LA ÚLTIMA DÉCADA ANALÓGICA
Por Roger Koza
El corte de pelo es un problema insoluble: suele ser el signo por donde toda una época se cuela en una representación cinematográfica de un tiempo narrativo que pretende ser otro. Un ejemplo preciso: “Los Ángeles, 2019” decía la inscripción de Blade Runner (1982), pero el corte de su replicante estelar, el líder interpretado por Rutger Hauer, tenía un inscripción invisible (y visible) en su raya al costado que pertenecía a otro tiempo: 1982. Si el relato transcurre en un pasado remoto, si la trama alude a un futuro lejano, el corte contradice a menudo la verosimilitud e impone la naturaleza insobornable del cine: un arte del presente.
¿Qué decir de una década como la de los ochenta, que no parece agotarse nunca y que retorna como si hubiera en nuestra memoria una reserva secreta de entusiasmo circunscripto exclusivamente a ese tiempo? Después de la resurrección de Volver al futuro (1985), el año pasado, sin ir más lejos, Hollywood reciclaba toda una fauna tan simpática como reaccionaria de héroes anabólicos. Los indestructibles 2 (2012) reunía a las viejas leyendas de esos años dorados. Hollywood ha sido siempre una máquina colosal de signos que desconoce fronteras y se inmiscuye en el imaginario de todos los espectadores del mundo. El binomio cine y política tiene una larga historia. La llegada de un vaquero de segunda línea a la Casa Blanca no fue una mera coincidencia en la historia cultural y global del siglo XX. Ronald Reagan y sus dos presidencias consecutivas no pueden desvincularse de una industria que durante su mandato dio nacimiento a un héroe tardío y paradigmático como John Rambo. Al mismo tiempo, la cultura del espectáculo se consolidaba y ya nada sería igual.
En nuestro país, no era un cowboy quien dirigía desde la Casa Rosada los designios de una nación a la deriva, sino un alcohólico, demasiado perverso como la mayoría de sus acompañantes y capaz de poner en escena un guión con ánimo patriótico. La superproducción criolla sólo era sostenida por unos combatientes que no tenían muchas opciones. Las noticias de aquella época no eludían del todo ese imaginario cinematográfico (la Guerra de Malvinas, por otra parte, siempre fue problemática para el cine; sólo recientemente se superó el temperamento patriótico y se pudo filmar aquel episodio con cierta clarividencia fuera de una ética de bandera y escudos. La forma exacta de las islas (2012), de Daniel Casabe y Edgardo Dieleke, es sin duda la mejor película sobre el tema).
Fue evidente que la década precedente había hecho estragos sobre las condiciones de producción cinematográfica, pues una cinematografía no es inmune a las condiciones materiales y simbólicas, que siempre se impregnan en los films, en los libros, en los artículos de diarios o en cualquier expresión intelectual que dé cuenta directa o indirectamente de nuestras prácticas sociales. Antes del advenimiento de la democracia, sólo Adolfo Aristarain había conseguido desmarcarse del delirio colectivo, ese limbo ficcional habitado por cómicos televisivos y superagentes de segunda categoría, un elenco de cínicos y distraídos. Quienes hubieran podido hacer otro cine habían emigrado o los habían matado. Pero Tiempo de revancha (1981) y Últimos días de la víctima (1982) son lo mejor del comienzo de una década todavía sombría y nefasta. Después empezó otra historia. El gobierno de Raúl Alfonsín impulsó un nuevo entusiasmo, aunque la renovación y el renacimiento del cine llegaron un poco más tarde, casi una década después. De la primavera alfonsinista todos recordamos un éxito misterioso: Hombre mirando al sudeste (1986), de Eliseo Subiela. Nadie recuerda, en cambio, una de las películas clave del período: El amor es una mujer gorda (1987), de Alejandro Agresti, y la notable y prácticamente desconocida Juan: Como si nada hubiera sucedido (1987), de Carlos Echeverría. La metafísica y la búsqueda de uno mismo resultaba una indagación más liviana y conveniente que retomar el pasado, filmarlo, interrogarlo, revivirlo y reconsiderarlo. Hubo películas conscientes de esa misión, pero las mejores vinieron en la década siguiente. Los films de Echeverría y Agresti, tan dolorosos como sensibles y creativos, fueron una excepción.
Pero tal vez lo más importante de aquella época pasa por un cambio absoluto respecto de la relación del espectador con una película. La invención del VHS fue una revolución en la experiencia de ver cine. Miles de películas de las que habíamos leído y que habíamos visto a través de los ojos de escritores, críticos y cinéfilos empezaban a circular. La historia del cine era entonces verificable en su propia naturaleza, es decir, en las imágenes. No sólo un estreno comercial salía posteriormente en su formato hogareño, sino que gran parte de la historia del cine era accesible como nunca antes lo había sido. El video fue al mismo tiempo el canto del cisne de una concepción analógica de la imagen y el anuncio de una modalidad de ver películas en forma privada que recién una década después se impondría en la era digital.
¿Qué film recordar de aquel entonces? ¿Flashdance? ¿La historia oficial? ¿El sacrificio? ¿Dirty Dancing? ¿El dinero? ¿El imperio del sol? ¿Querelle? ¿Torrentes de amor? Algunos de esos títulos son notables, pero como en todas las épocas hay películas secretas que pasan casi desapercibidas.
Tres películas notables de la década del ’80
1. Voces distantes (1988), una de las mejores películas británicas de todos los tiempos de uno de los directores menos conocidos de esa cinematografía, es una exposición magistral de cómo emocionar en el cine sin apelar a la manipulación ortodoxa ni al sentimentalismo kitsch, más aún cuando se trata de retratar autobiográficamente la vida de una familia, católica y proletaria, de Liverpool, durante las décadas del ’40 y ’50 del siglo XX. Un prodigio formal, la historia podrá ser sencilla, aunque no por eso banal. La recolección de recuerdos (fiestas, una guerra, dos casamientos, un funeral, el amor por la música y el cine) se materializa en imágenes, imitando el funcionamiento de la memoria. Así, la música popular inglesa constituye un sonido emocional colectivo que atraviesa las generaciones y explica en parte la intimidad. Es historia sonora. Tal procedimiento está acompañado por un trabajo con la textura y tonos del film. Las elecciones de encuadres y movimientos de cámara también enfatizan el trabajo del recuerdo. Véase el pasaje en el que uno de los personajes, Eileen, tras su boda, extraña a su padre mientras abraza a su hermano. Un paneo lento hacia la izquierda va yuxtaponiendo escenas pretéritas en las que, mostrando y no diciendo, se explica por qué a este personaje le duele la ausencia de su padre. Ésta es una de las tantas secuencias magistrales de esta obra maestra de Terence Davies.
2. Inclasificable y absolutamente singular, Placeres rutinarios (1986), de Jean-Pierre Gorin, es un film cuyo relato está organizado por la curiosidad (filosófica). El viejo compañero setentista de Jean-Luc Godard en su época marxista, ya sin el imperativo revolucionario como motor de su deseo, ha dejado de pensar el cine como una intervención sobre las conciencias y ya no vive en París sino en California, Estados Unidos. Es que un cineasta radicalizado no podría haber elegido hacer un film sobre un club de aficionados de trenes de juguete como si se tratara de una misión cósmica. Algunos planos generales y medios sobre una ciudad en miniatura y sus pobladores diminutos mientras se ven algunos trenes circulando develan la seriedad de la empresa. Y no se trata de un grupo de niños y adolescentes, sino de adultos, algunos profesionales, otros viejos operarios ferroviarios, que han encontrado en esta práctica rutinaria e insólita un placer insospechado. Pero el film, a veces concebido como una remake de Sólo los ángeles tienen alas (1939) de Howard Hawks (por su retrato de una comunidad de hombres), no se agota en este universo comprensible. Gorin no sólo extrae de este hobby de adultos un gran tema filosófico de la época (y de todos los tiempos): la misteriosa relación entre la repetición y la diferencia, entre el trabajo y el ritmo, entre la rutina y la imaginación, sino que intuye en esa actividad un valor discreto asociado con el arte menor, aquel que no pretende hallar los grandes temas de la humanidad. El plus semántico de Placeres rutinarios consiste en el diálogo conceptual que Gorin establece entre las obsesiones de los miembros del club y la obra del gran Manny Farber, como crítico de cine y como pintor (y carpintero). El mentor del cineasta permanecerá en un total fuera de campo, pero Farber aparecerá en fotos (una de ellas con Godard) y será citado en varias ocasiones ya sea a través de consejos del crítico al cineasta respecto de cómo hacer el film en cuestión, citas de algunas de sus piezas legendarias de crítica de cine y dos pinturas (“Birthplace: Douglas Ariz” y “Have a Chew on Me”) que Gorin registra y sobrevuela del mismo modo como lo hace con las maquetas que constituyen el pueblo donde se pasean los trenes. Los paralelismos entre las dos pinturas y la labor de los ferroviarios y las derivaciones filosóficas que Gorin va señalando son uno de los placeres evidentes de este film que se resiste a una interpretación inmediata debido a su riqueza conceptual y a su extraña naturaleza.
3. Desde sus comienzos, el maestro holandés Joris Ivens quiso filmar el viento. Tardó décadas porque antes de capturar el viento en su lente, ese fenómeno que sólo conocemos por su sonido y sus efectos sobre las cosas, dedicó toda su vida a filmar el trabajo y las revoluciones sociales. Pero a sus 89 años viajó a China, y en una expedición insólita y obstinada el viejo cineasta asmático buscó cumplir con su obsesión. El resultado es tan personal como universal: los estertores finales de la revolución cultural, un homenaje a Georges Méliès y una inquietud metafísica atraviesan este film inclasificable pero sin duda eterno y hermoso. Una historia del viento (1989) es la obra crepuscular de uno de los grandes genios del cine. Es quizás la gran película secreta de la década, que viene no sólo a concluir una carrera sino a condensar la historia del cine hasta ese momento y las relaciones que se establecieron desde el comienzo entre el cine, la historia y la naturaleza. Un prodigio, una maravilla, una película que cierra un período en el que Rambo (1982) predominaba en nuestro imaginario o, en el mejor de los casos, Full Metal Jacket (1987).
Este artículo fue publicado por la revista Quid durante el mes de febrero 2013
Roger Koza / Copyleft 2013
Me falta la de Gorin, en Enero volví a ver Voces Distantes por (creo) cuarta vez y me sigue emocionando tanto como siempre, es tanta belleza, tanto dolor, tanta historia, y tanta sabiduría cinematográfica, lo que hay en ese film, y la de Ivens…la poética de una vida dentro del cine cine, a través del cine, por medio del cine, maravillosa. Muy bueno Roger.
Muy lindo artículo. Abrazos de regreso.