tras la ventana genera cierta tensión de si se nos dejará o no ver. Un plano toma desde más cerca a los cuatro que cortan, y uno se lleva un pedazo de algo a la boca. Apenas lo hace, Numa le da la espalda a la ventana y aleja la vista, despavorido. Lo importante no es comer, lo importante es la trasgresión, lo importante es no verla, porque verla es insoportable. Mientras se corta a escondidas en el fuera de campo van saliendo uno después de otro del fuselaje, no sin antes pedirle perdón a su capitán, cifrando así su derrota como líder, como monarca. Ya no hay ley en la sociedad de la nieve. 

La importancia de que la carne permanezca en el fuera de campo es la misma que tendrá Daniel Fernández Strauch (Francisco Romero) cuando le espete a un compañero “no me mires así, Coche”, la primera noche después de cortar la carne. “Te miro igual que siempre, Daniel”, le contesta Coche Inciarte (Simon Hempe), mintiéndole. Por eso cortarán a escondidas, por el secreto, y para preservar al resto de la locura de saberse carne. Porque saben que ver es demasiado poderoso. En vez de fijarse en la carne, la cámara se detiene en los rostros que la cortan; no en la carne, sino en el verdugo, en los verdugos cuya única sentencia de muerte es la que se aleccionan a sí mismos, fileteando un cuerpo que podrían ser ellos mismos. Cuando finalmente aparece la carne, no es impresionante ni excesiva: son simples trozos, fríos y rosados, como de un pollo. No es necesario asustarnos ni recurrir a formas que nos sacudan, lo peor ya pasó. 

Caída la sociedad, se progresa en naturalizar la representación de la antropofagia, que deja de ser esquiva y primitiva y comienza a construir la forma de vida de aquellos que integran la sociedad de la nieve. Cuando sobrevenga el alud y queden bajo nieve (subrayando aún más su condición de no vivos, ya que quedan sepultados como cadáveres) se los pondrá a prueba: es imposible ocultar la identidad de la carne. Pero eso no es excusa para olvidar el fuera de campo. No podremos ver, no hará falta: encerrados, lo escuchamos. Los primerísimos planos de los rostros de los personajes, angustiados, de ojos desorbitados que intentan taparse, se intercalan con sonidos del pedazo de vidrio que Roberto Canessa (Matías Recalt) utiliza para cortar los cuerpos. Una experiencia sensorial escalofriante, digna representación de un trauma del que no se puede huir. 

Paulatinamente, la representación muta, a medida que la carne aparece como carne, en ínfimos pedacitos que los personajes roen, y los espectadores, como ellos, olvidamos que está ahí y lo que significa. Hasta que aparecen huesos reconocibles como de humanos, que los vemos como espiando, o que se intentan tapar frente a una posible foto, dando cuenta que la mirada ajena todavía existe aunque sea hipotética, y ahí recordamos y nos escandalizamos. O fingimos hacerlo. 

Pero el límite de La sociedad de la nieve (2023) llega cuando conoce su propia irrepresentabilidad. En este punto cabe aclarar que la película está basada en el libro homónimo, escrito por Pablo Vierci, un libro especial al resto de las versiones ya que compila los testimonios de los dieciséis sobrevivientes, aun de los que nunca habían pronunciado una sola palabra sobre el accidente. Y que el director de la película, J.A. Bayona, se obsesionó con el libro y con la idea de poder representar los hechos tal cual sucedieron, repetido por él mismo en más de una ocasión. Por eso, no puede ser casualidad que haya elegido trastocar en su representación un solo momento: el del rescate. En la escena, dos helicópteros llegan al fuselaje y se llevan a la totalidad de los sobrevivientes, que observan desde los aparatos el fuselaje vacío; según el libro, los helicópteros (por el reducido espacio) se llevan solamente a algunos de ellos, pero dejan a la mayoría a pasar una fatídica noche más en la montaña. En retribución, dejan a cuatros rescatistas con víveres “abajo”, a cuidar a la sociedad de la nieve. 

En vez de los sobrevivientes volver a la sociedad que abandonaron, los roles se invierten: es la sociedad que ellos abandonaron la que ingresa, solo por una noche, a la civilización que contiene el fuselaje del avión. Con la puerta abierta los reciben, quizás demasiado, porque para paliar el temor, la sorpresa, el shock, lo que hacen es contar. Cuentan sin parar todo lo que vivieron, vomitan su experiencia a los hombres comunes que vienen de afuera, que escuchan estupefactos de lo que es capaz quien es abandonado por la sociedad. Escuchan como pueden mientras observan a su alrededor ese ambiente degradado, con olor, repleto de huesos roídos, donde ahora son ellos lo que fueron abandonados. Prueban el primitivismo y escuchan el relato de la sociedad, y no lo soportan. Tienen miedo, asco, rechazo, de lo que ven, de lo que oyen. Tanto es así que abandonan el fuselaje y arman una carpa afuera para dormir allí, abandonando una vez más a aquellos hombres. ¿Quién podría culparlos? Aquel es el primer encuentro de la sociedad de la nieve con la sociedad normativa, el encuentro que cifra que la reinserción no será fácil, que la trasgresión es total. La escena. así contada, demuestra que la verdadera supervivencia no fue sobrevivir a la montaña, sino volver a enfrentarse con una sociedad a la que ya no pertenecen. La verdadera supervivencia es sobrevivir a la sociedad común. 

Sergio Díaz, uno de los rescatistas, es la excepción a la norma. Los sobrevivientes lo recuerdan con inmenso cariño, ya que esa noche durmió con ellos dentro del fuselaje. Díaz se puso a su disposición en todo sentido, porque se igualaba a ellos, los escuchaba, y les hablaba a la par. Pero tarde o temprano descubrirá que surge la incomunicación. Cuenta uno de los sobrevivientes en el libro: “cuando advirtió que había cosas que no podíamos comprender, con mucha agudeza intentó por otra vía, para conectarnos a la vida por intermedio de la música y la poesía”. Por eso les enseñó un poema de José Martí que repiten mientras esperan que se haga de día: 

Cultivo una rosa blanca
en junio como en enero
para el amigo sincero
que me da su mano franca.

Y para el cruel que me arranca
el corazón con que vivo;
cardo ni ortiga cultivo;
cultivo la rosa blanca.  

La película ignora por completo la escena y finge una transición como cualquier otra, un rescate como cualquier otro: limpio, sencillo, heroico. Los helicópteros se van con todos ellos arriba y el fuselaje donde otra sociedad fue posible, vacío. Gustavo Zerbino, uno de los sobrevivientes, declaró en una entrevista que le preguntó a Bayona por la ausencia de esa noche extraordinaria, que no fue filmada y que para muchos espectadores permanecerá oculta. Dice que el director le contestó que esa noche era para hacer una película entera. 

El afán por la representación conoce su límite con una escena que se entiende inabarcable, por lo menos en este momento, por lo menos en estas condiciones. Y a pesar de que se trate de una adaptación ambiciosa, de un deseo ambicioso de abarcarlo todo, es un gesto humilde el de entender que los dedos de la representación a través de la imagen llegan hasta cierto punto. No hay que querer ser más grande que las historias. 

Pienso que la ausencia del poema es una pena, por el entendimiento de lo otro, del que la película es harto consciente. Incluido en Versos sencillos, el poema es, ni más ni menos, sencillo, primario. Pienso si la sencillez de Martí no es la misma sencillez que tuvo el tal Sergio Diaz en entender que aquellos que actúan bajo condiciones inhóspitas también pertenecen a la sociedad. Pienso, también, si no es la misma sencillez que tuvieron los sobrevivientes en aceptar su destino de testigos y querer contar, pero también la de todos nosotros de que nos sorprenda una y otra vez la misma historia. Simplemente porque es una historia extraordinaria, que merece seguir pensando maneras de representarla, y no perderse en el afán de apropiársela para sí, o de querer ser más grande que ella. No porque sea verdadera, sino a pesar de que es cierta. Porque de tan extraordinaria parece imposible. 

La sociedad de la nieve, España-Uruguay-Chile-Estados Unidos, 2023.

Dirigida por J. A. Bayona.

Escrita por J.A. Bayona, Bernat Vilaplana, Jaime Marques, Jaime Marques-Olarreaga, Nicolás Casariego.

Lucía Requejo / Copyleft 2023